Descargas eléctricas, el himno de Rusia y gritos de “viva Putin”: los centros de detención rusos durante la ocupación de Jersón

La artillería lanzada desde el otro lado del río Dniéper resuena en los alrededores de una pequeña tienda de ultramarinos de Jersón, mientras Tatiana Dmitrona sale del comercio a paso lento, abrazada a una barra de pan. Con una bolsa en su otra mano, pasa por delante de un portón metalizado coronado con alambre de cuchillas, y continúa el camino hacia su vivienda. El rugido de las explosiones ya no le asusta, pero los gritos desgarradores, escuchados cada día desde el salón de su casa durante los meses de ocupación rusa en la ciudad, no llegan a dejar de sonar en su cabeza.

Los constantes chillidos procedían del otro lado del portón gris, del otro lado del muro situado frente a la casa de Tatiana, desde donde la mujer de 75 años escuchaba los aullidos de dolor de hombres y mujeres encerrados en uno de los centros donde oficiales rusos detuvieron y torturaron a civiles ucranianos, según la Fiscalía regional de Jersón. Un grupo de investigadores de crímenes de guerra concluyó a principios de marzo que una red de al menos 20 centros de tortura en la región de Jersón, al sur de Ucrania, fue “planeada y financiada directamente por el Estado ruso”.

Detrás de las paredes de uno de esos centros, gritó Viacheslav Lukashchuk. Su sonrisa remolona, la que dice ser su seña de identidad, no logra ocultar el dolor de los siete días que pasó detenido por las autoridades rusas durante la ocupación de Jersón. Junto a una cancha de baloncesto donde acaba de jugar una pachanga, Lukashchuk muestra un vídeo. En la pantalla aparece la bandera rusa. Los colores blanco, azul y rojo preceden a la imagen de un grafiti plasmado en un muro de Jersón durante los días de ocupación: “Gloria a las tropas ucranianas”.

Un hombre, de espaldas, agarra un rodillo y lo sumerge en un cubo de pintura verde. Empieza a borrar la inscripción, mientras una voz en off habla de “vándalo”, de “pintada extremista” y de “arrepentimiento”. En la parte inferior de la pantalla, un rótulo advierte de que se trata de la televisión difundida por la autoproclamada autoridad rusa en Jersón durante los meses de ocupación. El joven, con aspecto demacrado, dice ante la cámara: “Me siento culpable por esto y en el futuro esto no volverá a pasar”. 

Viacheslav guarda su teléfono de nuevo y tuerce su sonrisa. “Este soy yo”, dice el joven ucraniano de 27 años, casi seis meses después de la grabación forzada del vídeo por parte de los funcionarios rusos. Tras siete días de cautiverio, en los que asegura haber sido víctima de tortura y prácticas abusivas, sus carcelarios le permitieron volver a casa con la condición de tachar, delante de la cámara, una de sus habituales pintadas de apoyo a Ucrania. El vídeo fue difundido como parte del aparato de propaganda rusa en la región.

Pero Viacheslav insiste en empezar por el principio. Cuenta su detención despacio, en un relato plagado de detalles. El 12 de septiembre de 2022, su hermana le avisó de que “los rusos” se acercaban a su casa. Durante las semanas anteriores, había realizado distintas pintadas por la ciudad en apoyo a las fuerzas armadas ucranianas, una estrategia impulsada por civiles de Jersón para evidenciar su resistencia a la ocupación, que finalizó en noviembre del año pasado cuando Kiev recuperó la ciudad. 

Sabía que podría tener consecuencias. Eran diez militares, recuerda. “Preguntaron directamente por mí”, dice el joven. Requisaron la documentación de todas las personas que estaban en su casa en ese momento: él, su madre, su novia, su hermana y un amigo. “Registraron nuestros teléfonos. En una conversación con mi novia, vieron que habíamos comentado algo de la muerte de un colaborador –un ciudadano de Jersón que colaboraba con la ocupación rusa–”. Empezaron los golpes: “Un militar ruso me dio con el codo en la cabeza. Me dio otro golpe, caí al suelo. Me levanté, me dio otra vez. Y otra vez. Me empezó a golpear en las piernas, me pusieron de rodillas, me pegaban por todas las partes”. Su familia contemplaba la escena en el salón de su casa, sin poder hacer nada. 

