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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Desfile de blindados, la tienda de Vardan y un té entre las bombas: una mañana en la calle que lleva al frente de Bajmut

Una caja bien embalada, protegida bajo una mesa robusta, guarda la antigua y valiosa vajilla de la madre de Lyudmila. Desde que los bombardeos se multiplicaron en Chasiv Yar, una de las localidades más próximas al frente de Bajmut, la mujer de 63 años empaquetó las elegantes piezas de porcelana soviética, de las que “ya no se encuentran”, para evitar su pérdida en caso de bombardeo. La señora llamó a un grupo de voluntarios para trasladar a sus mascotas a lugar más seguro. Pero ella se quedó.

Lyudmila no se ha ido de su hogar, localizado en una carretera secundaria que dirige a la asediada ciudad de Bajmut desde Chasiv Yar, un camino por donde el trasiego de blindados ucranianos es constante, un objetivo habitual de los proyectiles rusos, ubicado en la segunda línea de frente. A su alrededor varias casas han sido dañadas por el impacto de artillería. A unos metros de la puerta de su hogar, los mordiscos dibujados en la carretera por los proyectiles rusos recuerdan el riesgo ligado a su permanencia.  El incesante fuego cruzado sacude las paredes y el suelo de su vivienda.

Un vecino grita y alerta del mayor riesgo despertado en la zona, pero la señora no reacciona a sus advertencias. Lyudmila, enfundada en una bata de estar en casa, bebe un sorbo más de una de las pocas tazas de té que no ha protegido de la guerra. Habla de un restaurante de sushi donde trabajó su hija. Y luego recuerda a la protagonista de una conocida obra de ballet. 

“No tengo miedo. Ya he vivido mis años, he vivido bien, no tengo miedo”, repite la sexagenaria, sentada en la mesa que corona un salón oscuro ante la falta de gas y electricidad. Se preocupa por su porcelana y por sus mascotas, pero no teme por su propia vida.

Está preparada para lo que pueda pasar. “No salgo a ninguna parte. Ahora nos atacan mucho, en cualquier momento puede caer aquí y no habrá nada ya”, reflexiona con rotundidad, mientras se mueve acelerada por la casa en busca de algo de comida que poner sobre la mesa.  

La ofensiva rusa, encabezada por el grupo de mercenarios Wagner, ha logrado avanzar lentamente en las últimas semanas en un intento de rodear Bajmut con un asalto desde el este, el norte y el sur. Se trata de una ciudad situada al noreste de la región de Donetsk que ha sido, desde el pasado verano, foco de una encarnizada y costosa batalla que ha dañado la localidad, como muestran numerosas imágenes de edificios calcinados y destruidos.

Hay explosiones constantes y combates callejeros en algunas áreas, pero las fuerzas ucranianas todavía controlan la ciudad. Las autoridades ucranianas han dicho que seguirán defendiendo a Bajmut por ahora. Este lunes, tras una reunión del Estado Mayor, la presidencia de Zelenski informó de que los altos mandos abogaron por continuar la defensa de Bajmut y fortalecer “aún más” las posiciones ucranianas allí. Más tarde, en su discurso nocturno, el presidente dijo que los principales generales acordaron por unanimidad continuar, “no retirarse” y reforzar las defensas ucranianas.

De caer Bajmut, el frente podría desplazarse a localidades próximas como Chasiv Yar, cuya posición más elevada podría favorecer la defensa de las tropas ucranianas, apuntan algunos analistas. Las autoridades tratan de convencer a los civiles que aún permanecen en la ciudad para ser evacuados, pero cientos de habitantes, la mayoría ancianos, se niegan. Muchos no pueden ni refugiarse en los sótanos de sus edificios, ya que a excepción de aquellos que pertenecen a viviendas unifamiliares, están ocupados por los soldados ucranianos desplegados para defender Bajmut.

Lyudmila, y tantas otras vecinas, siguen en sus trece. Cuenta que su hija se encuentra en una ciudad ocupada por las tropas rusas -que prefiere no detallar por razones de seguridad-, que la escribe preocupada y la insiste en la evacuación. Y ella vuelve a decirle que no. Que quiere quedarse en la casa donde nació su madre y donde la vio morir.

Pero las lágrimas de Lyudmila se despiertan cuando habla su nieta. Cuando la señora la menciona, el caparazón fabricado para resistir el revés de la guerra parece agrietarse por unos segundos. Qué ganas tiene de verla otra vez. La joven, de 28 años, huyó a Rusia, no por razones ideológicas sino por necesidad: “Quería proteger a sus hijos y allí tenía familiares que podían ayudarla”. 

