- Debate reedita en España 'La CIA y la guerra fría cultural', de Frances Stonor Saunders. Publicado en 1999, el libro describe el papel de la CIA en el frente cultural de la guerra fría. En este caso, los espías no se dedicaban a buscar secretos, sino a financiar la propaganda cultural con la que hacer frente a las ideas del enemigo. Publicamos aquí la introducción del libro.
Durante los momentos culminantes de la guerra friÌa, el Gobierno de Estados Unidos invirtioÌ enormes recursos en un programa secreto de propaganda cultural en Europa occidental. Un rasgo fundamental de este programa era que no se supiese de su existencia. Fue llevado a cabo con gran secreto por la organizacioÌn de espionaje de Estados Unidos, la Agencia Central de Inteligencia. El acto central de esta campanÌa encubierta fue el Congreso por la Libertad Cultural, organizado por el agente de la CIA, Michael Josselson, entre 1950 y 1967. Sus logros fueron considerables y su propia duracioÌn no fue el menor de ellos.
En su momento aÌlgido, el Congreso por la Libertad Cultural tuvo oficinas en treinta y cinco paiÌses, contoÌ con docenas de personas contratadas, publicoÌ artiÌculos en maÌs de veinte revistas de prestigio, organizoÌ exposiciones de arte, contaba con su propio servicio de noticias y de artiÌculos de opinioÌn, organizoÌ conferencias internacionales del maÌs alto nivel y recompensoÌ a los muÌsicos y a otros artistas con premios y actuaciones puÌblicas. Su misioÌn consistiÌa en apartar sutilmente a la intelectualidad de Europa occidental de su prolongada fascinacioÌn por el marxismo y el comunismo, a favor de una forma de ver el mundo maÌs de acuerdo con «el concepto americano».
Recurriendo a una extensa y enormemente influyente red, integrada por personal del servicio de inteligencia, estrategas poliÌticos, los grandes magnates y antiguos alumnos de las universidades de la Ivy League, la incipiente CIA comenzoÌ, a partir de 1947, a construir un «consorcio» cuya doble tarea era vacunar al mundo contra el contagio del comunismo y facilitar la consecucioÌn de los intereses de la poliÌtica exterior estadounidense en el extranjero. El resultado fue una red de personas, notablemente compenetrada, que trabajoÌ codo con codo con la Agencia para promover una idea: que el mundo precisaba una pax americana, una nueva eÌpoca ilustrada, a la que se bautizariÌa como «el Siglo Americano».
El consorcio que construyoÌ la CIA –consistente en lo que Henry Kissinger calificoÌ como «aristocracia dedicada al servicio de esta nacioÌn en nombre de unos principios que estaÌn maÌs allaÌ de los enfrentamientos entre los partidos»– fue el arma secreta con la que luchariÌan los Estados Unidos durante la guerra friÌa, un arma que, en el campo cultural, tuvo un enorme radio de accioÌn. Tanto si les gustaba como si no, si lo sabiÌan como si no, hubo pocos escritores, poetas, artistas, historiadores, cientiÌficos o criÌticos en la Europa de posguerra cuyos nombres no estuvieran, de una u otra manera, vinculados con esta empresa encubierta. Sin sentirse amenazado por nadie y sin ser detectado durante maÌs de veinte anÌos, el espionaje estadounidense creoÌ un frente cultural complejo y extraordinariamente dotado econoÌmicamente, en Occidente, para Occidente, en nombre de la libertad de expresioÌn. A la vez que definiÌa la guerra friÌa como «batalla por la conquista de las mentes humanas», fue acumulando un inmenso arsenal de armas culturales: perioÌdicos, libros, conferencias, seminarios, exposiciones, conciertos, premios.
