La conspiración como género literario: MK Ultra Monarch, la secta satánica que domina EEUU

24 de agosto de 2024 21:34 h

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 En enero de 1976 llegó a las librerías americanas La manipulación de Candy Jones. Escrita por Donald Bain —que se haría famoso años después con una serie de novelas sobre Se ha escrito un crimen—, contaba la historia de Candy Jones (1925-1990), una famosísima modelo y periodista americana que había sido víctima de un extraño experimento de control mental orquestado por los servicios secretos americanos. Eran esos tiempos en los que, como dijo el periodista británico Greg Palast, el enemigo eran los rusos y los malos, de la CIA.

La infancia de Jones fue una sucesión de malos tratos por parte de sus padres. Durante esa época, en la que era frecuente que pasara días encerrada en un cuarto, empezó a fabular la compañía de unos de amigos imaginarios que le ayudaran a sobrellevar su cautiverio. Uno de ellos era su némesis, Arlene, y en ella proyectó toda la maldad que atribuía a su madre.

Jones fue una de las artistas reclutadas por el United Service Organizations (USO) para animar a los soldados durante la II Guerra Mundial. Según el libro, durante un tour en Filipinas, cayó enferma y fue atendida por el doctor William Saul Kroger (ginecólogo y pionero en el uso de la hipnosis), con quien desarrolló cierta amistad. Años más tarde, en los 60, sus caminos volvieron a encontrarse y el galeno le propuso desarrollar una segunda personalidad basada en Arlene y entrenarla para llevar a cabo misiones de espionaje urbi et orbi. Matar con sus manos fue solo una de la larga lista de habilidades que adquirió y que dejaban al 007 a la altura del tonto del pueblo. No había nada de qué preocuparse, la Agencia corría con los gastos.

La vida imita al arte

La historia de Candy Jones —aunque se presentaba como real— resultaba tan increíble como El candidato de Manchuria (Richard Condon, 1959). Esta novela, que no pretendía ser otra cosa —y que inspiró la obra maestra de John Frankenheimer de mismo título—, sigue los pasos de un militar americano convertido por los pérfidos comunistas en un asesino programado para matar al presidente de EEUU. Años después, la historia se cruzó con la realidad. En 1974, el mítico periodista del New York Times Seymour Hersh publicó que la CIA, en los 60, había llevado a cabo varios experimentos de control mental para moldear la voluntad de sus víctimas. En 1977 se descubrió que el citado programa incluía más de 150 iniciativas agrupadas bajo las siglas de MK Ultra, y que se habían prolongado entre 1953 y 1973.

Richard Helms, el director de la Agencia, había dado orden de destruir toda la documentación, pero se salvaron algunas cajas que habían sido guardadas en un lugar equivocado. La lucha por conseguir todos los papeles se mantuvo hasta 2001, y aún hoy quedan proyectos cuyo contenido se desconoce. La idea era usar distintas herramientas (drogas, privación sensorial, hipnosis…) para lograr desde un suero de la verdad a asesinos programados (los llamados ‘candidatos de Manchuria’). A fecha de hoy, no consta que consiguiera ninguno de sus objetivos ni que Candy Jones fuera una de sus víctimas, pero la línea que separaba los hechos reales de los imaginados había quedado difuminada para siempre.

La manipulación de Candy Jones llegó al mercado dos años después de la dimisión de Nixon por el Watergate y en una época en la que, como explicó Katharina Thalmann, la conspiración se había convertido en producto de consumo. Es la época en la que la desconfianza hacia las instituciones alumbró éxitos como Serpico (Sidney Lumet, 1973), El último testigo (Alan J. Pakula, 1974), Los tres días del cóndor (Sydney Pollack, 1975), Network (Sidney Lumet, 1976) o Capricornio Uno (Peter Hyams, 1978). La inspiración no caía del guindo. Basta con abrir un periódico y leer sobre la Operación Mockingbird, Artichoke, Cointelpro… El Hermano Mayor vigilaba 24/7.

La manipulación de Candy Jones se inscribe en una larga tradición de biografía basada en hechos inventados cuyos orígenes se remontaban a Awful Disclosures of Maria Monk (1836), en el que la joven del título aseguraba haber sido sometida a toda suerte de vejaciones sexuales en un convento en Montreal, en una época en la que el rechazo al catolicismo batía récords en el nuevo continente. Poco antes del libro de Bain, Mike Wanker había publicado The Satan Seller (1972), narrando su vida como sacerdote supremo de un culto al maligno que solo existía en su imaginación (decía haber sido el satanista de cabecera de Kenndy). Luego llegarían otros libros como Michelle Recuerda (Lawrence Pazder y Michelle Smith, 1980), sobre una víctima de una inexistente red satánica y, más tarde, Satan’s underground (Lauren Stratford, 1991), con un relato que era tres cuartos de los mismo. Todas estas joyas de la ficción disfrazada de hechos reales —la frase ‘quemar después de leer’ nunca estuvo tan justificada— sentaron las bases del pánico satánico de los 80. Y entonces llegó ella.

