OPINIÓN - THE GUARDIAN

¿Se termina por fin el Show Trump?

8 de noviembre de 2020 21:02 h

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Nunca hubo ninguna duda: Donald Trump no se iría de una manera elegante y rápida. Lo único que muchos nos preguntábamos era cuán destructivo sería durante su caída. Sé que la palabra “caída” normalmente se reserva para reyes y tiranos, pero ese es el escenario en el que estamos, salvo que esta vez el rey es también el payaso, y el hombre en el poder es también el niño entregado a su pataleta sin que parezca haber ningún adulto en la habitación.

Sabemos que Trump hará lo que sea para mantenerse en el poder y evitar esa máxima catástrofe en la vida: convertirse en ‘un perdedor’. Ha demostrado que está dispuesto a manipular y a destruir el sistema electoral si hace falta. Lo que no está tan claro es si podrá cumplir con lo que amenaza, o si su “amenaza” será algo que quede en el aire como una orden sin poder.

Como estrategia, amenazar con detener o anular el voto es algo así como un espectáculo para el consumo de sus bases. Ahora bien, que lo considere una estrategia legal un equipo de abogados, entre los que incluso hay abogados que trabajan para el Gobierno, constituye un grave peligro para la democracia.

Como tantas otras veces a lo largo de la presidencia de Trump, siempre nos queda la duda: ¿está fanfarroneando, maquinando algo, dando un espectáculo o provocando un daño real? Una cosa es hacerse pasar por el tipo de persona capaz de hacer un daño incalculable a la democracia para aferrarse al poder y otra cosa, muy distinta, es convertir ese espectáculo en realidad, iniciando juicios para desmantelar normas electorales y leyes que garantizan el derecho al voto, atacando la misma base de la democracia estadounidense.

Cuando fuimos a las urnas, no estábamos votando a Joe Biden y Kamala Harris, dos políticos de centro que rechazaron los proyectos sanitarios y financieros de Bernie Sanders y Elizabeth Warren, más progresistas. Lo que votamos fue la posibilidad de seguir votando, votamos a la institución de la democracia electoral presente y futura.

Quienes nos hemos mantenido fuera de instituciones carcelarias vivíamos con la idea de unas leyes electorales duraderas como parte del marco constitucional de referencia para nuestro concepto de la política. Entre quienes nunca habían sufrido la privación del derecho a votar había muchos que ni siquiera eran conscientes de hasta qué punto sus vidas descansaban sobre esa confianza básica en el marco legal.

Pero la ley ha pasado de representar aquello que asegura nuestros derechos y guía nuestras acciones a convertirse en un campo de litigio. Para Trump, no hay ninguna norma legal que no pueda ser cuestionada. Las leyes no están para que se respeten o se cumplan, son un posible foco de querella. El litigio se ha convertido en el campo donde se juega el poder de la ley, y todos los tipos de leyes, incluso los derechos constitucionales, se ven reducidos ahora a elementos negociables dentro de ese campo.

Hay quien culpa a Trump de haber llevado al gobierno el estilo de un hombre de negocios, sin límites sobre lo que puede negociarse para su beneficio, pero es importante recordar cómo muchos de sus tratos comerciales terminaron en procedimientos legales (hasta 2016, ha participado en más de 3.500 demandas). Trump acude a los tribunales para forzar que se llegue a la conclusión que desea. Cuando lo que está en litigio son las leyes básicas de un sistema político electoral, cuando se proclama que toda protección jurídica es fraudulenta y un instrumento para beneficiar a los que se oponen a él, deja de haber leyes que limiten el poder de la querella para destruir las normas democráticas.

El llamamiento de Trump a terminar con el recuento de votos (muy similar al que hizo para detener las pruebas de la COVID-19) es un intento de frenar la materialización de una realidad y mantener el control sobre lo que se percibe como verdadero o falso. La única razón por la que la pandemia es mala en EEUU, según Trump, es la existencia de tests que permiten obtener resultados numéricos. Aparentemente, no sería mala si no hubiera manera de saber el daño que provoca.

En la madrugada del 3 de noviembre, Trump pidió que se detuviera el recuento de votos en estados clave donde temía perder. Si continúa, Biden bien puede ganar. Para evitar ese resultado, Trump quiere detener el recuento, aunque eso signifique privar a los ciudadanos del derecho a que su voto sea tenido en cuenta.

El recuento en EEUU siempre lleva un tiempo y esa es la norma aceptada. ¿A qué viene tanta prisa entonces? Podríamos entenderlo si detenerlo ahora le diera a Trump la certeza de ganar, pero los números no le dan, ¿por qué quiere detenerlo entonces? Si la demanda que detiene el recuento es acompañada por una demanda en la que, sin ningún fundamento, se alega fraude electoral, se podría generar desconfianza hacia el sistema. Y si esa desconfianza se profundiza lo suficiente, la decisión podría terminar en los tribunales, los mismos que él ha dotado de jueces y que, en sus cálculos, le harían mantener el poder. Los tribunales y el vicepresidente formarían entonces una plutocracia que promulgaría la destrucción del sistema electoral tal y como lo conocemos. Claro que no está garantizado que esos poderes, aunque por lo general lo apoyen, destruyan la Constitución solo por lealtad.

