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EN PRIMERA PERSONA

Ecuador, un país preso en su infierno

Policías y militares entran en la Penitenciaría del Litoral, el 7 de enero de 2024 en Guayaquil, Ecuador, tras la fuga del narcotraficante José Adolfo Macías, alias "Fito".

Guillermo Gurrutxaga Rekondo

27 de enero de 2024 22:26 h

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Restaurantes con su cocina de gas y sus mesas; barbería; una tiendita como la de cualquier barrio, en cuyo exterior, un pasillo largo, colgaba un pequeño cartel publicitario de Porta, entonces una de las tres compañías que ofrecían servicios de telefonía móvil en el país. No había duda, ahí se vendían, con anuncio y todo, tarjetas de prepago. Como periodista en contacto con presos más sospechosos de ser inocentes y víctimas de un sistema corrupto que culpables, era algo que agradecía, aunque no dejaba de sorprenderme: podía saber qué ocurría en cada momento dentro de la cárcel, solo dependía de que el detenido tuviera saldo en su celular. Varios de ellos, de hecho, formaban parte de mis fuentes estables. De vez en cuando los móviles se los incautaban en alguna redada, más tendente a buscar el pago de coimas a los guías penitenciarios —como se conoce en Ecuador a los funcionarios de prisiones— que a mantener el orden. También había perros y gatos a los que cuidaban como mascotas. Aún más chocante se hacía la presencia de mujeres y niños que entraban en los días de visita, pero que, en algunos casos, pernoctaban allí con sus familiares presos.

La Penitenciaría del Litoral era solo una proyección tras los muros de la violenta división en clases sociales que existía fuera. Quien tenía dinero podía acceder a un rico encebollado o a un cebiche de camarón. Con su cervecita fría. Tenía incluso seguridad propia: había presos que custodiaban la entrada a los pabellones de más alto standing, donde las comodidades abarcaban desde aire acondicionado al ordenador. Por el contrario, durante la hora de la comida que la peni ofrecía a sus huéspedes forzosos, las colas se hacían interminables para quienes solo tenían para ingerir aquellas patas de pollo bañadas en un caldo sospechoso. Quien llegaba último quizás no comía ese día.

La celda de castigo era también, sobre todo, para ellos, para quien no pudiera pagar. Una puerta de hierro daba acceso a una ‘habitación’ de cemento donde una decena de presos cumplía algo peor que un castigo. Semidesnudos y sudorosos, costaba pensar que seres humanos pudieran permanecer mucho tiempo ahí. El olor que emanó de allí en el poco tiempo que este periodista pudo acceder a ella no se olvida. Más tiempo permaneció en ella Daniel Tibi, quien en una entrevista publicada el 21 de enero de 1998 en el periódico Expreso de Guayaquil, la describía así: “Es como un basurero. Un lugar de cuatro paredes con un chorro de agua que supuestamente es para tomar —beber—. Además, hay un hueco para defecar. No hay nada. No entra la luz, hombres tumbados sobre el rígido suelo, ni un solo colchón”. Aquello me lo contó por teléfono, pero fueron varias las veces en las que Tibi y yo nos sentamos en su celda. Allí estaban las guitarras que construía durante el presidio y el ordenador en el que fue plasmando lo que ya entonces era su proyecto de memorias. Ya en libertad, la Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció en 2004 que, Tibi, de nacionalidad francesa, fue torturado y acusado de narcotráfico injustamente.  

No era mucho mejor que el de la celda de castigo el hedor que llegaba desde la enfermería, donde algunos presos permanecían tendidos en camastros con escasos signos de atención, salvo algunos vendajes. Era finales de los 90. El abandono de las cárceles presagiaba ya un polvorín. En 1997 el Gobierno anunció un plan de obras destinado a cambiar la situación en aquella Penitenciaría del Litoral, la más poblada de Guayaquil.

Un sistema corrupto

Pasados dos años del anuncio, visitamos aquellas ‘obras’. Lo hicimos, como siempre, acompañados por presos, que eran quienes se encargaban de nuestra seguridad. Una vez que franqueábamos la entrada estábamos en sus manos, no existía autoridad externa. De hecho, en alguna ocasión nos asaltaba el temor de que no nos dejaran salir. ¿Alguien sabía que estábamos dentro? La peni era una microciudad superpoblada, cerrada por muros en la que convivían infractores de las leyes de tráfico, pequeños consumidores de droga, padres separados que no pagaban la pensión de alimentos, violadores, asesinos y víctimas de un sistema corrupto que les acusaba de cualquiera de esos delitos con la finalidad de sacarles una coima.

