Así como tuvieron que pasar años, hasta 2005, para descubrirse el programa secreto de secuestros de la CIA que se había iniciado en realidad cuatro años antes, en 2013 el mundo se enteraría también que las ejecuciones extrajudiciales con drones nacieron también en aquella época. Pero junto a ese dato se supo también que hubo 48 ataques de ese tipo en los ocho años que Bush estuvo en el poder, mientras que Obama adoptó los asesinatos con drones como su método favorito, como el arma ideal, y al cumplir cinco años como inquilino de la Casa Blanca ya llevaba más de 390 ataques realizados en Pakistán, Irak, Afganistán, Yemen o Somalia, que provocaron la muerte de entre 4.000 y 5.000 personas, buena parte de ellas civiles.
Solo tres días después de asumir el poder, el 23 de enero de 2009, cuando seguían escuchándose en todo el mundo los elogios a Obama por acabar con la cruzada de Bush, el flamante presidente ordenaba su primer ataque con drones. Sucedió en Pakistán, murieron entre 7 y 15 personas, la mayoría de ellas civiles, simples daños colaterales para la CIA. Meses después, en diciembre de ese año, el presidente ordenaba su primer ataque en Yemen, contra lo que, según la CIA, era un campamento de Al Qaeda al sudeste de la localidad de Al-Majala. Fue un ataque combinado con misiles disparados por un drone y bombas de racimo. Luego se conocería que habían muerto 14 mujeres y 21 niños.
Y, cuando poco después, solo 11 meses después de llegar al poder Obama fue a Oslo a recoger su Premio Nobel de la Paz 2009, ya habían muerto por los ataques de drones más personas que durante los ocho años de mandato de Bush.
Obama creyó encontrar en los drones la fórmula ideal para dar continuidad a la guerra contra el terror de Bush, y a su vez evitar el rechazo nacional cada vez mayor que provocaba en EEUU la muerte de los miles de jóvenes soldados caídos en las guerras de Irak y Afganistán. El mediático presidente vio también que la guerra protagonizada por drones dirigidos por control remoto desde miles de kilómetros de distancia, le permitía a EEUU evitar el rechazo de la comunidad internacional ante el cúmulo de atropellos a la población civil que siempre van vinculados con las intervenciones de sus tropas en conflictos en el extranjero.
Él, el hombre que reivindica a Luther King, el hombre defensor de los derechos humanos, el presidente a quien pocos meses después de asumir el poder se le otorgó el Premio Nobel de la Paz no por sus hechos sino simplemente por sus promesas, es el que no ha tenido ningún reparo moral a la hora de ordenar personalmente ejecuciones sumarias en lejanos países, con o sin el consentimiento siquiera de sus propios gobiernos y sin que medie en ningún caso una declaración de guerra.
Todos los martes por la mañana el presidente mantiene una reunión con el gabinete antiterrorista constituido por Jack Brennan, exconsejero jefe en materia antiterrorista de Obama y actual director de la CIA; Thomas E. Donilon, consejero nacional de Seguridad, y otras dos decenas de altos cargos de otras agencias de Inteligencia y de las fuerzas armadas.
Obama instauró estas reuniones en la Situation Room de la Casa Blanca para controlar de forma personal la kill list que le ofrecen sus asesores semanalmente. Son ellos los que eligen los candidatos, generalmente sospechosos de pertenecer a algunas de las organizaciones que forman parte de Al Qaeda o que tienen algún acuerdo con ella. El presidente analiza el dossier de cada candidato, los cargos existentes contra él, la importancia de su responsabilidad en la escala terrorista, examina fotos, vídeos, se le proporcionan datos sobre su localización, sobre su situación familiar, sobre las posibilidades de alcanzarlo con un misil disparado desde un drone, los riesgos de daños colaterales (léase, muerte de civiles) y los previsibles efectos que pueda producir su ejecución extrajudicial.
Con esos datos en la mano, el presidente evalúa los pros y los contras de esa operación clandestina, valora las consecuencias políticas, y decide matar o perdonar al candidato, como los antiguos reyes absolutistas, o como el César hace tantos siglos, cuando, tras una contienda entre gladiadores en el circo romano, indicaba con su pulgar, con un gesto hacia abajo o hacia arriba, si el gladiador vencido en la arena debía morir o no.
Obama parece copiar la metodología practicada desde hace años por Israel, donde un equipo compuesto por representantes de las fuerzas armadas, del Mossad, y asesores antiterroristas, ofrece al primer ministro periódicamente la carta con los distintos candidatos a morir víctimas de un misil lanzado por un drone; por medio de los disparos de fuerzas especiales camufladas actuando en territorio palestino ocupado, o por agentes del Mossad llevando a cabo asesinatos selectivos en el exterior.
En no pocas ocasiones, los ataques realizados con drones no tienen ni siquiera como objetivo a combatientes terroristas, sino a civiles «peligrosos».
Fue este el caso del imán estadounidense Anwar al-Awlaqui, asesinado en Yemen en septiembre de 2011, no por empuñar un arma contra objetivos de EEUU sino por sus llamamientos a la yihad. Su hijo adolescente sería asesinado también «por error» dos semanas más tarde.
La polémica de los asesinatos selectivos se desató en EEUU fundamentalmente a partir de esa ejecución. Era la primera vez que el propio gobierno estadounidense ordenaba matar a sangre fría en el extranjero a un ciudadano estadounidense. Se exigió transparencia sobre ese programa letal ejecutado a través de drones; se preguntó sobre cuál era la legislación que lo amparaba.
El director de la CIA, que es desde 2009 el principal supervisor de las ejecuciones con drones que tiene Obama, sintetizó la postura del gobierno con estas palabras: «Debemos optimizar la transparencia en estos asuntos, estoy de acuerdo, pero, al mismo tiempo, debemos optimizar el secretismo y la protección de la seguridad nacional».
En esas operaciones clandestinas realizadas en cualquier región del planeta, en esas ejecuciones, siempre mueren civiles, ciudadanos que no aparecen en ninguna lista. Y es que para la CIA y el Pentágono todo varón «en edad de combatir», es contabilizado automáticamente en la lista de los «combatientes enemigos» abatidos. Y si en el lugar del ataque mueren bebés, niños, mujeres o ancianos, en el mejor de los casos entran en la categoría de daños colaterales y puede que hasta sus familiares o su clan reciban alguna indemnización.
Y los drones de Obama son solo una punta del iceberg, una pequeña muestra del mundo bélico que viene, un adelanto de la guerra robótica, de la futura guerra entre drones, aviones y helicópteros, de los camiones militares sin conductor, la guerra entre soldados-robot, de los videojuegos convertidos en realidad, donde el control de la alta tecnología jugará un papel fundamental, donde quien la controle, quien tenga el control de esas Play Station letales tendrá el poder, y el que no la tenga seguirá poniendo los muertos.
Los drones, al igual que toda una amplia variedad de artefactos mortíferos preparados para la guerra robótica y todos los que están en vías de experimentación, multiplican aún más la superioridad militar de EEUU y cuestiona totalmente el sistema defensivo de cualquier país, e inicia una nueva era en la historia del imperialismo estadounidense aún más peligrosa para el mundo.