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Diez años sin saber qué pasó con los 43 estudiantes desaparecidos de México

Manifestantes contra la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa protestan en una de las entradas del Batallón 27 de Infantería, en Iguala.

Paula Vilella

Ciudad de México —
28 de septiembre de 2024 22:42 h

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“Nos seguimos manifestando porque fue el Estado, fueron los mismos elementos del Gobierno. Todos fueron partícipes”, dice Hilda Hernández mientras sostiene un cartel con una foto de su hijo durante una protesta en Ciudad de México. César Manuel había ido a Ayotzinapa desde otro estado del país para cumplir su sueño de convertirse en un maestro rural, pero desapareció hace diez años en lo que fue uno de los peores episodios de la historia reciente de México.

El 26 de septiembre se cumplió una década de aquella trágica noche en la que 43 estudiantes de entre 17 y 25 años de una humilde escuela para formar maestros rurales desaparecieron tras ser atacados y detenidos por la policía local. Desde entonces, apenas se han identificado los restos de tres de ellos y sigue sin saberse qué sucedió y dónde está el resto. A pesar de los esfuerzos por crear una comisión de la verdad y por invitar a expertos independientes internacionales, la investigación se topa una y otra vez con el muro de silencio de un ejército cada vez más empoderado, al que señalan por ocultar información y tener vínculos con el crimen organizado. 

Ayotzinapa es un ejemplo paradigmático de la impunidad y la corrupción que ahogan a México y se convirtió además en caso emblemático de una crisis de violencia y desapariciones mucho más amplia. Desde que el presidente Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico en 2006, más de 116.000 personas permanecen desaparecidas y se registran más de 30.000 homicidios por año. En ese momento, el ejército salió de los cuarteles para enfrentarse al crimen organizado y realizar tareas de seguridad pública. Con el tiempo ha ido acumulando cada vez más poder y estableciendo complejas relaciones con aquellos a quienes debía derrotar. 

Guerrero es un estado empobrecido en el centro de México, con grandes extensiones de cultivos de amapola (ilegales) controladas por una serie de grupos del crimen organizado en constante cambio y donde la línea entre Estado y criminalidad no existe. Y también es un lugar con una gran tradición de lucha y organización social, ya desde los movimientos guerrilleros de los años 70. Así que los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa permanecen unidos e incansables al pie del cañón. La desaparición pospone su duelo, y ellos continúan en la búsqueda defendiendo que, hasta que no aparezcan, siguen vivos. “Políticamente” vivos, como cantan en consignas en las marchas. 

Andrés Manuel López Obrador deja su presidencia el próximo 1 de octubre en manos de su sucesora, Claudia Sheinbaum, sin haber dado las respuestas que prometió. “El presidente aprovechó la oportunidad de nuestro dolor para decirnos que iba a castigar a los culpables. Esperamos que como mujer, como madre, la nueva presidenta tenga corazón. Se tiene que saber qué ocurrió para que no siga sucediendo”, dice Hernández, que perdió la esperanza de encontrar a su hijo a los seis meses de la desaparición. 

¿Qué pasó aquella noche?

Quizás esta historia arranque en realidad mucho tiempo atrás: el 2 de octubre de 1968. Ese día, elementos del ejército y grupos paramilitares que trabajaban en estrecho contacto con el presidente del momento atacaron a los asistentes a una protesta contra la represión estudiantil. Se estima que murieron entre 300 y 400 personas. Es lo que se conoce como la masacre estudiantil de Tlatelolco y desde entonces, año tras año, ese día se concentran en Ciudad de México miles de personas para no olvidar que ese pasado puede repetirse. 

Los alumnos de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa también tenían planeado asistir. En Guerrero, “secuestrar” autobuses por parte de los normalistas para trasladarse a este tipo de protestas es una práctica común, tolerada por gobiernos y empresas que hacen la vista gorda. Así que el 26 de septiembre un centenar de estudiantes fue hasta la vecina localidad de Iguala, pero esta vez la reacción de las autoridades fue sorpresiva y desmedida. Para impedir que salieran de la localidad con los autobuses, un grupo de policías locales y civiles armados abrieron fuego contra los vehículos y cerraron el paso a cinco de ellos. Los ataques continuaron durante la noche: seis personas murieron (algunas ejecutadas) hubo más de 40 heridos y 43 estudiantes de primer curso fueron detenidos. Y ahí es donde se vuelve más complicado seguirles la pista. 

Una red criminal protegida por el ejército y la policía utilizaba autobuses de pasajeros para pasar heroína a Estados Unidos. Según un informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, era el caso de uno de ellos y la violencia atípica contra los estudiantes, un mensaje: con nuestros autobuses no se juega. 

La “verdad histórica”

La habitual narrativa de la víctima propiciatoria, que andaba “en malos pasos” [iba por el mal camino] y tenía relación con el crimen organizado, no cuadraba en esta historia y la población se lanzó a las calles de forma multitudinaria para exigir una investigación. 

“El Gobierno federal intentó involucrar a los estudiantes con el crimen organizado, en un segundo momento trataron de involucrar a las policías locales y al presidente municipal…. Cuando se dieron cuenta del apoyo social fue cuando crearon la verdad histórica”, resume Paulina Barrera, investigadora de la Universidad del Atlántico Medio (UNAM).

