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The Guardian

El intento de golpe de Trump falló, pero la democracia de EEUU se llevó un susto

Julian Borger

27 de noviembre de 2020 22:34 h

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Al final, no hubo golpe. El lunes por la noche y a regañadientes, Donald Trump dio luz verde al traspaso de poderes. Un funcionario de la Casa Blanca dijo a los periodistas que este es el máximo gesto que tendrá Trump para aceptar el triunfo del demócrata, pero la maquinaria de la transición ya se ha puesto en marcha. El próximo gobierno de Biden ya tiene un dominio web del gobierno, está recibiendo informes de las agencias oficiales y comenzará a recibir fondos de las arcas nacionales. El Pentágono anunció rápidamente que colaborará con el traspaso de poderes. Y uno por uno, todos los referentes del partido republicano, una categoría especialmente tímida, están reconociendo el resultado de las elecciones. 

Sin embargo, no cabe duda de que la democracia estadounidense se ha llevado un susto. Ahora que comienza a disiparse la sensación de una amenaza inminente, ha llegado el momento de estudiar los enrevesados mecanismos internos del sistema electoral para determinar si es tan sólido como sus defensores afirman, o si esta vez el país tuvo suerte.

“Durante mucho tiempo, yo fui una de las personas que aseguraban que los guardarraíles de la democracia funcionaban”, dijo Katrina Mulligan, una ex alto cargo de la unidad de seguridad nacional del Departamento de Justicia. “Pero en estas semanas, he cambiado de opinión al ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Ahora creo que dependemos demasiado de aspectos frágiles de nuestra democracia y esperamos que los individuos, en lugar de las instituciones, hagan el trabajo que debería hacer la institución”. 

El plan

El plan de Trump nunca fue un secreto, incluso antes de los comicios. Y desde las elecciones, cada día, el plan quedaba más claro: poner en duda la fiabilidad de los votos por correo, darse por ganador la noche de las elecciones, cuando la mayoría de esos votos no habían sido aún contados y luego sembrar la confusión con acusaciones, investigaciones del Departamento de Justicia y manifestaciones de grupos de extrema derecha en las calles para retrasar la certificación de los resultados.

Este retraso podía ofrecer a las legislaturas estatales controladas por el partido republicano la oportunidad de entrometerse y elegir sus propios electores para el Colegio Electoral, que es el organismo que elige formalmente al presidente. Esto hubiera generado una crisis constitucional que podría haber acabado en el Tribunal Supremo, que cuenta con una mayoría republicana de 6 contra 3 y está cada vez más politizado. Para que funcionara el plan, era necesaria cierta lealtad política para superar los votos reales, pero, en varios momentos decisivos, esto no sucedió.

Desde un principio, faltó el ingrediente clave para un golpe de estado clásico: unas fuerzas armadas motivadas políticamente. Esta carencia no se debió a una falta de esfuerzos por parte de Trump, que ya en verano intentó sacar las tropas a las calles para aplacar las protestas del movimiento Black Lives Matter, aunque el secretario de Defensa, Mark Esper se negó a cooperar.

Cuando Esper fue despedido tras las elecciones y se le dieron los cargos más importantes para la toma de decisiones a hombres leales a Trump, el General Mark Milley, jefe del Estado Mayor conjunto, utilizó una planificada aparición pública en un museo militar para enviar un mensaje muy concreto. “Nosotros juramos por la Constitución”, afirmó Milley. “No juramos por un rey o una reina, ni por un tirano ni por un dictador”. La declaración generó cierto alivio, pero lo más llamativo fue la necesidad de hacerla.

La otra palanca de poder que Trump intentó accionar fue la del Departamento de Justicia y el FBI. El fiscal general, William Barr, autorizó a los fiscales del país a investigar el supuesto fraude electoral si había “denuncias claras y aparentemente creíbles de irregularidades”. La apertura de esas investigaciones hubiera alimentado las teorías conspirativas y le habría abierto la puerta a las legislaturas estatales republicanas para retrasar la certificación de los resultados. Pero los fiscales del Departamento de Justicia se rebelaron. El funcionario a cargo de investigar delitos electorales, Richard Pilger, dimitió, mientras otros hicieron públicas sus objeciones. 