Visitamos las dependencias donde el Gobierno había anunciado aquellas obras que, entre otras cosas, debían mejorar la cocina y la enfermería, ambas en estado deplorable. En realidad, lo estaba toda la prisión. Casi nada había cambiado, pero pedimos facturas. Y, sorpresa, el presupuesto se había ejecutado. ¿En qué? En diario Expreso publicamos En la peni de Guayaquil se pagaron 1.372 millones por obras de papel. Era el 25 de mayo de 1999. Aquellos muchos millones de sucres suponían, al cambio de entonces, aproximadamente 300.000 dólares, unos 276.000 euros.

Al día siguiente, recibimos una llamada desde Quito. Era desde la Dirección Nacional de Rehabilitación Social, de la que dependían las prisiones. Nos ‘invitaban’ a viajar a la capital del país para “completar la información”. Les dijimos que no veíamos necesario ese viaje. Si tenían algo nuevo que aportar —no lo hicieron antes de la publicación— podían hacerlo a través del teléfono y por correo electrónico. O acudir ellos a la redacción, situada en Guayaquil, la ciudad más poblada y con la cárcel con más reclusos que les correspondía gestionar.

No recuerdo exactamente las palabras que escuché al otro lado del teléfono, salvo un “usted es extranjero” al que le siguió una especie de “tenga cuidado” y que se cerró, en todo caso, con tono de velada amenaza. Como tal me quedó grabada en el cerebro. La Fiscalía avaló la investigación periodística mediante la apertura de su propia instrucción, pero el fiscal encargado del caso me confesó que el Ministerio Público tenía las manos atadas. ¿Injerencia política? Ni falta hizo. Simplemente, el fiscal no tenía dinero para movilizarse hasta la Penitenciaría del Litoral, situada a más de 20 kilómetros del centro de Guayaquil.

El abandono de la peni llegaba a tal punto que se consideró más práctico construir junto a ella otra cárcel conocida como La Roca, de máxima seguridad, pero de la que ya anteriormente se había fugado José Adolfo Macías Villamar, alias Fito, jefe de la banda de los Choneros. La Roca fue construida junto a la peni no por mejorar el sistema de reinserción, sino por el temor a la inseguridad, lo que llevó a la élite económica de Guayaquil, la principal ciudad y capital económica del país, a promoverla.

Una situación (casi) sin precedentes

A Fito se le vincula con algunos de los principales carteles de la droga mexicanos. Desde que el pasado 7 de enero se conoció su huida desde la Regional —también construida junto a la Penitenciaría del Litoral ante la dificultad de controlarla— se desató una situación que la ciudadanía ecuatoriana, acostumbrada y resignada a casi todo, nunca había vivido. Bueno, casi. La incursión, el pasado 8 de enero, de personas armadas que se autodefinían como de la mafia enTC, el principal canal de televisión de Ecuador, en pleno directo, recordó a la toma de canales y radios por militares golpistas que aún hoy pervive en otras latitudes. 

La declaración de “guerra interna” por parte del actual presidente, Daniel Noboa, aunque inédita, tiene sus antecedentes en las declaraciones de emergencia y estado de excepción a los que han acudido los distintos gobiernos ecuatorianos. Ecuador ha vivido tiempos de mayor tranquilidad, pero ya en aquellos finales de los 90 los militares irrumpían en las discotecas para obligar a los rezagados de la noche a encerrarse en sus casas ante la violencia que sacudía sus calles.

Las estadísticas hablan de que en los primeros días de este “conflicto armado” contra las bandas hay 1.300 detenidos que seguirán atestando, entre otras, la peni. En esta guerra sin uniformes un simple tatuaje puede llevar a que alguien sea identificado como enemigo. El país, y, sobre todo, la tropical Guayaquil, hizo hace tiempo ya de las armas sus compañeras de baile. El año pasado, el entonces presidente Guillermo Lasso facilitó su compra y tenencia.

El caldo de cultivo de las mafias

También en la peni se ha danzado entre motín y motín violento. La última fiesta ‘privada’ de presos que trascendió tuvo lugar en octubre de 2022. Existieron siempre, pero ahora se graban y se difunden en redes sociales muestras de ese abandono que han hecho de las cárceles un caldo de cultivo para su control por las mafias en un país situado entre Colombia y Perú, principales productores mundiales de cocaína. El año pasado la policía ecuatoriana contabilizó 7.592 muertes violentas, lo que sitúa su tasa de homicidios por encima de los 40 por cada 100.000 habitantes.

