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Claves sobre la Constitución de Chile, un documento vigente desde la dictadura a punto de ser tumbado

En sus más de 20 años como quiosquero del centro de Santiago, Carlos Olivos nunca había visto un interés tan repentino por la Constitución de Chile. Su pequeño negocio, ubicado entre el Paseo Estado y la calle Huérfanos, es uno de los muchos que, además de prensa y chucherías, se dedica a vender textos legales (Código del Trabajo, Ley de Tránsito, Ley de Rentas, etc.), algo muy común en el país y que llama la atención de los visitantes. “Desde hace dos semanas empezó este fervor por la Constitución”, asegura el vendedor. Dice que antes vendía uno o dos ejemplares al día –“quizás en marzo un poco más, porque los estudiantes empiezan las clases y se lo piden”–, pero en los últimos días las ventas se dispararon a 20 o 30 ejemplares diarios. Cada uno a 4.000 pesos (4,5 euros): “El precio viene marcado”, precisa. Mientras ordena las decenas de ejemplares de la carta magna en stock, explica que “la compran gente de todas las edades e incluso dueños de empresas adquieren grandes cantidades para regalarlas a sus empleados”. En el último mes, la Constitución entró en el ránking de los libros más vendidos y, según la Editorial Jurídica, una de las principales editoras, registra un aumento del 40% de las ventas respecto a todo el 2018.

La curiosidad para conocer en profundidad el texto se disparó después de que la madrugada del pasado viernes, los partidos del gobierno y de buena parte de la oposición –excepto el Partido Comunista y algunos sectores del Frente Amplio– suscribieran un acuerdo “histórico” para impulsar un nuevo proceso constituyente. De avanzar, permitiría sustituir la carta magna vigente, diseñada e instaurada en 1980, bajo el régimen de Pinochet, por una completamente nueva, que se escribirá desde cero.

No se conocen aún los detalles del nuevo proceso constituyente, pero entre los puntos más relevantes que se acordaron hay el plebiscito que se convocará en abril de 2020 para preguntar a la ciudadanía si apoya o no un cambio constitucional y, de ser así, si prefiere vehicularlo a través de un órgano formado exclusivamente por ciudadanos elegidos para esa labor o uno que integre también a parlamentarios que tendrían que abandonar su cargo. Los redactores del texto dispondrán de un plazo de entre nueve meses y un año para escribirlo y al final del proceso deberá refrendarse, primero, a través de un nuevo plebiscito –con sufragio universal y obligatorio–, y luego por el Congreso. Aunque para muchos esa firma representa el acuerdo político más importante sellado en el país desde el fin de la dictadura, hay voces que consideran que es un pacto envenenado y que no representa las demandas de la sociedad civil porque ha dejado afuera de la mesa a las organizaciones sociales. La noticia tampoco ha convencido a los manifestantes, que siguen movilizados en las calles.

Los “cerrojos” del texto

La Constitución vigente en Chile fue aprobada en 1980, durante la dictadura militar de Pinochet. Fue concebida por Jaime Guzmán, uno de los ideólogos de la dictadura, quien se encargó de establecer varios mecanismos para limitar el margen de acción de los parlamentarios opositores y perpetuar el modelo político y económico de la dictadura. Para entender bien su objetivo, basta con leer la prensa de la época: “[..] si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque el margen de alternativa que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario”, escribió el propio Guzmán en 1979. Para lograr su objetivo impuso, como requisito imprescindible para cualquier modificación del articulado, quórums muy elevados, de 2/3 de parlamentarios. Además, estableció mayorías igualmente muy amplias para otra veintena de leyes orgánicas constitucionales, conocidas como las “leyes de amarre”, que han impedido hasta hoy llevar a cabo cambios profundos y estructurales en los principales temas que la sociedad reclama desde la calle.

Los quórums son una de las principales “trampas”, “candados” o “cerrojos” de la Constitución de 1980, tal y como abogados constitucionalistas y expertos han bautizado a las piedras de tope que hasta hoy han impedido un cambio en el modelo neoliberal chileno. En segundo lugar, destacan la construcción de un “Estado subsidiario”, es decir, que interviene sólo cuando el sector privado o el mercado no pueden hacerlo por sus limitaciones o porque no les es rentable participar. “Esta idea aparece en varios de los primeros artículos de la Constitución y tiene una transversalidad en la interpretación de todos los derechos y garantías constitucionales”, sostiene la directora del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales, Lidia Casas. “Por ejemplo, cuando hablamos del derecho a la salud o a la educación, no se plantea que tengamos derecho a un buen sistema de salud o de educación públicas y exigir ciertas prestaciones en estos ámbitos, sino el derecho a elegir entre un sistema público y otro privado”, indica la académica.

Según los expertos, la tercera gran “trampa” del texto, estrechamente vinculada la anterior, es la preponderancia de la propiedad privada por encima de los derechos humanos. “Ha sido un aspecto fundamental en el desarrollo económico del país, pero la forma en que se ha interpretado ha dejado todos los derechos supeditados a esto”, asegura Casas. Uno de los ejemplos más claros es el Código de Aguas (1981), a través del cual es Estado entrega “derechos de uso de agua” a quienes lo solicitan que pasan a convertirse, automáticamente, en propietarios del agua de una zona concreta de forma “perpetua”. Lidia Casas pone otro ejemplo en materia de recursos naturales: “Chile tiene una de las más grandes reservas de litio, pero no puede ser explotada por una empresa estatal porque tiene que entregársela al privado, y el Estado solamente puede recibir los royaty”. O en materia educativa: “Cuando hace años se discutía sobre la expulsión de estudiantes embarazadas, no se planteba el derecho de las jóvenes a seguir con su proceso educativo o la discriminación que sufrían por estar embarazadas, sino que el argumento se enfocó en proteger el derecho [de las jóvenes] a la propiedad de su matrícula escolar”, señala la abogada.

El final de la Constitución de Pinochet

A partir de esta estructura constitucional, se levantaron las leyes que hoy sustentan un sistema educativo que entrega la gestión de la política pública de escuelas, institutos e incluso universidades a un administrador privado; las instituciones de salud preventiva (isapres), una especie de seguros médicos que integran a los grandes grupos económicos del país y que involucran a clínicas, centros médicos, farmacias, droguerías y laboratorios, en desmedro de la inversión en salud pública; y un modelo de pensiones basado en la “capitalización individual” en el que fondos de pensiones privado invierten al mercado financiero los ahorros de los trabajadores.

Según las últimas encuestas, un 82% de sociedad chilena cree que el país necesita una nueva Constitución, y sólo un 16% opina lo contrario. No es la primera vez que el país pone encima de la mesa el debate constituyente. En 2005, bajo el gobierno del socialista Ricardo Lagos, se impulsó la reforma más importante que se ha hecho a la carta fundamental y que permitió eliminar algunos de los resabios de la dictadura. También la expresidenta Michelle Bachelet, en su último gobierno, trató de poner hilo a la aguja con este tema y abrió un proceso participativo con la ciudadanía. Sin embargo, la iniciativa no tuvo demasiada buena acogida y, finalmente, quedó en nada. Al parecer, el final de la Constitución de Pinochet llegará de manos del pueblo, tras semanas y semanas de una movilización popular determinada y persistente.