Desde Moscú, su nieta celebra haber podido hablar con su abuela hace dos días. “Estoy muy preocupada por ella. La amo mucho”, dice la veinteañera a elDiario.es a través de mensaje. También le pide que salga del agujero negro en el que se encuentra, pero su abuela mantiene su decisión. “Mi nieta me dice 'Abuela te quiero mucho, quiero verte mucho. Si te pasa algo voy a ir, voy a quitar escombros con mis manos, voy a buscarte’”, detalla Lyudmila desbordada de emoción. “Se me quema el alma con todo lo que está pasando”. Pero la mujer se retira las lágrimas rápidamente y corre a sonreír: “¿Más té?”.

Lyudmila dice no pasar hambre gracias a la ayuda humanitaria. Si algo le falta, acude a la tienda de Vardan. En esa misma calle convertida en una ruta de entrada y salida al frente de Bajmut, una pequeña mesa de madera se tambalea ante el paso acelerado de los blindados con dirección a la ciudad asediada por las tropas rusas. Sobre ella hay una decena de botellas de refrescos y bebidas energéticas. Nadie espera tras el mostrador improvisado, para encontrar al tendero hay que llamar a la puerta de un pequeño habitáculo construido a base de ladrillo y madera. En su interior, dos hombres comen un plato caliente, y una barra acumula varias barras de pan y pizzas precocinadas.

Es la pequeña tienda creada en plena guerra por Vardan Hosryan, un hombre armenio de 48 años. En verano, un bombardeo arrasó la finca y el ganado con los que se ganaba la vida. En otoño, construyó este pequeño espacio junto a su casa para tratar de salir adelante en medio de la contienda. “Casi no gano nada, porque también regalamos el pan a muchos vecinos o les cargamos el teléfono, pero al menos intentamos hacer algo”, dice el hombre.

Su socio, el azerí Ravshan, se encarga del suministro de productos del pequeño comercio improvisado, así como de otras tiendas de Chasiv Yar. Cada dos días viaja a Kiev, donde compra los alimentos para vender en la localidad próxima al frente. Hace una semana, vivía en Bajmut, donde regentaba un bazar que quedó destrozado como consecuencias de las constantes explosiones de la zona. “Por eso decidí irme. Allí ya no se puede estar”, dijo el hombre hace una semana. Ahora, su amigo armenio le acoge en su casa. “Como los rusos y los ucranianos, dicen que los armenios y los azerís somos enemigos, pero mira: eso todo es política. Tenemos diferentes opiniones, pero nos queremos y respetamos”, sostiene Ravwan en referencia al histórico conflicto entre Armenia y Azerbaiyán por el control del territorio de Nagorno Karabaj.

Cerca de la tienda de Vardan, el lento caminar de un anciano contrasta con la acelerada marcha de los vehículos militares que circulan por las calles embarradas de este punto de Chasiv Yar. Se dirige al área de la ciudad a la que recomiendan no aproximarse: el canal. Su vivienda está ubicada en esta zona de la localidad, azotada de manera aún más intensa por el fuego ruso.

El constante rugido de los bombardeos le empujó a huir y alojarse a un kilómetro de distancia, en casa de una familiar. Pero todos los días camina hasta un terreno en el que aún mantiene a sus perros. “Voy a darles de comer”, sostiene el señor, de unos setenta años, mientras continúa sus pasos, descompasados con el incesante sonido de las detonaciones.

De esa misma peligrosa zona, del canal, procede Gregorio. Él pedalea más acelerado con dirección a uno de los escasos puntos de suministro de agua de la localidad. Sin acceso a agua en su casa, utiliza su bicicleta para llenar varias garrafas, a pesar del riesgo. “Nunca se sabe cuándo va a caer. Da igual estar aquí, que allí. Ahora todo es peligroso”, asume el hombre antes de despedirse acelerado para volver a su hogar.

En la vivienda de Lyudmila todo parece en calma a pesar de la tensión del exterior. Bajo la mesa de la cocina de leña, junto a una aspiradora, sigue escondida la caja de sus tesoros. “Todo era de mi madre. Lo hemos guardado para que no se destruya, porque en la vida no se puede comprar algo parecido”, dice empeñada en salvar la vajilla. No importa si no es ella quien vuelva a disfrutarla.

“¿Por qué guarda con tanto cuidado la vajilla? Quizá es una pregunta sin importancia, pero ¿quiere regalársela a alguien?”. Lyudila sonríe. Sus ojos vuelven a encenderse: “No es ninguna pregunta tonta. Es para mi nieta”.