El calor se pega al cuerpo inmediatamente. Me abraza, me acaricia como un beso mortal del cual es imposible soltarme. Los poros comienzan a producir sudor, y es angustiante pensar que no dejarán de funcionar ni un segundo por semanas. Mi sensación al llegar a Porto Velho es siempre la misma: ¿dónde está la selva? Desde lo alto, en el avión, aún se ven áreas de bosque, pero al cruzar la puerta, en la pista del aeropuerto, la única sensación es el vaho sofocante que sube desde el asfalto.
En Rondonia, una de las provincias que conforman la Amazonia brasileña, es posible caminar kilómetros y kilómetros sin encontrar la sombra protectora de un árbol. En esta parte de la Amazonia no hay árboles.
Los coches parecen haber salido de la fábrica sin el botón para apagar su aire acondicionado. El clima artificial es una compañía inseparable gracias a una lógica de ocupación del espacio que tiene a la selva como enemiga a suprimir.
Las cámaras frigoríficas de JBS, una de las mayores productoras de carne del mundo, están a pocos metros del aeropuerto, pero nunca les presté atención. Cada vez que cruzaba la provincia de norte a sur sentía la desolación de ver soja, soja, soja y vacas donde antes, en algún momento, hubo bosques, bosques y bosques. Los pueblos a la orilla de los ríos ribereños tienen recuerdos de tiempos en los que la tierra les pertenecía, pero también era de nadie: no había verjas, dinero, ni presiones.
“Quien estaba antes tenía otra visión de la tierra. No se preocupaba por tener documentos. Son pueblos tradicionales que tienen la visión de recolectar lo que la tierra tiene para ofrecer”. Cuando charlamos, en 2014, María Petronila era coordinadora de la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT), una organización vinculada a la Iglesia Católica que fue fundamental en la articulación de resistencias campesinas por todo Brasil.
La dictadura (1964-85) cambió radicalmente la situación. Enormes extensiones fueron concedidas a grandes propietarios, y a los campesinos les quedaron sólo porciones pequeñas y medianas. Una política que partió de la idea de un “vacío demográfico”, es decir que los indígenas y los pueblos eran considerados nada.
Pero además, a quien se le asignaba una propiedad estaba obligado a deforestarla en, al menos, un 50%. O sea, la tala de la Amazonia fue una política de Estado en tiempos de la dictadura y así el camino quedó abierto. Primero para la vaca, que es una excelente manera de ocupar la tierra, y luego para los granos.
Ex integrante del Consejo Indigenista Misionario, hija de caucheros (recolectores de caucho), Petronila relató cómo la llegada de personas interesadas en impulsar una agricultura en los moldes tradicionales provocó agitación en la población establecida en Rondonia. Recuerda a su madre diciendo: “'¿Para qué quiero tierra? Solamente necesito siete palmos para labrar. ¡O puedo lanzar río que está excelente!' Vengo de una cultura que veía muy raro vender arroz, frijoles, una gallina. Todos criaban. Entonces pasaba alguien y le dábamos. No sabíamos qué era vender esas cosas”.
Cuando recorrí Vilhena, en el sur de Rondonia, una región muy fértil, me impresionó lo que vi alrededor de la carretera principal para conectar la provincia al resto de Brasil. Lo registré en el libro Corumbiara, caso enterrado:
“Enormes hojas de teja metálica chocan contra las inmensas estructuras en las cuales deberían estar sujetas. Pein, pein, pein. Es el sonido que se escucha todo el día en aquellos inmensos cobertizos de más de cien metros de largo por 30 de ancho. Solo se escucha eso. Las máquinas están paradas, los hornos fueron apagados. Hay poquísimos operarios circulando por allí, la mayor parte del tiempo hablando bajo, con cuidado de preservar el sueño de los cortes de madera dejados en esos sitios. Las decenas de aserraderos abandonados al margen de la carretera BR 364, en Vilhena, son la historia de una ciudad, de una provincia, de un país. Son la historia de ayer: relojes de registro laboral abandonados en uno de los cobertizos marcan 2008 y 2009, las fotos de mujeres desnudas pegadas en las puertas de las taquillas de los trabajadores están vivas. Son un retrato de la destrucción: tomó tres décadas acabar con todas las maderas nobles del Cono Sur de la provincia, una vasta región que hoy no consigue producir más que madera de reforestación. Son historias de hoy: a medida que se acabó la madera, las empresas se marcharon, dejaron la maquinaria atrás y se fueron hacia el norte de la provincia, en dirección a Porto Velho y al sur de la provincia de Amazonas, áreas que en los últimos años vieron crecer los índices de tala”.
