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ANÁLISIS

Un emprendedor en la guerra: Erik Prince y 25 años de privatización del sufrimiento

1 de septiembre de 2021 22:41 h

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Por 5.500 euros te saca volando de Afganistán y por un poco más puedes contratar el paquete premium 'puerta a puerta' que incluye mercenarios que te recogen en casa y se aseguran de que llegues vivo al aeropuerto de Kabul. La oferta resultaría increíble si no viniera del fundador y expresidente de Blackwater Erik Prince, un auténtico emprendedor de la guerra con décadas de experiencia en sacar tajada de la desesperación, el caos y la violencia.

No está muy claro si ese servicio exprés de evacuación era real o una de sus habituales fanfarronadas. Tal vez era simplemente su forma de buscar un plan B, ya que la caída de Afganistán ha complicado su ambiciosa propuesta para que EEUU “privatizara” la ocupación del país y le encargara su gestión por un módico precio. Dice que a Donald Trump le tuvo casi convencido, pero el regreso al poder casi simultáneo de Joe Biden y de los talibanes no augura nada bueno para esa idea revolucionaria. 

Con esas propuestas estrafalarias, Prince puede parecer un iluminado, pero no hace tanto que sus mercenarios de gatillo fácil hacían trabajos secretos para la CIA y se paseaban por el Irak ocupado asesinando civiles. En los seis años siguientes a los atentados del 11-S, Blackwater le facturó al Gobierno de EEUU casi 850 millones de euros por diferentes servicios, así que no se puede culpar a su fundador por mantener viva la esperanza de que vuelvan las vacas gordas. 

Hace una década ya que Erik Prince tuvo que abandonar Blackwater acosado por las polémicas. La empresa sigue viva, aunque para alejarse de su terrorífica imagen pública se ha rebautizado con el nombre de Academi, una marca que suena más a escuela de idiomas de barrio que a batallón de exmilitares de alquiler. Su fundador también se ha reinventado y ahora se dedica a viajar por el mundo asesorando (y estafando) a multitud de dictadores o aspirantes a serlo. Todavía hay muchos clientes que buscan “crear un Blackwater”.

Un millonario en las fuerzas especiales

En realidad no se puede decir que Erik Prince se haya hecho millonario con la guerra, ya que es millonario desde el momento en que nació. Los Prince eran una de las familias más ricas del estado de Michigan y además tenían una enorme influencia política desde hace décadas. Sus padres ya financiaban las luchas de la derecha religiosa mucho antes de que Erik se gastara más de ocho millones de euros en apoyar a candidatos republicanos en 2016 o que otra de sus hijas, Betsy De Vos, entrase a formar parte del Gobierno de Trump. 

Erik Prince pudo incluso haberse dedicado a la política profesional. En su juventud fue becario en la Casa Blanca durante el mandato de Bush padre, pero dice que se desencantó rápidamente al observar que el entonces presidente “invitaba a grupos homosexuales” y llegaba a acuerdos con la oposición que incluían subidas de impuestos. Poco después tomó una decisión que iba a cambiar su vida para siempre: Prince se alistó en las fuerzas especiales de la Marina Estadounidense, los SEALS, en 1997.

En sus cuatro años en las fuerzas especiales, EEUU estuvo en paz y Erik Prince jamás vivió una situación real de combate, pero cuando abandonó la carrera militar ya tenía en la cabeza la idea que le haría famoso. Con una pequeña parte de su herencia compró un terreno en un área pantanosa para crear un campo de entrenamiento militar a la que, por el color de las aguas en la zona, llamó Blackwater. A finales de los años 90 era poco más que un campo de tiro, pero entonces Al Qaeda asesinó a 3.000 personas el 11 de septiembre de 2001 y todo cambió para la empresa y su fundador.

Si Bush padre había decepcionado a Prince, Bush hijo iba a hacerle de oro. El Ejército de EEUU no era lo suficientemente grande como para ocuparse de la monumental 'guerra contra el terrorismo' que estaba empezando, así que el Gobierno hizo lo que hacen casi siempre los gobiernos en una situación así: subcontratar. El problema es que no había tantas empresas que pudieran ocuparse de la seguridad de una base en Irak o de proteger a los diplomáticos estadounidenses en Afganistán. Ahí es donde Erik Prince supo ver una oportunidad y convirtió a Blackwater en algo más que una empresa de seguridad privada.

La clave de su éxito fue que, en sus inicios, Blackwater contrataba principalmente a exmilitares estadounidenses. El núcleo duro de sus mercenarios eran veteranos de las fuerzas especiales como el propio Prince que ganaban como “contratistas” mucho más dinero que como militares profesionales. Aunque pronto adquirieron una merecida fama de tener gatillo fácil, el personal estadounidense en Irak y Afganistán se sentía más seguro en sus manos que en las de soldados recién llegados o tropas iraquíes. Los contratos públicos le llovían. 

Además de las adjudicaciones millonarias del Pentágono y del Departamento de Estado, Blackwater no tardó en hacer negocios también con la CIA. El propio Erik Prince ha explicado que, aparte de dar formación a los espías de la agencia y de poner en marcha su polémico programa de bombardeos con drones, también lo contrataron para crear un equipo secreto que iba a localizar y matar a líderes de Al Qaeda. Se gastaron varios millones en esta operación, pero no llegó a realizarse ninguno de los asesinatos.

Aunque los atentados no se produjeran finalmente, el hecho de que la CIA contara con una empresa privada para montar una operación secreta de asesinatos extrajudiciales ilustra bien hasta qué punto Blackwater había penetrado en el aparato militar y de inteligencia estadounidense de aquellos años. Eran tiempos dorados para Erik Prince, pero todo iba a cambiar súbitamente en la mañana del 16 de septiembre de 2007.