Entre los miembros de este consorcio habiÌa un surtido grupo de intelectuales radicales y de izquierda cuya fe en el marxismo y en el comunismo se habiÌa hecho anÌicos ante la evidencia del totalitarismo estalinista. Nacida de la DeÌcada Rosa de los anÌos treinta, calificada, con pena, por Arthur Koestler de «abortada revolucioÌn del espiÌritu, renacimiento fallido, falso amanecer de la historia», su desilusioÌn se vio acompanÌada por un deseo de formar parte de un nuevo consenso, de consolidar un nuevo orden que sustituyese las exhaustas fuerzas del pasado. La tradicioÌn de oposicioÌn radical, en la que los intelectuales habiÌan tomado bajo su responsabilidad investigar los mitos, cuestionar las prerrogativas institucionales y perturbar la complacencia del poder, quedoÌ anulada a favor de un apoyo a la «propuesta americana». Refrendado y financiado por poderosas instituciones, este grupo no comunista monopolizoÌ la vida intelectual de Occidente en la misma medida que el comunismo lo habiÌa hecho unos anÌos antes (y ademaÌs, muchas de las personas fueron las mismas en ambos grupos).
«LlegoÌ un tiempo ... en el que, aparentemente, la vida perdioÌ su capacidad de organizarse a siÌ misma –dice Charlie Citrine, narrador de El legado de Humboldt de Saul Bellow–, teniÌa que ser organizada. Los intelectuales hicieron suya esta tarea. Desde, por ejemplo, la eÌpoca de Maquiavelo, a la nuestra propia, esta organizacioÌn ha sido un imponente proyecto, maravilloso, tentador, enganÌoso y desastroso. Un hombre como Humboldt, inspirado, astuto, chiflado, rebosaba de entusiasmo ante el descubrimiento de que la empresa humana, tan grandiosa e infinitamente variada, teniÌa que ser organizada por personas excepcionales. EÌl era una persona de excepcioÌn, por lo que era un posible candidato al poder. Bueno, ¿por queÌ no?» Al igual que tantos Humboldts, aquellos intelectuales que habiÌan sido traicionados por el falso iÌdolo del comunismo se consideraron a siÌ mismos ante la posibilidad de construir una nueva Weimar, una Weimar estadounidense. Si el Gobierno y su brazo ejecutor encubierto, la CIA, estaban dispuestos a ayudar en este proyecto, ¿por queÌ no?
El que aquellos ex izquierdistas acabaran vinculados a la CIA en la misma empresa no es tan absurdo como a primera vista pudiera parecer. ExistiÌa una verdadera comunidad de intereses y de convicciones entre la Agencia y los intelectuales reclutados, incluso si no lo sabiÌan, para librar la guerra friÌa de la cultura. La influencia de la CIA no fue «siempre, o con frecuencia, reaccionaria o siniestra», escribioÌ el preeminente historiador progresista de Estados Unidos, Arthur Schlesinger. «SeguÌn mi experiencia su liderazgo fue poliÌticamente inteligente y correcto». Esta concepcioÌn de la CIA como paraiÌso del liberalismo fue un poderoso incentivo para colaborar con ella, o al menos para coincidir con el mito de que sus motivos eran fundados.
Sin embargo, esta percepcioÌn no casa bien con la reputacioÌn de la CIA de instrumento despiadadamente intervencionista y peligrosamente fuera de todo control por parte del poder de Estados Unidos durante la Guerra FriÌa. Esta fue la organizacioÌn que estuvo tras el derrocamiento del primer ministro Mossadegh en IraÌn, en 1953, del derrocamiento del gobierno de Arbenz en Guatemala, en 1954, de la desastrosa operacioÌn de la bahiÌa de Cochinos, en 1961, del infausto Programa Phoenix, en Vietnam. EspioÌ a decenas de miles de ciudadanos de Estados Unidos, hostigoÌ a dirigentes de otros paiÌses democraÌticamente elegidos, planeoÌ asesinatos, negoÌ todas estas actividades ante el Congreso y, en ese proceso, elevoÌ el arte de la mentira a nuevas cumbres. ¿Por queÌ arte de birlibirloque consiguioÌ la CIA presentarse a siÌ misma ante intelectuales de soÌlidos principios como Arthur Schlesinger, como maÌxima valedora de la anhelada libertad?