Satanistas de la CIA

De Trance-formación de América (Trance-Formation of America, 1995) se puede decir sin exagerar un ápice que forma parte de lo más granado de la literatura de ‘verdades alternativas’ de todos los tiempos. Tiene el honor de figurar en la santísima trinidad de la conspiranoia moderna con delicatessens de la talla de Behold a Pale Horse (Milton William Cooper, 1991) o None dare call it conspiracy (Gary Allen y Larry Henry Abraham, 1972). Escrita al alimón por Cathy O’Brien y su marido Mark Phillips, puso una vez más sobre la mesa el debate de si en EEUU sobran editoriales o faltan cotolengos.

La historia de O’Brien bebe directamente de la de Candy Jones, pero va un paso más allá. Según su testimonio, siendo una niña, fue secuestrada por el Gobierno de Estados Unidos para formar parte del Proyecto Monarch, uno de los distintos programas incluidos en el MK Ultra, y mor de la programación mental a la que se vio sometida, se convirtió en una esclava sexual programada ‘Modelo Presidencial’ para uso y disfrute (aunque no exclusivo) de los presidentes Reagan y Bush. El objetivo último del plan era, ¡cómo no!, utilizarlas para implementar el Nuevo Orden Mundial. El trauma le supuso una amnesia casi permanente hasta que su marido le ayudó a recuperarse y monetizar sus delirios en forma de libro. La descripción de los hechos —y parte de la clave de su éxito— superaba incluso lo pornográfico: “El primer recuerdo que pude recuperar fue que no podía respirar debido a que el pene de mi padre estaba metido dentro de mi pequeña garganta. Sin embargo, yo no podía diferenciar el semen de la leche de mi madre”. Escenas de zoofilia también hay, pero ni es el momento, ni es el lugar.

Lo que sigue es un batiburrillo en el que aparecen películas de Walt Disney —o series como La Tribu de los Brady o Embrujada— llenas de mensajes subliminales; el teatro Opryland (la catedral de country) como centro de operaciones; orgías con el Rey Fahd de Arabia Saudí y sus hijas; hacer pasar a una iguana por hija reptiliana del presidente de México Miguel de Madrid; sexo con Jack Valenti, entonces presidente de la poderosa Asociación Cinematográfica Americana… Cómo será este viva la pepa que no resulta creíble ni cuando cuenta que siendo menor fue abusada por curas católicos.

Afortunadamente, un día O’Brien conoció a su marido Phillip, que siempre ha dicho que era agente de la CIA pero que en más de tres décadas no ha encontrado el momento para presentar alguna prueba, y se la llevó a Alaska donde le ayudó a superar su trance mediante hipnosis regresiva. Pese a que lleva ya tres libros, dos documentales, cientos de charlas (durante la covid se hizo de oro) y que se supone que vive permanentemente en la diana de los poderosos que controlan EEUU y que la quieren eliminar, no consta que le hayan puesto ni una multa. Es el síndrome de los Hombres de Negro y los enemigos imaginarios.

En el mundo de la conspiración, el infinito no es el límite, y cuando la imaginación no puede poner barreras, tampoco lo consiguen los antipsicóticos. Aunque parecía que O’Brien había hecho cumbre, llegó Brice Taylor con Gracias por los recuerdos (1999), otra supuesta víctima del Monarch, que añadió a la lista de la compra a Henry Kissinger y a Bob Hope, una base en el Triángulo de las Bermudas, y una secta de satanistas —controlada por la industria de la música country y Hollywood—, dominando Estados Unidos.

Candy Jones, Flora Theta Schreiber, Mike Wanker, Cathy O’Brien, Lawrence Pazder, Michelle Smith, Lauren Stratford, Brice Taylor y algunos más que sería tedioso añadir a la lista, convirtieron las memorias personales en un ejercicio de ficción, en novelas con ínfulas de diario personal. A Truman Capote se le puede calificar de padre de la literatura de no ficción con A sangre fría, y se le puede perdonar sin problema que no siempre se atuviera a los hechos. Tampoco se espera de alguien que convierta su vida en un libro que cuente otra cosa que su versión. Pero cuando la conspiración cruzó la línea de lo creíble lo hizo a conciencia y con toda la intención. Las consecuencias solo podían ser para echarse a temblar.

O’Brien recogió todas las paranoias que llevaron al pánico satánico de los 90 cuando eran puro vintage, les dio una vuelta. Les añadió el elemento político aprovechando el grifo mal cerrado de la versión oficial del MK Ultra, la retórica sobre el Nuevo Orden Mundial, la pedofilia escondida en cada esquina y lo que más tarde se etiquetaría como Deep State (un clásico de la literatura ultra) y se la empaquetó a un público nuevo. Y todo con un libro autoeditado, que bien mirado no fue más que una semilla que no debería haber producido más que un poco de mala hierba, pero se convirtió en un arbusto del que nació QAnon y sus delirios sobre la elite liberal de abusadores sexuales que gobierna EEUU.

La paranoia ficción, cual patito feo convertido en cisne chiflado, nació como mala literatura con ínfulas de veracidad, acabó convertida en una alternativa a la realidad que asaltó el Congreso de EEUU en junio de 2020. Un pequeño camino el que abrió O’Brien, convertido hoy en la autopista por el que no hay disparate que no pueda circular con total tranquilidad en una única dirección: la de sembrar odio y dar alas a los delirios de los personajes más tóxicos que uno pueda imaginar.