La gran marcha brasileña hacia el oeste no fue televisada. Al contrario que en otros países, nuestro cine y nuestra literatura no promueven una disputa entre la narrativa épica de la ocupación del territorio y la denuncia del genocidio. Nuestras masacres no tienen mucho registro visual, en muchos casos no hay ningún registro.
En Estados Unidos, la marcha hacia el oeste masacró indígenas y búfalos. En Brasil, los primos del búfalo, vacas y bueyes, son quienes dominan la tierra después de que los indígenas y ribereños fueran exterminados. O antes incluso de que lo fueran: el ganado es un instrumento de presión sobre las tierras que deberían estar protegidas por el Estado, libres de ocupación irregular. En los últimos años, no faltaron decretos presidenciales para legalizar tierras ocupadas ilegalmente.
Según la Comisión Nacional de la Verdad, que funcionó entre 2012 y 2014, más de 8.300 indígenas fueron asesinados por el Estado entre 1946 y 1988. En este periodo tuvimos una dictadura de 21 años, entre 1964 y 1985. “El número debe ser exponencialmente mayor, ya que apenas una parte muy limitada de los pueblos indígenas afectados fue analizada y hay casos en los que la cantidad de fallecidos es suficientemente alta como para evitar valorar estas estimaciones”, registra el informe final.
El modo de colonización portugués concentró nuestra población en las costas, como sigue siendo hasta el día de hoy. Fue solamente en el siglo XX cuando se inició un proceso de migración hacia el noroeste. Primero fueron las líneas de telégrafo atravesando las tierras indígenas y cartografiando pueblos tradicionales, en parte con la creencia de que esas poblaciones debían ser “integradas” en nuestra sociedad. Más tarde, carreteras como la BR 364 que corta Rondonia. Y así llegaron la carne, el maíz, la soja.
El periodista Marcos Hermanson Pomar, de O Joio e O Trigo, organizó los datos del Instituto Brasileño de Geografía y Estatística (IBGE) que nos ayudan a entender la gran marcha del buey. Históricamente, la carne era producida cerca de los grandes centros de consumo del Sudeste pero a partir de 1960 las vacas giraron las brújulas hacia el oeste: primero, como si siguieran recto hacia Bolivia, después, al llegar cerca de la frontera, doblaron a la derecha, subiendo y subiendo, como si quisieran llegar a Venezuela cruzando la selva. Son tierras gratuitas para los propietarios porque eran terrenos públicos y ellos los ocuparon ilegalmente. Con el primer movimiento, con el avance de las vacas, comenzó el final del Cerrado, la sabana, un bioma fundamental que atraviesa buena parte del país.
Entre las provincias que conforman la Amazonía Legal, Pará pasó de tener un millón de bueyes en 1970 a 14 millones en 2017. Mato Grosso, de nueve millones a 24 millones. Rondonia, de 23.000 a casi 10 millones. Hoy la industria brasileña sacrifica más de 32 millones de bueyes al año y también otros animales de criadero: 3,8 mil millones de pollos (lo que representa 19 aves por persona) y 46 millones de cerdos.
La región Norte, donde está la mayor parte de la Amazonia, cuadriplicó el número de animales desde 1985 y en ese mismo periodo la región Centro-Oeste duplicó la cifra de bovinos. Hoy concentra el 34% de nuestros 214,7 millones de animales. Sí: Brasil tiene un buey para cada habitante.
Hoy, de las cinco ciudades con mayores rebaños bovinos, tres están en el Norte. Sin excepción, esas mayores zonas de producción son también áreas de ecosistemas esenciales y frágiles.