Posible tortura en el salón de su casa

Un militar ruso salió de la habitación de Viacheslav con una camisa, de estampado militar, en la mano. “¿De quién es esto?”, preguntó, recuerda el joven. “Era mía, de cuando hice el servicio militar obligatorio antes de la guerra. Y se lo dije”, relata. Le golpearon aún más. “Me acusaban de muchas cosas y no era capaz ni de entender por qué. Me culparon de ser colaborador del Ejército y de enviar coordenadas de las posiciones rusas”, cuenta. 

“Estaban sacando los cuchillos. Me amenazaban con que iban a cortarme las orejas delante de mi familia, dentro de mi casa. Cuando me cogían la oreja, yo me resistía para evitarlo, pero me ataron las manos. Me acosaban de nuevo, me hacían preguntas. Me preguntaban quién recaudaba dinero para las tropas ucranianas. Metían y sacaban las balas de la pistola, presionándome todo el tiempo”, recuerda el joven. 

“Uno de ellos se acercó. Puso la pierna entre el cuello y el pecho. Estaba presionando, intentando asfixiarme. Después se calmó un poco, pero luego se fijó en una bolsa de plástico que estaba cerca. Me la puso encima de la cabeza. Y cerró la bolsa. Sentía que me asfixiaba”, continúa. “Al principio me estaba apretando el cuello con las manos, pero luego me cogió de la garganta, como si intentase arrancarme la nuez. Tiraba y tiraba”, dice el ucraniano.

Parece necesitar soltar todo, cada detalle de los abusos y posibles torturas sufridos antes de llegar al centro de detención. “Luego se acercaban todos, sacaban los cuchillos, me pegaban con el arma. Bromeaban entre ellos a mi costa: 'venga, que sería mi cuarta oreja'. Otro contestaba: 'la mía, la sexta'”, detalla. 

Hasta que, cuenta Viacheslav, un agente del servicio de inteligencia ruso entró de nuevo en el salón: “Es nuestro. Vamos a llevárnoslo”. Le dijeron que cogiese un gorro. No sabía para qué. Pronto lo descubriría. 

El centro de tortura

Después de obligarle a visitar distintos puntos donde había pintado grafitis, que tuvo que borrar y sustituir por una “Z” roja [el símbolo atribuido al Ejército del Kremlin], Viacheslav llegó al centro de detención. “Me metieron en una habitación oscura. Me dejaron ahí y me dijeron: 'te quedas ahí quieto o disparamos'. Pensaba que me iban a matar”, recuerda el ucraniano, a quien cortaron la goma que sujetaba su pantalón para que se le cayese. “Me decían: 'Estos hombres llevan mucho tiempo sin estar con una mujer. Te van a follar'”, relata. Después de golpearle una decena de veces con una porra en las piernas, le metieron en su celda, siempre según su relato. Era una cámara con tres camas, donde debían dormir siete personas, por lo que debían hacer turnos para descansar.

Lukashchuk cometió un error: mirar a los ojos a uno de los soldados rusos: “Me dijo: '¿Por qué me estás mirando?'. Uno de los agentes me golpeó en la espalda y me caí dentro de la habitación. No sabía qué hacer, cómo comportarme, entonces pregunté a los compañeros de celda. Hasta llegué a preguntar si me podía sentar en la cama. Todo me daba miedo”. 

Pronto supo cómo debía comportarse los prisioneros para reducir las posibilidades de ser agredido. Según la experiencia de Viacheslav, los detenidos no podían mirar a la cara ni a los ojos del personal del centro, que solía ir con el rostro semicubierto con pasamontañas negro. Lo primero que debía hacer a su llegada, le dijo un compañero, era aprenderse el himno de Rusia. “Cuando entraban agentes del centro, todos teníamos que levantarnos y mirar la ventana. Y todos teníamos que gritar a la vez: 'Gloria a Putin, gloria a Shoigú [Serguéi Shoigú, ministro de Defensa ruso] y gloria a Rusia”, explicita. 