“El Departamento de Justicia, más que muchas otras instituciones, tiene funcionarios con un conocimiento muy sólido de qué es la democracia y por qué importa defenderla”, dijo Mulligan, ahora directora nacional de Seguridad Nacional del Center for American Progress. Y añadió que la solidez del triunfo de Biden hizo más difícil que los funcionarios del Departamento de Justicia avalaran iniciativas tan dudosas.

Los republicanos locales

La siguiente línea de defensa eran los cargos republicanos de los estados con responsabilidad en el proceso de la certificación de los resultados. Estaban bajo una presión intensa: incluso algunos recibieron una llamada telefónica directamente del presidente. En la mayoría de estados se mantuvieron firmes, como fue el caso del secretario de estado de Georgia, Brad Raffensperger, que confirmó el ajustado triunfo de Biden, convirtiéndose así en un paria dentro de su propio partido. 

“Algunas personas merecen una medalla, mientras que otros simplemente tuvieron estándares muy bajos”, aseguró Rebecca Ingber, ex asesora legal del Departamento de Estado y actual profesora de la Escuela de Derecho Cardozo. “Esta es una historia sobre guardarraíles que funcionan, pero también es una historia que nos recuerda la fragilidad de esos guardarraíles. Al fin y al cabo, estamos hablando de seres humanos, no de robots”. 

De igual forma, hasta los jueces más conservadores le dieron la espalda a las fantasiosas denuncias de fraude electoral que promovía el equipo de abogados de Trump, cuyo actual resultado en los tribunales es de una victoria y 35 derrotas. Quizás, conspiradores más competentes habrían causado más daño. Parece que Trump esperó hasta después de las elecciones para armar su equipo de abogados, y finalmente le cedió todo el control a su leal pero errático y desafortunado abogado personal, Rudy Giuliani.

En último término, el margen de triunfo de Biden (por más de seis millones de votos a nivel nacional y decenas de miles en la mayoría de los estados disputados) era tan claro, y los indicios de fraude tan débiles, que incluso con los mejores abogados, la vía legal habría sido prácticamente imposible. 

La próxima vez

Sin embargo, la experiencia de este año ha generado dudas sobre si la democracia estadounidense podría mantenerse en pie ante resultados electorales más reñidos y ante un grupo más disciplinado y decidido a robar el poder. Los grupos paramilitares, que no estuvieron lo suficientemente coordinados como para erigirse de la forma intimidatoria que quería Trump, podrían tener más fuerza en la próxima oportunidad. 

“Desde el día uno de la campaña, la retórica del presidente Trump para atraer a estos grupos ha sido peligrosa, brindándoles apoyo tácito para llevar a cabo actividades ilegales. Y la deslucida respuesta de las fuerzas de seguridad ante los actos de violencia pública de estos grupos ha exacerbado el problema”, dijo Michael German, miembro del Brennan Center for Justice y quien, en su época como agente especial del FBI, tuvo el trabajo de infiltrarse en grupos extremistas. “Su capacidad para organizarse, reclutar, y poner a prueba redes y tácticas, se ha visto fortalecida. Por eso, cuando por fin haya un esfuerzo por patrullar estos grupos, se convertirán en un problema aún mayor”.

Las elecciones de 2020 también han dejado a la luz un problema que contamina las bases del sistema: la caída de la confianza pública en que el sistema es justo. El 70% de los republicanos cree que las elecciones estuvieron amañadas, a pesar de que la certificación de los resultados ha sido transparente.

“Pienso que hemos tenido suerte”, afirmó Susan Hennessey, ex abogada de la Agencia de Seguridad Nacional y editora ejecutiva del blog Lawfare. “Al final no pasó nada, pero no fue porque no lo hayan intentado. Y en circunstancias diferentes, con un margen de votos más pequeño, creo que hemos visto que las leyes no pueden impedir que algunas personas tomen decisiones profundamente antidemocráticas”.

Traducido por Lucía Balducci.