El desastre que enterró a Blackwater

En un negocio tan complicado como el de Erik Prince, es imposible no tener malas noticias de vez en cuando. En 2004 su empresa perdió a cuatro empleados en una emboscada en Irak y una multitud descuartizó y quemó los cadáveres. Sus familias demandaron a la compañía, pero el verdadero desastre que cambió para siempre a Blackwater no vino de la muerte de los suyos a manos de la insurgencia, sino de la matanza que sus propios mercenarios llevaron a cabo en una céntrica plaza de Bagdad.

Era una mañana tensa en la capital iraquí porque había explotado una bomba. Dos grupos de exmilitares de Blackwater escoltaban a unos diplomáticos estadounidenses a través de un atasco en la plaza Nisour cuando, por razones desconocidas, uno de ellos disparó contra el conductor de un coche. Aparentemente el vehículo siguió avanzando con el fallecido al volante y eso llevó a los estadounidenses a pensar que les estaban atacando. Entonces comenzó la matanza de verdad.

Los mercenarios se pusieron a disparar como locos. Ametralladoras, granadas... La gente estaba atrapada en el atasco y no podía huir, mientras algunos empleados de Blackwater trataban a voces de convencer a sus compañeros de que pararan. Cuando acabó el tiroteo había 14 civiles iraquíes muertos, incluidos dos niños de nueve y 11 años, y casi una veintena de heridos. Ninguno estaba relacionado con la insurgencia y nunca se ha podido demostrar, pese a las explicaciones de Blackwater, que alguien disparara primero contra los estadounidenses.

La matanza provocó una enorme indignación popular y llevó al Gobierno iraquí a anunciar que retiraba la autorización a Blackwater para operar en el país, pero entonces alguien descubrió que la compañía, en realidad, nunca había tenido esa autorización. Cuando la fiscalía iraquí se dispuso a procesar a los mercenarios por el crimen, alguien le recordó que las autoridades ocupantes se habían asegurado de que los mercenarios gozarán de inmunidad total ante los tribunales de Irak.

Tras un larguísimo proceso judicial en EEUU, un empleado de Blackwater fue condenado a cadena perpetua por asesinato y otros tres a penas superiores a 10 años, aunque todos fueron indultados por Donald Trump poco antes de abandonar la Casa Blanca. La empresa, sin embargo, había empezado a sentir las consecuencias del desastre casi desde el mismo día del tiroteo. En un primer momento, Blackwater intentó silenciar la crisis sobornando a varios altos cargos del Gobierno iraquí, pero el verdadero problema lo tenía en casa.

Para el Gobierno de EEUU, la matanza de la plaza Nisour vino a confirmar todas las sospechas sobre la compañía y sus tácticas, propias de una película del oeste. Los últimos meses del Gobierno de Bush ya fueron de enfriamiento, pero la llegada de Obama a la Casa Blanca supuso una ruptura casi completa con Blackwater. No les renovaron su millonario contrato para proteger a los diplomáticos estadounidenses y, además, el nuevo director de la CIA informó al Congreso del programa secreto de asesinatos selectivos y luego lo canceló. 

Blackwater y el propio Erik Prince se habían convertido ya en el símbolo de los excesos de la 'guerra contra el terrorismo' y de su altísimo precio. El fundador intentó dejar atrás esa reputación rebautizando la empresa y desvinculándose de su gestión diaria, pero no fue suficiente. A finales de 2010, tres años después de la matanza en Bagdad, Prince vendió su parte de la compañía y se marchó a Abu Dhabi a emprender nuevos negocios, que hasta hoy se parecen mucho a sus antiguos negocios. 

Al mejor postor

Puede que su pasado haya impedido últimamente a Erik Prince hacer negocios con el Gobierno estadounidense, pero esa misma reputación implacable le ha hecho muy atractivo a ojos de otros líderes. En la última década le ha montado un pequeño ejército personal al príncipe heredero de Abu Dhabi, ha tratado de acabar con la piratería en Somalia, ha intentado un golpe de Estado en Libia y ha ido vendiendo por medio mundo aviones fumigadores modificados para llevar todo tipo de armamento. Por el camino ha dejado muchos clientes descontentos, pero otros nuevos siguen llegando.

Quedan lejos aquellos años en los que Prince se indignaba cuando llamaban a sus empleados mercenarios y presumía de que eran simplemente “estadounidenses trabajando para el Gobierno estadounidense”. Ahora no tiene problema en estar al servicio del Gobierno chino e incluso, en un movimiento insólito para un ultraconservador como él, ha estado explorando oportunidades de negocio con el régimen venezolano de Nicolás Maduro. Tampoco tiene escrúpulos religiosos, ya que la inmensa mayoría de los países en los que ha trabajado desde que dejó Blackwater son de mayoría musulmana.

Erik Prince no pierde la esperanza de volver a hacer negocios con su Gobierno, el estadounidense, pero ahora mismo no está fácil. En los últimos años le han investigado por presuntas violaciones de las reglas de exportación de armas, el Congreso le ha acusado de mentir en una comisión de investigación y el fiscal especial que estudió las relaciones entre la campaña Trump y Rusia dice que sirvió de enlace con Putin. Cuando el expresidente aún estaba en el poder, Prince le contaba a sus clientes que iba a ser ministro de Defensa, pero ahora, con Biden, ni eso. De cualquier manera, no es la primera batalla de la que Prince sale ileso. De hecho, en 20 años no ha hecho otra cosa que caer de pie.