Para salir al paso de la presión pública, la Fiscalía y el Gobierno del presidente Enrique Peña Nieto quisieron dar carpetazo al caso con lo que denominaron “la verdad histórica”: que los policías municipales entregaron a los estudiantes al cartel Guerreros Unidos, que los habían confundido con miembros de un grupo rival y habían sido ejecutados e incinerados en un basurero. 

Pero los peritos independientes que llegaron desde fuera de México para observar la investigación descartaron por completo esta versión. Tanto el Equipo Argentino de Antropología Forense, nacido en los 80 para dar con los desaparecidos de la dictadura de su país, como los juristas y médicos que integraron el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes presentaron las mismas conclusiones: irregularidades, contradicciones, falta de evidencia, y testimonios dudosos basados en torturas. La “verdad histórica” era insostenible y pidieron que se abrieran nuevas líneas de investigación.

“Hay dos dimensiones criminales: la desaparición de los muchachos y la decisión política de cerrar el caso con una versión falsa”, apunta Santiago Aguirre, director del Centro ProDH, organización de derechos humanos que ha acompañado a los familiares en su batalla. Para Aguirre, “de 2014 a 2018, las familias resistieron a la imposición de una mentira desde el poder”. Fue entonces cuando Andrés Manuel López Obrador llegó al poder.

El muro del silencio del Ejército

El 3 de diciembre de 2018, el presidente Andrés Manuel López Obrador abrió las puertas del Palacio Nacional a los padres y madres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Llevaba apenas dos días en el poder pero ya desde la campaña había tomado el caso por bandera. Uno de sus primeros actos fue recibirlos y ordenar por decreto la creación de una Comisión para la Verdad para llegar hasta el fondo. “Vamos a conocer lo que realmente sucedió, que se sepa dónde están los jóvenes y se castigue a los responsables”, dijo en ese momento.

Esta voluntad política inicial dio sus frutos. Se empezó a procesar a los culpables, se recuperó evidencia que estaba perdida, se ofreció una disculpa pública... En 2020, desde un laboratorio de genética de Austria llegó una noticia esperanzadora: se habían logrado identificar los restos óseos de Christian Rodríguez. Un año después, identificarían los de Jhosivani Guerrero. Ambos se encontraban en lugares distintos al basurero de Cocula y así terminaba de caer la “verdad histórica”. 

En 2022, todo cambia. La investigación encalla y la necesidad de dar resultados públicos marca el destino del caso. “Había una intención genuina pero al final se les fue el tiempo y cayeron en lo mismo: precipitar conclusiones que no habían sido verificadas”, considera Aguirre. 

“Los expertos internacionales dejan su tarea, se le encargó el caso a personas que no tenían la competencia, se toleró que el ejército ocultara información….”, enumera. 

Tanto la Comisión de la Verdad como el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) denunciaron que el ejército se negó en rotundo a dar información de las bitácoras de órdenes y eso que se ha comprobado que algunos de los muchachos pasaron aquella noche por un cuartel militar de la zona. No es la única vez que callan. La Comisión de la Verdad de la Guerra Sucia también ha denunciado la opacidad del ejército, que le ha cerrado la puerta para investigar los crímenes de Estado contra los movimientos sociales en el último cuarto del siglo XX. 

Barrera, que estudia la concentración de poder y militarización del país, explica que en México “las fuerzas armadas no están dispuestas a ceder en información ni en reconocimiento de responsabilidad. Si el problema de impunidad no fuera tan grande, en un caso como este tan grande se sabría algo más. López Obrador ha cerrado filas con las fuerzas armadas, a las que considera ”su brazo derecho“. Está a punto de salir adelante una reforma a la Constitución que abre las puertas a militarizar cualquier sector del país. 

A la par, desde su rueda de prensa diaria cada mañanera, López Obrador trató de desarticular el movimiento y deslegitimar a las familias, asegurando que están siendo manipuladas por los abogados y las organizaciones de derechos humanos, a los que incluso ha intentado dejar fuera en las reuniones.

El futuro de la lucha

El 1 de octubre se inicia un nuevo sexenio con Sheinbaum a la cabeza. La presidenta electa ya ha adelantado su encuentro con las familias de los 43. “Las familias tienen experiencia. Valoran el gesto, pero saben que, si no se traduce en medidas rápidas, no van a tener resultados”, dice Aguirre. Para Barrera “no hay esperanza en que pronto vayan a dar una respuesta clara a las familias”. 

Los últimos dos años no han sido favorables para esta lucha: se abandonaron las instituciones encargadas de buscar personas desaparecidas e identificar los restos, se manipularon las cifras y se dio poder al ejército. “En este contexto más amplio es difícil que haya esperanza para un caso como este”, dice Aguirre. 

Por ahora, las familias reclaman que se pongan a nuevos responsables al frente del caso, que se traigan a los prófugos, que consigan que el ejército facilite la información que se les ha pedido y que continúen las búsquedas de campo para encontrar los restos, identificarlos y que puedan hacer el duelo. “Hasta que no aparezcan todos, los familiares no van a cejar en su empeño, van a ser siempre una piedra en el zapato, interpelando a cada nueva administración”, dice Aguirre. “Como padres nos motiva seguir encontrando la verdad, la evidencia palpable de qué pasó con ellos. No hay quien nos pare”, avisa Hernández.

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