Chile cierra su octava semana de crisis sanitaria por el coronavirus con alrededor de 12.000 contagios y más de 170 personas fallecidas. La curva de crecimiento se mantiene entre los 350 y 450 casos nuevos diarios detectados y, por ahora, las previsiones más catastrofistas no se han cumplido en el país sudamericano. Si bien está entre los países de América Latina con mayor tasa de incidencia (59,6) –sólo por detrás de Ecuador (62,4)–, su índice de letalidad está entre los más bajos de la región (1,4) y se sitúa entre los países con mayor capacidad de hacer test de Latinoamérica (7.100 por millón de habitantes).
El primer caso de coronavirus se detectó el 3 de marzo. 12 días después, con 75 personas contagiadas, el gobierno de Sebastián Piñera ordenó la suspensión de clases. 72 horas después, cerraba fronteras, decretaba el estado de excepción constitucional e instauraba un toque de queda que, para muchos, recordó los peores momentos del estallido social de octubre.
Junto el ministro de Salud, Jaime Mañalich, su mano derecha en esta crisis, aplicaron un confinamiento obligatorio “selectivo y dinámico”, solo en los municipios o zonas del país con mayor cantidad de contagios. A pesar de la insistencia de los alcaldes y parte de la ciudadanía, ambos se han opuesto contundentemente a aplicar una cuarentena obligatoria extendida a todo el país.
Todavía es pronto para evaluar la gestión del Ejecutivo al frente de la pandemia, pero si la curva no se dispara, Chile podría evitar el colapso de un sistema sanitario que enfrenta la epidemia con una gran desventaja de partida: la desigualdad.
“Desequilibrios” de base
Hace apenas dos meses, el país se preparaba para reactivar la revuelta social iniciada en octubre y que el verano austral deshinchó. La gente había salido a las calles para expresar su hastío y exigir derechos tan básicos como la educación, las pensiones y la salud. La pandemia obligó a poner en pausa las movilizaciones en las calles, pero por estos días los chilenos y chilenas tienen más presente que nunca que sobrevivir al coronavirus (y a los estragos económicos que dejará) será más difícil para unos –la mayoría– que para otros.
En Chile coexisten el sistema de salud público, al cual está afiliado el 80% de la población, y el privado, articulado a través de las llamadas instituciones de salud previsional (isapres), aseguradoras privadas introducidas durante la dictadura de Pinochet. “Hasta hoy se ha sostenido al negocio privado. Con la vuelta a la democracia, se hizo el esfuerzo de fortalecer la red pública, pero la desigualdad existente por la falta de inversión pública sigue siendo muy importante”, explica el presidente de la Fundación Creando Salud y experto en Salud Pública, Matías Goyenechea.
El “desequilibrio”, comenta, se produce porque los recursos económicos que deberían distribuirse bajo una lógica solidaria entre ambos sistemas, pasan a funcionar como fondos privados. Por otro lado, el aparato público se mantiene con subsidios fiscales porque el aporte de los afiliados a través de las cotizaciones a la seguridad social es muy bajo, del 7%.
“Los recursos favorecen a las personas que necesitan menos atenciones de salud, que son más ricas y sanas”, asevera Goyenechea. Como ejemplo, cuenta que un 47% del total de horas médicas del país se dedican a atender a tres millones de personas, mientras que el 53% se destinan a los 15 millones de restantes. Según datos de la Organización Panamericana de Salud (OPS), Chile destina un 5% de su PIB en salud pública (estaría a 1 punto de cumplir el mínimo recomendado por el organismo) y un 3,4 en salud privada. El gasto de bolsillo representa el 34,8% del gasto sanitario, 10 puntos por encima de lo que registra España o el conjunto de las Américas.
“Los ricos tienen más probabilidad de ser diagnosticados”
25 km al sur del centro de Santiago se encuentra el municipio de La Pintana, uno de los más pobres de la periferia de la capital. Paulina Reinoso dirige la red municipal de centros de atención primaria de la zona: seis recintos que dan cobertura a 145.000 personas. Desde el inicio de la crisis sanitaria, en La Pintana se han registrado 107 contagios y una persona fallecida. La Región Metropolitana es la que concentra la mayor cifra de contagios. El virus se propagó desde la zona oriente, donde hay los barrios más acomodados, hasta el oriente, donde los casos ahora se empiezan a multiplicar.
Reinoso cuenta que a su municipio los test llegaron hace apenas un mes porque el Ministerio de Salud “no tenido en cuenta a la atención primaria para el abordaje preventivo de la epidemia”. En su opinión, las pruebas llegaron tarde. “No podíamos tener retorno de los resultados para contactar a las familias pintaninas y realizar los procesos preventivos y educativos necesarios”, se queja. “Aquí hay muchas personas que viven hacinadas en espacios muy reducidos por lo que la educación en prevención es fundamental”, añade.
“Estamos viendo inequidades transversales en la gestión de esta pandemia”, asegura Goyenechea. Apunta a dos aspectos concretos: el primero “los sesgos” en la capacidad de diagnosticar con el examen PCR: “los laboratorios privados asociados a las isapres concentran más de un tercio del total de los exámenes realizados en el país para el 20% de población con más recursos”, comenta. “Los más ricos tienen mayor probabilidad de ser diagnosticados”, añade.
En segundo lugar, menciona la desigualdad vinculada a la zona es geográfica. Cerca de un 80% de los exámenes se hacen en Santiago, según el académico, y hay regiones del país que no tienen capacidad para aplicar los test. “Si no diagnosticamos, tenemos menos casos, pero no porque la enfermedad no esté, sino porque no hemos hecho lo suficiente para detectarla”, subraya Goyenechea.
Matías Libuy es médico de urgencias del Hospital del Carmen de Maipú, otra de las zonas más grandes y populares de las afueras de Santiago. Se encarga de examinar uno a uno los pacientes que presentan sintomatología de coronavirus. “En los hospitales de la red pública nos encontramos con pacientes con mayores índices de enfermedades crónicas no transmisibles como hipertensión, diabetes u obesidad”, indica antes de recordar que el virus se comporta de forma más agresiva cuando existen este tipo de patologías. Se queja, también, de la “desigual distribución” de los médicos especialistas, concentrados en su mayoría en la salud privada.
“Nueva normalidad” y carnet de alta
A la espera la llegada del pico (que se prevé para dentro de dos semanas), el Gobierno –paradójicamente– ha decidido abrir una nueva etapa que ha bautizado como “la nueva normalidad”. Piñera considera que es momento de que los funcionarios públicos vuelvan presencialmente a sus puestos de trabajo y que, poco a poco, reabran centros comerciales y escuelas a partir de las próximas semanas. “No existe ninguna contradicción entre proteger la salud y proteger los trabajos y los ingresos”, indicó el presidente.
La decisión ha causado polémica entre trabajadores, profesionales de la salud y expertos que consideran que es precipitada. La presidenta del Colegio Médico, Izkia Siches, una doctora de 34 años que ha acaparado la popularidad por su cercanía con la ciudadanía, advirtió: “Es necesario no ser triunfalistas porque esto recién está partiendo”.
Para la nueva etapa, el ministro de Salud prepara la entrega de un carnet de alta para los recuperados de la COVID-19, pero, como en otras partes del mundo, la medida ha sido cuestionada. Mañalich insiste en llevarla adelante porque, dice, existe “una probabilidad muy alta de que esa persona no hará la enfermedad durante un tiempo”. Según él, la inmunidad dura “al menos tres meses”. El interrogante se abre más allá de ese tiempo, admite: “¿Dura un año, dos años, para siempre? No lo sabemos”.