Ecuador es, ahora mismo, el país más violento de América Latina. Las bandas vinculadas al narcotráfico no respetan a nadie: el 13 de diciembre pasado, cuatro hermanos, entre ellos un bebé de cinco meses, y el mayor, de siete años, fueron acribillados a balazos en su casa. Sus padres sobrevivieron. Esta vez no se puede decir aquello de que corrieron mejor suerte. Fueron víctimas de unos sicarios que, supuestamente, se equivocaron de blanco. Solo en 2023 fueron asesinados en el país 770 niñas, niños y adolescentes.

Por otro lado, difícilmente la población ecuatoriana, con sus elevados índices de pobreza, iba a exigir una mejor atención de la población reclusa. No hace falta acudir a estadísticas antiguas: según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos de Ecuador, actualmente el 32% de la población, es decir, prácticamente un tercio de la misma, es pobre. Y un 14% del total de ecuatorianas y ecuatorianos están por debajo del umbral que marca la pobreza extrema. Las actuales cifras suponen un evidente empeoramiento frente al 21,5 y 7,9%, respectivamente, que se alcanzaron en diciembre de 2017 bajo el recién estrenado mandato de Lenin Moreno, quien sucedió a Rafael Correa, del que fue vicepresidente y de quien recogió la herencia de una pobreza y unas cifras de violencia en clara disminución. Correa, quien cogió diez años antes las riendas del país con cifras peores a las actuales, está condenado a ocho años de cárcel por corrupción en el caso Sobornos, en el que la Justicia ecuatoriana lo sentenció tras un proceso que el Gobierno de Bélgica cuestiona con su protección al exmandatario como refugiado político.

Abusos y sobornos

Recuerdo casos de presos de la peni cuyas boletas —órdenes— de libertad ya habían sido emitidas. Pero debían pagar para que llegaran al centro de reclusión y se hicieran efectivas. A veces, el cohecho era para que, por fin, un juez les comunicara la causa que los mantenía privados de libertad. Para ello, debían ser trasladados al Palacio de Justicia de Guayaquil, al que, en la calle, la gente llamaba “la casa de la Moneda”, en una referencia que nada tenía que ver con el palacio presidencial chileno.

Actualmente, el salario básico de un juez es de unos 2.200 euros, según publica en su web el Consejo Nacional de la Judicatura. Proporcionalmente, está muy por encima del de finales de los 90, donde la inflación, además, llegó a ser del 50%. Por su parte, el salario de un guía penitenciario no alcanza los 900 dólares mensuales, 828 euros. Algo superior es el de policías y militares. También en proporción, su situación es ostensiblemente mejor que la de finales de los 90. Con todo, la canasta básica, es decir, el mínimo para que una familia pueda subsistir en Ecuador, era, en 2023, de 766,62 dólares, poco más de 700 euros. Ganarse la vida poniéndola en riesgo sigue cerca del umbral de la pobreza, frente al poder del narco que, según la última estimación del Centro Estratégico de Geopolítica (CELAG), blanquea cada año unos 3.200 millones de euros en el sistema financiero ecuatoriano.

Algo más parece haber evolucionado en el país: de las coimas se ha pasado a las vacunas que las bandas exigen para que una persona pueda mantener su pequeño negocio, la vida propia y la de su familia. Por lo demás, la vida en la peni parece no haber mejorado. Como prisión más grande de Ecuador, un país en permanente crisis carcelaria, es también la que más muertes encierra tras sus muros. No hay una estadística precisa capaz de sumar tantas, incluidas la de guías penitenciarios, policías y familiares en visita, pero solo en la jornada del 28 de septiembre de 2021 se contabilizaron 119 fallecidos.

Al día siguiente de saber que un juez ecuatoriano había sobreseído su caso tras más de dos años en la peni y de que, por tanto, saldría libre, Tibi me recibió en su celda. Físicamente había mejorado, pero, más allá de su delgadez, su rostro mostraba aún las llagas provocadas por el impétigo, una infección bacteriana, más común en niños. En la cárcel había perdido visión, tenía un pómulo hundido. Me habló de sus memorias. “Ahora tengo un pequeño problema con el título —me confesó, tal y como recogió Expreso el 5 de septiembre de 1997—. No sé si comenzarlo con la palabra circo o con infierno”. Se decantó por esta última. En 2019 veía la luz Dans l'enfer d'une prison équatorienne (‘En el infierno de una prisión ecuatoriana’). 

Guillermo Gurrutxaga Rekondo es periodista y profesor de Periodismo en la Universidad del País Vasco (UPV/EHU)

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