Es bien notorio que la democracia pasa por malos momentos a escala planetaria. No solo por sus propias deficiencias, sino también por los ataques que recibe tanto desde dentro por aquellos que apuestan por modelos iliberales, como por los contraejemplos que ofrecen potencias autocráticas como Rusia y China. Estos se presentan como alternativas crecientemente atractivas para algunos.
Por eso, la idea de una cumbre para la democracia como la que Joe Biden ha organizado los días 9 y 10 de diciembre pudiera parecer muy conveniente. Lo malo es que nada parece indicar que el encuentro vaya a modificar las tendencias actuales.
Por lo que respecta a los pasos dados hasta llegar a la lista de los 110 países invitados a esta primera reunión virtual (más algunos representantes de la sociedad civil y del sector privado), lo primero que resulta chocante es ver a Estados Unidos como anfitrión. Es cierto que no hay ninguna democracia perfecta y que no existe ningún organismo internacional que pueda arrogarse la representación de las democracias del planeta, pero la situación de EEUU no parece la más adecuada para presentarse como el modelo a imitar.
Basta recordar el penoso espectáculo del pasado día 6 de enero, con el asalto al Congreso, para concluir que la democracia estadounidense no está en su mejor momento. Tanto es así que en su último informe sobre la situación de la democracia en el mundo, The Economist no lo incluye como una de las 23 democracias plenas (entre las que, por cierto, figura España), sino como una de las 52 “democracias defectuosas”, acompañando a países como Bélgica, Francia, Grecia, Italia y Portugal.
Por añadidura, las iniciativas que están tomando los mayores representantes del trumpismo antidemocrático en algunos estados federados para dificultar aún más el ejercicio del voto, mientras siguen pendientes reformas sustanciales para garantizar la igualdad de derechos y oportunidades a las minorías afroamericana e hispana y para frenar el poderoso influjo del dinero en la política, no auguran mejores tiempos a corto plazo.
También resulta cuestionable, por mucho que sus organizadores hayan tratado a última hora de adoptar una posición falsamente modesta, el poder que se ha autoconcedido Washington para expedir certificados de democracia, discriminando entre los que iban a participar en el evento y los que quedaban señalados inevitablemente como indeseables. Sobre todo, porque entre los finalmente elegidos hay casos tan notoriamente insostenibles como Angola, Brasil, Filipinas, India, Israel, Kenia, Malasia, Pakistán, República Democrática del Congo, Serbia o Zambia.
Podría resultar más adecuado apostar por incorporar al proceso a los países con mejor pedigrí democrático para poder así reforzar el modelo que, con notable diferencia sobre cualquier otro, más bienestar y seguridad puede proporcionar, sin menoscabo del marco de derechos y libertades que definen a toda sociedad abierta.
Pero eso habría dejado fuera a otros a los que, por razones geoestratégicas y geoeconómicas, EEUU está cortejando en el intento por frenar el paso a Moscú y Pekín. La selección es, en todo caso, tan inconsistente que eso no ha impedido que otros aliados como Egipto o Turquía hayan quedado excluidos, junto a proscritos habituales como Cuba, Irán, Nicaragua y Venezuela. No deja de resultar igualmente llamativa la exclusión de Hungría, no porque su tendencia antidemocrática no sea bien visible, sino porque, siendo el único país de la Unión Europea no invitado, le ha ofrecido a Budapest la oportunidad de anular a la propia Unión en dicho foro, menguando así el papel del aliado con el que más valores e intereses comparte.
Tampoco podría extrañar a nadie la crítica que conjuntamente han planteado Moscú y Pekín por lo que han interpretado como un acto propio de la Guerra Fría. Se trata, a fin de cuentas, de dos actores que no disimulan su intención de cuestionar el pretendido liderazgo estadounidense, presentándose abiertamente como alternativas funcionales al modelo propuesto por Washington. Incluso China ha ido más allá el pasado día 5 con la publicación por parte del Consejo Estatal del documento 'China: la democracia que funciona', señal bien visible de su falta de complejos y su ambición.
En cuanto a los resultados obtenidos, el balance palidece en cualquiera de los tres objetivos planteados: defensa contra el autoritarismo, promoción de los derechos humanos y lucha contra la corrupción. Más allá de la retahíla de los bienintencionados discursos de rigor no hay nada mínimamente relevante que alimente el optimismo.
Mientras tanto, más que a un reforzamiento de los sistemas democráticos, a lo que estamos asistiendo es a una potenciación de las derivas iliberales. Si en otros tiempos la rebeldía y las propuestas alternativas buscaban profundizar la democracia, hoy parece que son las posiciones autoritarias las que logran una mayor receptividad por parte de sociedades que se rebelan contra una globalización desigual que ahonda su malestar y su inseguridad.