Desmontando la falacia del gasto de España en defensa
A pesar del tiempo transcurrido desde la instauración de la democracia y la anulación del poder fáctico del Ejército, y de los giros que ha experimentado la geopolítica mundial desde el final de la Guerra Fría, en España sigue pendiente un debate en profundidad sobre el modelo de defensa que mejor responda a la defensa de sus legítimos intereses. Y así, cuando, como acaba de ocurrir, el gobierno de turno decide aprobar una nueva partida adicional al presupuesto de defensa, se vuelven a repetir los ya consabidos argumentos a favor y en contra, anclados en posicionamientos ideológicos que en gran medida han quedado desfasados.
Posicionamientos que se resumen, por un lado, en considerar que todo gasto en ese capítulo es puro militarismo y belicismo, al servicio de un supuesto complejo militar-industrial interesado en promover violencia por doquier; lo que, llevado al extremo, plantea como ideal la eliminación de los ejércitos y las empresas de defensa en nombre de una ensoñación que olvida que Caín no necesitó ningún arma sofisticada para matar a su hermano y que la voluntad de poder no siempre puede ser contrarrestada con buenas palabras.
En el otro bando se sitúan los que creen que, por definición, cuantas más armas se posean mayor será el nivel de seguridad logrado y, por tanto, dan la bienvenida a todo incremento del presupuesto en ese terreno, al tiempo que se afanan por convencer a propios y extraños del efecto positivo de dicho gasto (que prefieren considerar como inversión) en crecimiento económico, creación de empleo cualificado y avance tecnológico. Y así, unos y otros se encastillan en sus posiciones de partida, mientras es un hecho incontrovertible que el escenario de seguridad internacional se ha enrarecido todavía más y se mira el futuro con clara inquietud e incertidumbre en la medida en que asistimos a los últimos estertores de un orden internacional basado en normas que hace agua por demasiados sitios.
Con la declarada intención de alimentar ese necesario debate sobre lo que una sociedad como la española debe dedicar a la defensa de sus intereses cabe plantear dos cuestiones preliminares, una cuantitativa y otra conceptual.
La primera consiste simplemente en dejar de hacerse trampas al solitario. Es habitual situar a España como uno de los países que menos dedica a su defensa en el marco de la OTAN y de la Unión Europea. Ahora, cuando la tendencia dominante apunta a la necesidad (no explicada) de llegar de inmediato al 2% del PIB, como si eso fuese alguna garantía de seguridad, se sostiene que España solo llegará este año al 1,24%. Una falsedad que arranca de la interesada confusión entre el presupuesto del Ministerio de Defensa (más el de los organismos autónomos) y el gasto total en defensa.
Para desmontar esa falacia -en la que han participado todos los gobiernos hasta hoy, conscientes de que en términos electorales era lo mejor para sus intereses ante una sociedad escamada históricamente del militarismo franquista y proclive a posiciones pacifistas- basta con aplicar los criterios que la misma OTAN ha establecido para contabilizar el esfuerzo de todos sus miembros. Al hacerlo, como viene aclarando el Centro Delàs de Estudios por la Paz en sus detallados análisis desde hace tiempo, el resultado muestra que, en 2023, en lugar de los 14.453,8 millones de euros (1,13% del PIB) que el gobierno daba como cifra total, estábamos realmente en 26.208,43; o, lo que es lo mismo, en el 2,06% del PIB, por encima de ese sacralizado 2%.
Por eso cuando ahora el gobierno acaba de aprobar otros 1.129 millones de euros más -sin debate parlamentario, sin detallar ni siquiera su destino y cuando los presupuestos generales están prorrogados- no puede extrañar la crítica generalizada de quienes consideran que en las condiciones actuales -con tantas necesidades sociales por cubrir- algo así solo se explica por la creciente presión externa para sumarse a la oleada militarista que hoy define nuestro mundo y al notable peso de una industria de defensa que en demasiadas ocasiones acaba imponiendo sus criterios por encima de las consideraciones estratégicas de seguridad de los Estados.
Eso nos lleva a la cuestión conceptual. Todo gobierno democrático, enfrentado a la difícil tarea de atender necesidades infinitas con recursos finitos, debe establecer prioridades, sabiendo que la atención a unas tareas supondrá inevitablemente desatención de otras. En el terreno de la defensa el peso de la historia ha llevado a primar habitualmente las demandas de la seguridad del Estado -concretada fundamentalmente en garantizar la integridad territorial y la defensa de las fronteras exteriores frente a amenazas externas-, entendiendo que las fuerzas armadas constituyen la pieza central de todo el esfuerzo a realizar.
La crisis económica (2008) y la pandemia (2020), junto a los efectos de una globalización desigual que está dejando a muchos atrás, ha vuelto a plantear la necesidad de complementar ese enfoque con el de la seguridad humana. Un paradigma que no pretende sustituir al anterior, sino que entiende que tan importante es la defensa frente a enemigos externos, como el bienestar social, político y económico del conjunto de la ciudadanía. La paz social -derivada del convencimiento generalizado de que hay sitio para todos en el juego, satisfaciendo las necesidades básicas y garantizando el pleno respeto de los derechos fundamentales- y la paz exterior -dotándose de medios que disuadan, incluso por la fuerza si es finalmente necesario, a quienes tengan la tentación de apropiarse de lo ajeno- son, por tanto, componentes esenciales de una verdadera estrategia nacional de seguridad. Y no es buena señal que, como está ocurriendo, se siga retardando el debate y se siga relegando dicha paz social a una cuestión de segundo orden.
81