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Elecciones EE.UU. 2020
EN PRIMERA PERSONA

Ni de extrema derecha ni amantes de las armas: mi 'familia de acogida' en un pueblo de Wisconsin votó a Trump en 2016 y lo ha vuelto a hacer

Fábrica de cerveza Leinenkugels en Chippewa Falls
14 de noviembre de 2020 22:02 h

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El martes 3 de noviembre, jornada electoral en Estados Unidos, fue el martes más largo de nuestra vida. Tan largo que duró hasta el sábado. Cinco días pegados al ordenador, al móvil y a la CNN esperando un resultado. Llegó un momento en aquel extraño día de 120 horas en el que todo parecía depender del Medio Oeste, especialmente de Wisconsin, Michigan y Pensilvania.

Wisconsin fue el primero de los tres en caer y lo hizo del lado demócrata (cambiando de color respecto a 2016). Aquel tuit de la agencia de noticias Associated Press (AP) –referente en EEUU para resultados electorales– sirvió para restaurar los ánimos entre los de Biden tras el palo de la derrota en Florida.

Tengo una relación especial con Wisconsin. En 2005, cuando tenía 13 años, pasé allí un mes con una familia para aprender inglés. Mi pueblo, Chippewa Falls, está en la parte occidental del estado, a dos horas en coche de la ciudad de Minneapolis, en Minnesota, la gran ciudad más cercana. Volví con ellos en 2006 y 2008 y no hemos dejado de escribirnos desde entonces. Tenemos muy buena relación. Dos de mis cuatro “hermanos’” se casan a principios del año que viene y mis “padres” se han ido a vivir a Uganda en una suerte de misión religiosa. 

En el verano de 2016 estaba haciendo prácticas en Washington DC y fui unos días a verles. Hasta entonces, nunca habíamos hablado de política. No les interesa demasiado. Durante mis visitas como estudiante de inglés no vi un solo periódico sobre la mesa de casa. Tampoco veían los informativos en televisión; e Internet era algo para enviar correos electrónicos. No recuerdo una sola conversación sobre política. La única referencia era una pequeña pegatina de George W. Bush que descubrí en mi primer viaje en la parte trasera de su inmenso todoterreno Chevrolet.

Sin embargo, con la irrupción del candidato Trump, aquel verano era imposible esquivar el tema. De hecho, recuerdo que lo sacaron ellos durante una comida con un: “Bueno, ¿y qué piensas de Donald Trump?”, acompañado de un sonrisa pícara.

No son unos locos racistas, amantes de las armas ni trolls de extrema derecha, pero son conservadores y yo no quería meter la pata. “Bueno...es un personaje peculiar que no me gusta demasiado. Hubiese preferido otro candidato republicano de las primarias”. Ellos tampoco estaban muy entusiasmados. “Es un payaso”, decían, pero lo veían como un fanfarrón que no era peligroso. Para ellos era más peligrosa Hillary Clinton. De eso estaban convencidos. Hablamos de algunas de las polémicas del ahora presidente y les conté lo que se decía en la capital. “Es que esa gente lee el New York Times y el Washington Post”, respondió el padre. No era un ataque contra estos medios, sino una referencia a gente que consumía información generalista a nivel nacional. Más allá de las noticias de Chippewa Falls y del estado de Wisconsin.

Tras el anuncio de los resultados de las elecciones de este año vi un mensaje de una de las hijas celebrando la victoria de Biden. El padre comentaba la publicación: “Dios bendiga a esta nación para que haya paz y cura”. Reconocía un país roto y parecía que habían cambiado de opinión. Tanteé el terreno para comprobarlo, pero estaba equivocado. El padre había vuelto a apoyar al presidente porque “[Kamala] Harris es demasiado extrema izquierda”. “A la mayoría no le gusta la personalidad de Trump, pero sus políticas son buenas para América”, me dijo. A pesar de su apoyo al republicano, sigue sin ser un convencido y ferviente trumpista. Pero cuatro años después ha vuelto a votar por Trump. “Solo espero que EEUU pueda ir al centro… Hay muchas cosas mal en ambos partidos”, me confesó.

Wisconsin ha caído del lado demócrata por el voto, sobre todo, de dos de sus ciudades más grandes, Madison y Milwaukee, donde Biden ha arrasado a Trump con 75,5% y un 69% de apoyo respectivamente. Los votos en los condados donde se sitúan estas ciudades suman más de un tercio de los votos que el demócrata ha recibido en todo el estado. El resto del territorio, de mucha menor densidad de población, es una gran mancha roja, incluido Chippewa Falls. En el condado al que pertenece mi pueblo, Trump ha recibido el 59,3% de los votos frente al 39% de Biden. Prácticamente igual que en 2016 (cuando fue 56,8%-37,7%).

Chippewa Falls no es un pueblo especialmente pequeño. Según los últimos datos del censo tiene 14.017 habitantes. Un 96,3% son blancos y un 2,6% [369 personas], afroamericanos. Recuerdo haber visto una sola persona negra. Fue en la lavandería. Prácticamente todo es residencial, con casas independientes, y el centro urbano se reduce a unas cuantas manzanas.

El bosque rodeaba el jardín trasero de casa, desde donde se colaban a menudo los ciervos. Había lagos. Muchos lagos. E íbamos allí a bañarnos. Las actividades culturales y el ocio tampoco abundaban. Una vez me llevaron a las mudraces [carreras de barro], donde coches preparados competían para ver quién superaba más rápido una recta de escasos metros llena de barro. Alrededor, mucha gente sin camiseta, mucha caravana y mucha silla plegable. El vídeo es malo, pero tiene 15 años...

La joya de la corona y orgullo de los vecinos es la fábrica de cerveza Leinenkugel’s. Sin embargo, no hay una gran actividad económica en el pueblo.

El padre de mi “familia” se quedó sin trabajo tras la crisis financiera de 2008 y antes de marcharse a Uganda estaba trabajando en una nave del pueblo donde se dedicaba a transformar grandes camionetas en camiones de bomberos. La mayoría se exportaban a China y ya tenían los rótulos en chino.

La amenaza del país asiático que tanto ha agitado el presidente Trump es real y en Chippewa Falls se puede tocar con las manos. Si la fabricación de estos camiones se exporta a otros países, incluido a la propia China, decenas de trabajadores de esta nave se quedan sin empleo. Como me decía la historiadora Nancy Isenberg en una entrevista antes de las elecciones, muchos de los votantes de Trump pertenecen a una clase media volátil que está más preocupada por no perder su estatus que por ascender.

Los trumpistas convencidos –los que hacen activismo en la red, los más radicalizados, los que acuden a los mítines y las manifestaciones– son una base importante de votantes para el presidente, pero solos no llegan a los 72 millones de votos que ha recibido Trump.

Para otro gran grupo conservador, como mi familia de Chippewa Falls, las polémicas decisiones y declaraciones del presidente en los últimos cuatro años no han sido motivo para cambiar el sentido de su voto. Ellos no han caído en la polarización social, no les apasiona Trump, no se creen demasiado la falsa historia del fraude –“merece la pena investigarlo”– y no les interesa demasiado la política. Ellos han vuelto a votar a Trump.

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