Donde hay vacas, hay cámaras frigoríficas. Así pues, los trabajadores también emprenden la gran marcha hacia el oeste, arrastrando consigo accidentes laborales. La investigación O Joio e O Trigo demostró que, en los 206 pequeños municipios que abrigan cámaras de este tipo, el índice de accidentes laborales es un 70% mayor que el promedio y un 212% mayor que el de ciudades del mismo tamaño.
Otro problema se entrelaza: el buey nunca estaría completo sin los granos. Al final de la década de 1970, la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria (Embrapa, por sus siglas en portugués), logró una hazaña tecnológica: crear una variedad de soja que prospera en el Cerrado, ese bioma fundamental que cubre gran parte de Brasil, un área marcada por largos periodos de sequía y condiciones hostiles.
La soja pasó de ser prácticamente nada en los años 80 a la tercera producción brasileña en valor a mediados de la década de 1990. Y luego, entre 1995 y 2019, su valor creció exponencialmente: 3.449%. El área cosechada se triplicó, de 11 millones a 35 millones de hectáreas. Sostenida por el grano, la provincia de Mato Grosso sobrepasó a São Paulo en PIB del agronegocio. El municipio de Sorriso se convirtió en el más rentable del país en términos agrícolas, habiendo producido 2,1 millones de toneladas de soja.
Cuando fui a la ciudad de Porto Velho vi los efectos de la construcción de los generadores hidroeléctricos Hermanas Jirau y Santo Antonio. Un proyecto de la dictadura que los gobiernos de Lula y Dilma se encargaron de concretar en la década pasada. La energía no es usada por los pueblos del Norte del país y es transferida al Sudeste por enormes torres que atraviesan Rondonia de punta a punta. En aquella época, los pescadores ya no podían subir por algunos tramos del río Madeira,y se quejaban de la desaparición de muchas especies de peces.
En el paquete de obras, se especulaba sobre la pavimentación de la BR-319, una carretera que enlaza las capitales de Rondonia y el Amazonas, Manaus, cortando uno de los tramos mejor conservados de la selva. Especulación, en el vocabulario amazónico, es sinónimo de deforestación. De nuevo, un proyecto de la dictadura. Pero le faltó a Dilma Rousseff el ímpetu autoritario necesario para llevar adelante la iniciativa, algo que Jair Bolsonaro no ha dudado en impulsar.
En la avenida principal de Vilhena, un comercio de lujo que contrasta con todo el entorno. Hay joyerías, concesionarios de coches, restaurantes y bares bien asentados. Ahora, cinco años después de mi anterior visita, veo por Google Maps que hay también un centro comercial. Las familias de los grandes propietarios, incluso aunque estén de paso, necesitan las distracciones de la gran ciudad, y los paseos ofrecidos por la naturaleza son considerados cada vez más un sinónimo de atraso.
En Brasil, el siglo XXI marca el momento de consolidación del concepto del agronegocio y de las fuerzas políticas que lo representan. El antropólogo Caio Pompeia, autor de A formação política do agronegócio (Editora Elefante, 2021), recuerda que los agricultores, los productores de soja, los fabricantes de fertilizantes y la comida basura iban antes cada uno a la suya. Pero en los años 80 y 90 la expresión “agronegocio” es importada de los Estados Unidos y comienza una articulación que en el siglo XXI quedaría más y más clara.
Este sector nombró al ministro de Agricultura de Lula y creó lo que hoy conocemos como la “bancada ruralista”: una fuerza política con control sobre un tercio o más de los asientos del Poder Legislativo, con capacidad para apartar a Dilma de la Presidencia y ser la garante del gobierno ilegítimo de Michel Temer.
Después llegó Jair Bolsonaro y, por primera vez, el agronegocio quedó a la izquierda del gobierno. Pompeia cuenta algo que mucha gente no vio: mientras los líderes de los sectores tradicionales del agronegocio apostaban por elegir a un presidente de derechas, en el interior profundo de Brasil se articulaba una campaña para elegir a un sujeto de extrema derecha. Tras mucho tiempo, volvemos a oír hablar de la Unión Democrática Ruralista (UDR), una entidad que agrupa lo más retrógrado de un sector, de por sí, conservador.