A algunos nos sorprende que Trump esté dispuesto a llegar tan lejos, pero así ha sido su modus operandi desde el principio de su carrera política. Aún seguimos asustados por la fragilidad de las leyes que nos cimentan y orientan como democracia, pero lo que siempre ha estado claro en el régimen Trump es que el poder ejecutivo ataca las leyes del país de forma sistemática al mismo tiempo que dice representar la ley y el orden. La única manera de encontrar sentido en esa contradicción es asumiendo que solo él encarna la ley y el orden. Una forma característicamente contemporánea de narcisismo mediático se transforma así en una forma letal de tiranía. El que representa al régimen legal asume que él es la ley, el que hace y rompe la ley a su antojo. El resultado es que se convierte en un poderoso criminal en nombre de la ley.

Tiendo a discrepar con los que dicen que el nacional-socialismo sigue siendo el modelo por el que todas las demás formas del fascismo deben medirse. Como han aclarado los estudiosos, el fascismo y la tiranía adoptan muchas formas. Aunque Trump no es Hitler, y una elección no es precisamente una guerra (al menos no una guerra civil), la misma lógica general de destrucción se pone en marcha cuando la caída del tirano parece casi segura. En marzo de 1945, cuando las fuerzas aliadas y el Ejército Rojo habían acabado con todos los puntos fuertes de la defensa nazi, Hitler decidió devastar la propia nación, ordenando la destrucción de los sistemas de transporte y comunicaciones, de las zonas industriales y de los servicios públicos. Si él caía, también caería la nación. La carta de Hitler se llamó “Medidas destructivas en el territorio del Reich”, pero pasó a la historia como el “Decreto Nerón”, por el emperador romano que en su implacable deseo de poder mandó matar a familiares y amigos, castigando a los percibidos como desleales. Cuando sus partidarios comenzaron a huir, Nerón se quitó la vida. “¡Qué artista muere en mí!”, se dice que fueron sus últimas palabras.

Trump no ha sido un Hitler ni un Nerón pero ha sido un artista pésimo cuyas actuaciones miserables han sido premiadas por sus compañeros de partido. El atractivo que ha ejercido sobre casi la mitad del país se ha basado en una especie de sadismo exultante, libre de toda obligación ética o atadura moral. Pero esa práctica no ha logrado llegar a su máxima expresión. No sólo porque más de la mitad del país respondió con asco y rechazo, sino porque su desvergonzado espectáculo necesitó en todo momento de una imagen moralizante de la izquierda: moralista, punitiva, sentenciosa, represiva y dispuesta a privar a la población de todo placer y libertad ordinarios. En el escenario trumpiano, la vergüenza ocupaba un lugar permanente y necesario en la medida en que era externalizada para atribuirle a la izquierda su responsabilidad: ¡la izquierda quiere que te avergüences por tus armas, por tu racismo, por tu agresión sexual, por tu xenofobia! En la excitada imaginación de los simpatizantes de Trump, la vergüenza podría ser superada con él y habría una “liberación” de las restricciones punitivas atribuidas a la izquierda en la forma de hablar y de comportarse, un permiso para destruir por fin las regulaciones medioambientales y los acuerdos internacionales, para vomitar bilis racista y para reforzar abiertamente las persistentes formas de la misoginia. Trump hacía campaña ante multitudes excitadas por la violencia racista y les prometía protección contra la amenaza de un régimen comunista (¿Biden?) que redistribuiría sus ingresos, les quitaría la carne y finalmente instalaría como presidente a una “monstruosa” y radical mujer negra (¿Harris?).

El presidente menguante declara que ha ganado pero todo el mundo sabe que no, al menos no por el momento. Incluso Fox está en contra de su afirmación y Pence dice que cada voto debe ser contado. Para darle nueva vida a su verdad particular, el tirano que se desploma pide que se terminen las pruebas de la COVID-19, el recuento de votos, la ciencia y hasta la ley electoral, todas esas incómodas maneras de distinguir lo que es verdad de lo que no. Si tiene que caer, tratará de que la democracia caiga con él.

Pero cuando el presidente se declara vencedor y se extiende la risa y hasta sus amigos le piden un taxi, es porque al fin se ha quedado solo con su visión de sí mismo como un poderoso destructor. Puede litigar todo lo que quiera, pero si los abogados se dispersan y los tribunales se cansan y dejan de escuchar, se encontrará, limitando su gobierno, como una simple demostración de la realidad, a la isla llamada Trump. Tal vez haya llegado el momento en que podamos dejar que Trump se convierta en el espectáculo pasajero de un presidente que trató de destruir las leyes que sustentan la democracia, se convirtió en su mayor amenaza y abrió el camino para el descanso después de un cansancio aparentemente interminable. ¡Adelante, Sleepy Joe!

Judith Butler es profesora en el Departamento de Literatura Comparada y en el Programa de Teoría Crítica en la Universidad de California (Berkeley). Su último libro se titula “The Force of Nonviolence” (La Fuerza de la No Violencia).

Traducido por Francisco de Zárate