El grado en que el espionaje norteamericano extendioÌ sus tentaÌculos hacia las cuestiones culturales de sus aliados occidentales, actuando como posibilitador en la sombra de una amplia variedad de actividades creativas, colocando a los intelectuales y a su obra como piezas de ajedrez para jugar en el Gran Juego, sigue siendo uno de los legados maÌs sugerentes de la guerra friÌa. La defensa organizada por los abogados de este periodo –basada en la afirmacioÌn de que la sustanciosa inversioÌn financiera de la CIA no exigiÌa condiciones– auÌn no ha sido puesta en cuestioÌn de manera seria.
Entre los ciÌrculos intelectuales de Estados Unidos y Europa occidental, sigue existiendo propensioÌn a aceptar como cierto que la CIA estaba meramente interesada en ampliar las posibilidades de la manifestacioÌn cultural libre y democraÌtica. «Sencillamente ayudamos a la gente a decir lo que de todas formas hubieran dicho», es la principal liÌnea de defensa, que en el fondo es otorgar un cheque en blanco a los manejos de la Agencia. Si los beneficiarios de los fondos de la CIA hubiesen desconocido el hecho, continuÌa la liÌnea argumental, y si su comporta- miento, consecuentemente, no se hubiese modificado, entonces su independencia como intelectuales criÌticos no habriÌa podido verse afectada.
Sin embargo, los documentos oficiales relacionados con la guerra friÌa cultural socavan sistemaÌticamente este mito del altruismo. De los individuos e instituciones subvencionados por la CIA se esperaba que actuasen como parte de una amplia campanÌa de persuasioÌn, de una guerra de propaganda, en la que «de propaganda» se definiÌa como «todo esfuerzo o movimiento organizado para distribuir informacioÌn o una doctrina particular, mediante noticias, opi- niones o llamamientos, pensados para influir en el pensamiento y en las acciones de determinado grupo».
Un componente esencial de este esfuerzo era la «guerra psicoloÌgica», definida como «El uso planificado de la propaganda y otras actividades, excepto el combate, por parte de una nacioÌn, que comunican ideas e informacioÌn con el propoÌsito de influir en las opiniones, actitudes, emociones y comportamiento de grupos extranjeros, de manera que apoyen la consecucioÌn de los objetivos nacionales». MaÌs auÌn, se definiÌa como «el tipo de propaganda maÌs efectivo», aquella en la que «el sujeto se mueve en la direccioÌn que uno quiere por razones que piensa son propias». No sirve de nada poner en cuestioÌn estas definiciones. De ellas estaÌn plagados los documentos gubernamentales, son los datos de partida de la diplomacia cultural estadounidense de posguerra.
Claramente, al camuflar su inversioÌn, la CIA actuaba bajo la suposicioÌn de que sus incentivos seriÌan rechazados si se ofreciÌan a la luz del diÌa. ¿QueÌ tipo de libertad se podriÌa promover con este tipo de enganÌo? NinguÌn tipo de libertad figuraba en los programas poliÌticos de la UnioÌn SovieÌtica, donde los escritores e intelectuales que no eran enviados a los gulags fueron atrapados para servir a los intereses del Estado.
Pero ¿con queÌ medios? ¿ExistiÌa alguna justificacioÌn real para suponer que alguÌn mecanismo interno no pudiese hacer revivir los principios de la democracia occidental en la Europa de posguerra? ¿O para no dar por sentado que la democracia podiÌa ser maÌs compleja de lo que implicaba la loa del liberalismo estadounidense? ¿Hasta queÌ grado era admisible que otro Estado interviniese de manera encubierta en el proceso fundamental de crecimiento orgaÌnico intelectual, del debate en libertad y del flujo libre de las ideas? ¿Acaso esto no teniÌa el riesgo de crear, en lugar de libertad, una especie de libertad primitiva, en la que las personas pensasen que actuÌan libremente, cuando, en realidad, estaÌn movidas por fuerzas que no controlan?
