Pocos se imaginaban que estas elecciones estadounidenses estarían tan reñidas. Pero nadie puede decir que no estábamos advertidos. En términos generales, se parecen mucho a las que hace cuatro años tomaron a tanta gente por sorpresa. Creer que las de 2020 iban a ser radicalmente diferentes a las de 2016 es una muy humana (y muy ingenua) victoria de la esperanza sobre la experiencia. En política, como ahora se nos recuerda, no se obtiene el poder con esperanzas.
Las encuestas de opinión de hace cuatro años apuntaban continuamente en una dirección, igual que ahora. En aquel momento, como en este, esa confianza se vio frustrada cuando se empezaron a conocer los resultados. No hay duda de que la culpa, en parte, es de las encuestas. Pero las encuestas nunca se equivocan a propósito. Está en su propio interés hacerlo bien, igual que en el de los medios que las encargan. El problema que las empresas de sondeos no logran resolver es cómo llegar a la gente adecuada, cómo detectar si sus encuestados mienten o cómo interpretar cuando sencillamente se quedan callados. ¿Quién puede saberlo?
Así fue en 2016 y así ha ocurrido de nuevo en 2020. Y lo que eso significa, incluso en el escenario de una victoria de Joe Biden, es que los demócratas se han equivocado de campaña. Biden era un buen candidato, pero hizo campaña como si el tema principal fuera la pandemia de la COVID-19. Millones de progresistas estaban de acuerdo con él, pero los votantes blancos de clase trabajadora en el 'cinturón del óxido' y en los estados del Medio Oeste que en 2016 dieron la victoria a Trump no habían cambiado de opinión.
En 2016 eligieron a Trump por toda una serie de razones muy serias que pronto se convirtieron en la explicación de consenso: se sentían ignorados; sus trabajos y sus comunidades habían desaparecido; y pensaban que otros estaban siendo favorecidos, incluidos los extranjeros. Querían que alguien hablara por ellos y los demócratas parecían haber dejado de ser el partido que los representaba.
En 2020 eso no ha cambiado demasiado, o no tanto como muchos demócratas habían querido creer (muchos medios de comunicación también lo quisieron creer). Hubo demasiados reportajes en los que no se tomaba lo suficientemente en serio a Trump y a sus votantes. Pero esa queja visceral del que se siente dejado atrás, excluido, ignorado o despreciado como alguien desechable estuvo todo el tiempo ahí, profunda y definitoria.
Trump supo responder a esa queja de formas que Biden no supo, aunque en algunos aspectos lo hizo mejor que Hillary Clinton. El resultado de Trump en esos estados, mucho mejor de lo previsto, nos dice que la experiencia determinante de estas elecciones no fueron la COVID-19 ni la muerte de George Floyd. Fue la economía y, detrás de ella, las desigualdades y el trauma aún vivo del colapso financiero de 2008.
Eso no significa que la COVID-19 haya sido irrelevante. La imprudencia y negligencia de Trump con la pandemia claramente ayudó a Biden, sobre todo entre los ciudadanos que de todos modos iban a votar por él. Pero Trump también ha logrado transformar a la COVID-19 en una ventaja. Su breve contagio en octubre le ayudó en las últimas semanas de campaña. En términos de salud pública, lo que hizo fue un escándalo por su imprudencia y su irresponsabilidad. Pero en términos políticos, fue asombrosamente brillante. Con su actuación, era como si diera a millones de personas la esperanza de que podían volver a la vida normal y pasar del virus. Muchos de los medios de comunicación no se dieron cuenta. Tal vez, porque se resistían a creerlo.
Tampoco quiere decir que la muerte de Floyd no haya cambiado nada. Si Biden lo logra, será en parte gracias a los votos de los afroamericanos. Pero los estadounidenses blancos, que siguen representando a la mayoría del electorado, se han vuelto a unir detrás de Trump de forma espectacular, especialmente en el caso de los hombres blancos.
Los votantes hispanos, igual que otros votantes racializados, han preferido a Biden. Pero a Trump le ha ido mejor con ellos que hace cuatro años. Esta elección no ha superado la histórica división racial que hace a Estados Unidos diferente de Europa en muchos sentidos. La ha mantenido y la ha profundizado.
Cualquiera que sea el resultado final, hay algo que esta elección claramente no ha sido: no ha sido el momento decisivo que anhelaba la mayoría del resto del mundo y la mitad de Estados Unidos. No ha sido la seductora idea que en verano pareció posible de una catarsis de rechazo a Trump.
En vez de eso, ha sido otra elección peleada. Ya es otro semillero tóxico de retos, litigios, investigaciones, mentiras y teorías de la conspiración para el futuro. Yo pensaba que Biden estaba llevando bien su campaña por muchos factores: confiaba en su experiencia y decencia; jugaba una partida de más largo alcance; evitaba las distracciones; mantenía el foco sobre Trump; y trataba de construir y mantener unida a una coalición mayoritaria. Pero ahora se ve que esa campaña no dará una victoria decisiva. Parece probable que el Senado permanecerá bajo control republicano y no ha habido un gran impulso demócrata en la Cámara de Representantes ni en los gobiernos estatales.
El resultado de estas elecciones tendrá consecuencias duraderas para los dos partidos. Si Biden gana, habrá algunas modificaciones en la política dentro de Estados Unidos y en el mundo, pero dentro del partido no habrá demasiados cambios. Resurgirán todas las viejas críticas sobre la edad de Biden y sobre su política de partido escoba con la que intenta atraer a todo el mundo; y el ala socialista dirá que a un candidato más radical le habría ido mejor. Estarán equivocados, pero el argumento estará presente durante años y dará forma a las elecciones de 2024, para las que las maniobras comienzan ahora.
Si gana Trump, no se andará con rodeos. Se sentirá obligado a extender y completar la comercialización de la presidencia 'marca Trump' incluso más de lo que hizo hasta ahora. Otros republicanos se definirán por su lealtad a Trump aún más que antes.
Pero el 'trumpismo' habrá ganado incluso si Trump pierde. En el mejor de los casos, presentarán la derrota como por muy poco margen. En el peor, como ilegal. Dentro del Partido Republicano no habrá ninguna pausa para la reflexión.
Lo cierto de estas elecciones es que Estados Unidos ha demostrado ser, una vez más, una nación 50%-50%. La mitad de los estadounidenses apoyó a Trump. La otra mitad, no. En este sentido, la política electoral estadounidense sí tiene analogías con la de otros países, especialmente el Reino Unido. En estos países, la alternativa es entre vencedores que tratan de profundizar esa división o vencedores que tratan de sanarla. Entre un gobierno que actúa como si la otra mitad no existiera y un gobierno que reconoce que la otra mitad también existe. Una vez más, la esperanza apunta hacia una dirección y la experiencia hacia otra.
No se debe ignorar lo que esta sombría conclusión implica para el futuro. Las elecciones de noviembre de 2020 demuestran que Estados Unidos no se ha curado de lo que hizo en 2016. No ha dado la espalda al negacionismo de Trump con el cambio climático, no ha rechazado su racismo, no ha refutado su aislacionismo, no lo ha castigado por apresurarse en ocupar los cargos del Tribunal Supremo, y no le ha exigido responsabilidades por su corrupción y su comportamiento. Esta es la pura verdad. En 2016 los estadounidenses hicieron algo muy malo para ellos mismos y para el mundo. Sea cual sea el resultado una vez que el polvo se asiente, en 2020 los estadounidenses lo han vuelto a hacer.