En Rondonia notaba que había algo distinto ocurriendo desde el punto de vista del pensamiento político. Existía una agenda política que no dialogaba con la sensatez, que se sustentaba en base a corazonadas sin fundamentos, con una fuerte influencia religiosa. Eran pensamientos a veces inconexos, delirantes, mágicos. En pequeñas comunidades de dos o tres mil personas había 10, 15, 20 iglesias evangélicas. Justamente en una provincia en la cual la iglesia católica había sido fundamental para articular a los campesinos en busca de la reforma agraria y del rechazo al latifundio. Personas que habían conquistado un trozo de tierra a partir de la movilización popular ahora se adherían a una lógica en la que nada se puede hacer: todo depende de los designios de Dios.
Ese encuentro entre religión y política formó un proyecto de poder: el avance de la soja y de la agricultura como un matrimonio de interés con Dios (o en su nombre). Esta vez, invirtiendo el sentido de los flujos históricos: desde el interior surge un proyecto político que avanza en dirección a la costa. Dos años más tarde, caminé algunos metros desde mi casa, en el centro de São Paulo, para admirar, sorprendido, una marcha gigantesca de personas vestidas de verde y amarillo que juraban que Brasil estaba bajo una dictadura comunista. Ocurrió lo que yo (y muchas personas) jamás hubiéramos esperado: aquel pensamiento delirante que hasta entonces yo atribuía a pequeños grupos había crecido debajo de nuestras narices.
La desindustrialización de Brasil ya iba a galope. Pero sobre el caballo de Bolsonaro emprendemos un viaje hacia los pensamientos más crudos y primitivos que la lógica colonial nos legó. Como en todo lo demás, en la economía de Bolsonaro solamente se emplea la arquitectura de la destrucción. Es en la minería, en el uso predatorio de la naturaleza donde él encuentra la respuesta para todo. Incluso para el placer.
Como dice el pensador argentino Horacio Machado Araoz, en el libro Potosí:
“Retrospectivamente, el exterminio originario de las poblaciones nativas de Nuestra América y el recurso antieconómico y abusivo a la violencia funcionarán como verdaderos actos de fundación, acontecimientos pedagógicos-políticos en los cuales esa aventura de la materia viviente científicamente nombrada como ”homo sapiens“ comienza a adentrarse en un aprendizaje cada vez más sistemático de un saber perverso: el arte de la crueldad y de la codicia como prácticas aparentemente infinitas y como sentido de la existencia”.
En los tiempos de Bolsonaro, el arte de la crueldad y la codicia queda desnudo. No hay intención ninguna de disfrazarlo, ocultarlo, de presentarlo con un ropaje moderno. Brasil arde en llamas desde hace dos años, sabemos que los incendios son criminales maneras de despejar para instalar animales, y pareciera que no hay nada que se pueda hacer para detener la marcha de la insensatez .
Brota un desprecio por los pueblos, es difícil escoger cuál es la declaración más grotesca del presidente acerca de los pueblos indígenas. Una, entre tantas de las que ha pronunciado Bolsonaro: “El indio cambió, está evolu… Cada vez más el indio es un ser humano igual a nosotros. Entonces, vamos a hacer que el indio se integre en la sociedad y sea realmente dueño de su tierra indígena, eso es lo que queremos aquí”.
¿Por qué mira Bolsonaro hacia los indígenas? Porque las tierras indígenas son uno de los principales espacios de preservación de los bosques. En ellas sueña con impulsar la minería, criar animales y plantar soja.
En los primeros meses de la pandemia, la divulgación de un vídeo completo de una reunión ministerial, determinada por la Justicia, no dejó ningún margen a dudas: estamos en manos de un gobierno de paranoicos y delirantes. El ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, afirmó que era hora de aprovechar la “distracción” creada por la COVID-19 para “pasar los bueyes”. Una expresión que tiene una connotación literal, de hacer que el buey cruce el portón del campo. Y en un sentido figurado, de hacer avanzar sus planes lo antes posible. El arte de la crueldad y de la codicia, al desnudo.
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