La participacioÌn de la CIA en la guerra cultural hace surgir otras cuestiones problemaÌticas. ¿DistorsionoÌ la ayuda econoÌmica el proceso seguÌn el cual se manifestaron los intelectuales y sus ideas? ¿Se seleccionoÌ a las personas por sus cargos y no por su meÌrito intelectual? ¿QueÌ queriÌa decir Arthur Koestler cuando ironizaba contra «el circuito internacional acadeÌmico de putas por teleÌfono» como calificaba a las conferencias y simposios intelectuales? ¿Acaso las reputaciones de los intelectuales salieron consolidadas o robustecidas al pertenecer al consorcio cultural de la CIA? ¿CuaÌntos de aquellos escritores e intelectuales que adquirieron prestigio internacional por sus ideas fueron, en realidad, figuras de segunda fila, publicistas efiÌmeros, cuyas obras estaban condenadas a reposar en los soÌtanos de las libreriÌas de libros usados?
En 1996, aparecieron en el New York Times una serie de artiÌculos que sacaban a la luz una amplia serie de actividades secretas llevadas a cabo por el espionaje estadounidense. A medida que empezaron a inundar las primeras paÌginas de los perioÌdicos los relatos de intentonas de golpes de Estado y de asesinatos poliÌticos (casi siempre chapuceros), la CIA quedoÌ como un elefante solitario, que arrasaba a su paso la vegetacioÌn de la poliÌtica internacional, sin tener que responder ante nadie de sus hechos. Entre las maÌs notorias de estas revelaciones de capa y espada se publicaron los detalles de coÌmo el Gobierno estadounidense habiÌa recurrido a las vacas sagradas de la cultura de Occidente para conferir peso intelectual a sus acciones.
La teoriÌa de que muchos intelectuales habiÌan sido movidos por los dictados de los poliÌticos estadounidenses y no por sus propios e independientes principios, generoÌ un amplio malestar. La autoridad moral de que disfrutaron los intelectuales durante el momento aÌlgido de la guerra friÌa quedaba seriamente bajo sospecha y fue, con frecuencia, objeto de escarnio. La «consensocracia» se estaba desmoronando, su componente fundamental era insostenible. A medida que se fue desintegrando, el propio relato se fue fragmentando, parcializando, modificando, a veces de manera increiÌble, por fuerzas de la derecha y de la izquierda que queriÌan hacer encajar sus datos con sus propios objetivos. ParadoÌjicamente, las circunstancias que hicieron posibles las revelaciones contribuyeron a que quedase oscurecido su auteÌntico significado. En tanto que la obsesiva campanÌa anticomunista de Estados Unidos en Vietnam le llevoÌ al borde del colapso social, y fue causa de escaÌndalos de gran trascendencia como el de los papeles del PentaÌgono o el Watergate, era difiÌcil mantener el intereÌs o la indignacioÌn en el asunto de la Kulturkampf, que en comparacioÌn pareciÌa algo sin importancia.
«La historia –escribioÌ Archibald MacLeish– es como una sala de conciertos mal construida, [con] puntos muertos en los que no se puede escuchar la muÌsica». Este libro pretende descubrir esos puntos muertos. Busca una acuÌstica diferente, una melodiÌa distinta a la que tocaron los virtuosos oficiales de la eÌpoca. Es una historia secreta, en tanto en cuanto cree en la importancia del poder de las relaciones personales, de los viÌnculos y de las connivencias «deÌbiles», asiÌ como en la importancia de la diplomacia de saloÌn y en la poliÌtica de tocador. Pone en cuestioÌn lo que Gore Vidal ha descrito como «esas ficciones oficiales en las que se han puesto demasiado de acuerdo demasiadas partes demasiado interesadas, cada una con sus propios mil diÌas en los que construir sus propias y enganÌosas piraÌmides y obeliscos que pretenden averiguar la hora solar». Toda historia que se proponga interrogar todos esos «puntos de acuerdo» debe, en palabras de Tzvetan Todorov, convertirse en un «acto de profanacioÌn. No tiene que ver con la contribucioÌn al culto de heÌroes y santos. Consiste en acercarse lo maÌs posible a la verdad. Participa de lo que Max Weber llamoÌ “desencanto del mundo”; se encuentran en las antiÌpodas de la idolatriÌa. Consiste en desvelar la verdad por siÌ misma, no en recuperar imaÌgenes que se suponen uÌtiles para el presente».