“Justo cuando pensaba que estaba fuera, vuelven a involucrarme”. La célebre frase Michael Corleone en El Padrino III la podría firmar hoy Joe Biden mientras vuelve a la Casa Blanca desde Israel. EEUU lleva más de una década intentando olvidarse de las viejas guerras que definieron la segunda mitad del siglo XX para centrarse en el futuro, en China, pero no le dejan. Primero Ucrania y luego Gaza le han demostrado que ignorar los problemas no los hace desaparecer.
La idea del “giro hacia Asia”, que formuló por primera vez Obama en 2011, era bastante simple. EEUU venía del 11S y de dejarse la bolsa y la vida en Irak y Afganistán. Antes, venía de una larguísima Guerra Fría con la Unión Soviética. Ahora era el momento de mirar al otro lado: “Asia definirá el siglo que viene y como presidente he tomado una decisión meditada y estratégica: EEUU jugará un papel más importante en esta región y su futuro en colaboración con nuestros aliados”.
No era una reflexión meramente filosófica, sino un plan económico y militar. En aquel discurso ante el Parlamento australiano, Obama anunció que EEUU iba a reducir su gasto diplomático y de defensa en buena parte del mundo para aumentar la inversión en Asia-Pacífico. El mensaje estaba claro para quien quisiera escucharlo: Europa y Oriente Próximo, los focos tradicionales, dejarían de ser prioridad. Australia, Indonesia, Corea, Japón, Vietnam y el resto del vecindario de China eran los nuevos hijos predilectos.
El “giro” tenía todo el sentido ya que el futuro económico del mundo estaba en la región, así como el principal rival de EEUU. Tampoco era cosa sólo de Obama: en un país donde los dos grandes partidos no están de acuerdo en casi nada, la política exterior de Trump fue una fiel ejecución del “giro asiático”. Llegó a la Casa Blanca poniendo siempre como enemigo a China y advirtiendo a sus aliados de la OTAN de que EEUU no seguiría pagando por la defensa europea frente a Rusia, que tenían que hacerse cargo.
Lo mismo se aplica a Oriente Próximo. Si Obama y Trump coincidían en la necesidad de romper con las políticas intervencionistas que habían derivado en los desastres de Irak y Afganistán, Trump y Biden han impulsado en la región una política basada en ignorar la cuestión palestina y favorecer un acercamiento entre sus dos grandes aliados allí, Arabia Saudí e Israel, con vistas a que garantizaran juntos la seguridad de la zona y se liberaran así recursos estadounidenses que serían más rentables en Asia-Pacífico.
Las bases teóricas del giro parecían sólidas hasta hace no tanto: hace unas semanas el consejero de Seguridad Nacional del presidente Biden se felicitaba porque Oriente Próximo “no había estado tan tranquilo desde hacía dos décadas”. Es fácil reírse hoy de esas palabras, pero lo cierto es que muchos expertos las compartían después de que no hubiera habido grandes estallidos de violencia entre los palestinos cuando Trump reconoció la soberanía israelí sobre Jerusalén o cuando Netanyahu estableció relaciones con varios países musulmanes. El ataque de Hamás demostró que no era cierto.
Lo mismo se puede aplicar a Rusia. La Estrategia de Seguridad Nacional publicada por el Gobierno de Biden meses antes de la invasión de Ucrania ni siquiera mencionaba a ese país. Decía que China era “el único competidor con capacidad para lanzar un desafío al sistema internacional” mientras que Rusia sólo podía “jugar un papel disruptivo”. La observación era cierta, como ha demostrado el tropiezo del Kremlin en Ucrania, pero: ¿también lo eran las supuestas implicaciones para la política exterior de EEUU?
EEUU tenía razón en lo fundamental. El Estado palestino cada vez importaba menos a los gobiernos árabes y Rusia podía dar un golpe en la mesa o intentar meter cizaña en la política estadounidense, pero el rival verdadero era China. Sin embargo, la idea de que Washington podía ignorar la agresividad nacionalista de Putin o el descontento palestino en Gaza y centrarse en contener a China era un error. Las viejas guerras tienen sus modos de no caer en el olvido.
La invasión rusa de Ucrania ha fracasado en todos sus objetivos, menos en el de llamar la atención de Occidente y obligar a EEUU a dedicar unos recursos militares y económicos que preferiría haber desplegado en Asia. El estallido en Gaza supone algo parecido, pero además aleja temporalmente el escenario favorito de Washington para desengancharse de la región: un acuerdo de normalización de relaciones entre sus aliados de Israel y Arabia Saudí.
Los dos grandes conflictos de la segunda mitad del siglo XX, Rusia y Oriente Próximo, han vuelto de golpe a la primera página de la agenda estadounidense, muy a pesar del gobierno estadounidense. El giro asiático, que ya ha cumplido 12 años como una idea que parece razonable y acertada, tendrá que seguir esperando a completarse. La realidad internacional es tozuda y a veces marca su propio camino.