En otro punto de la ciudad, Boris (nombre ficticio), otro civil que asegura haber pasado por el mismo centro de detención, relata la misma dinámica: “Siempre teníamos que decir 'gloria a Putin, gloria Shoigú y gloria a Rusia'. Te obligaban a aprender el himno de Rusia...”. Él fue detenido, precisamente, por negarse a decírselo a unos agentes rusos en el exterior del centro. “Vivo cerca de este centro y, la primera vez, me pararon y me obligaron a decirlo. No lo hice y me encerraron”, recuerda. La primera vez fue detenido cinco días. La segunda, 24 horas. Luego, fue trasladado a otro centro ubicado en los alrededores de la ciudad, donde estuvo un mes.

Se agacha y levanta su pantalón. Boris muestra las marcas que aún guarda de sus días en las prisiones rusas. Las aprieta con sus dedos. Aún sale pus de las costras. “Esto me lo hicieron con descargas eléctricas. Todavía no está curado”, sostiene el hombre, quien asegura tener las mismas heridas en su espalda.

“A veces te tumbaban en el suelo, ponían una toalla húmeda en la cara, conectan un cable en la mano y otro sobre el pene. Y, entonces, encienden la corriente. Cuando vertían agua sobre la toalla, sentía que me ahogaba. No hay palabras para describir cómo duele”, detalla Boris para ejemplificar la tortura que asegura haber sufrido en el mismo centro que Viacheslav. Ambos hombres, desconocidos entre sí, calculan que había unos 130 detenidos en el momento en el que pasaron por este centro.

Salir de la celda exigía un ritual. “Los hombres me explicaron que, cuando abrían los agentes, teníamos que salir al pasillo, ponernos el gorro en los ojos para no ver nada. Teníamos que salir, agachados y con las manos a la espalda. Preparados para que te llevasen a algún sitio”, continúa Viacheslav. Así fue como le trasladaron a los despachos donde, el primer día, fue interrogado en dos ocasiones.

“En cada sala vi manchas de sangre en las paredes. Me hicieron varias fotos y me revisaron todos los tatuajes. Luego pasaban las imágenes de los tatuajes por una especie de escáner, en el ordenador, para comprobar si coincidían con algunos símbolos”, dice. En los interrogatorios le preguntaban por los nombres de militares, jueces, policías. Le pedían direcciones, información sobre las posiciones ucranianas… Dijo no saber ninguna de las respuestas, cuenta. 

“La segunda vez, me dijeron: 'Si no nos dicen nada que nos interese, nos ocupamos de tu madre. Pero no dije nada”, recuerda. Tras ese interrogatorio,Viacheslav Lukashchuk pasó siete días encerrado en el centro sin salir de la celda. Al séptimo día, le llamaron. “Salí, me agaché, me puse el gorro, puse mis manos por detrás. Algunos me decían que debía bajar la cabeza al máximo, pero un soldado me dijo que por qué agachaba tanto la cabeza”, rememora, evidenciando su miedo a cualquier movimiento que pudiese molestar. “Me bajaron a la primera planta. Uno de los agentes me levantó la gorra para que yo pueda ver. Vi que tenía mi pasaporte y me preguntó: ‘¿Qué tal? ¿Has acogido al mundo ruso? ¿Ya estás de acuerdo con el mundo ruso? ¿Quieres volver a casa?”, cuenta. 

Le dijo que sí, que quería volver a casa. 

Después de acudir a borrar otra pintada de apoyo a las fuerzas ucranianas, la que sale reflejada en el vídeo publicado en medios rusos, el joven fue abandonado en un punto más o menos próximo a su casa. Primero caminó hasta casa de su novia, quien había sido retenida durante un día, para comprobar que estaba bien. Lo estaba y, juntos, fueron a su vivienda: “Vi que mi madre estaba recogiendo algo al lado de casa. Cuando vi que era ella estaba feliz. Estiré los brazos. Se dio la vuelta y, al ver que estaba delante, se puso de rodillas y se puso a llorar. Ya estaba en casa”.