Iba a ser la cumbre que confirmara la plena normalización de las relaciones entre Rabat y Madrid, tras acumular ocho años desde la última Reunión de Alto Nivel (RAN) y muchos sinsabores en una relación vecinal con más desacuerdos que sintonías. Iba a ser la ocasión para demostrar que el giro dado por el Gobierno español en el tema del Sahara Occidental, alineándose plenamente con la tesis soberanista marroquí, rendía frutos y acallaba las críticas por un gesto que ha producido un notorio enfado saharaui, una aguda crítica interna de una opinión publica mayoritariamente prosaharaui y una crisis todavía abierta con Argelia. Y, sin embargo, ha bastado un solo gesto del monarca alauí para convertirla en la RAN del desplante.
Es bien cierto que las RAN hispano-marroquíes son reuniones de Gobierno y que, por tanto, ninguno de los respectivos monarcas ha presidido ninguna de las 12 que hasta ahora se han celebrado desde que se firmó el Acuerdo de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación, en 1991. Pero, a diferencia del rey español, Mohamed VI no es solo una figura simbólica, sino el detentador personal del poder ejecutivo de tal manera que el país vive al ritmo que marcan sus planes vacacionales, traducido en prolongadas ausencias del reino.
Además, hay suficientes indicios para entender que Rabat había transmitido de diferentes maneras que habría una audiencia real al jefe de gobierno español, aprovechando la visita de Pedro Sánchez al frente de una delegación de 12 ministros, la más numerosa de todas las RAN celebradas. Por eso de poco sirve ahora que el equipo español de presidencia insista en convencernos de que ya sabía que no habría tal audiencia y que la sustitutoria conversación telefónica con Sánchez estaba pactada, cuando cualquier interesado en comunicación entiende que, de ser así, la Moncloa lo habría hecho saber de inmediato, precisamente para evitar que un hecho de ese calado se convirtiera a última hora en el titular principal de la reunión, ensombreciendo el resto de la agenda.
Porque, en definitiva, lo que muestra la decisión marroquí es que Rabat cree tener no solamente el mango de la sartén de las relaciones hispano-marroquíes, sino la sartén entera. Así se lo hemos hecho ver Gobierno tras Gobierno, desde el final de la dictadura, con una política de permanente apaciguamiento que no ha servido en ningún caso para frenar los desplantes, las amenazas y hasta las acciones lesivas para los intereses españoles en tantas ocasiones. Marruecos nos tiene acostumbrados a manejar a su antojo las reivindicaciones soberanistas- con Ceuta y Melilla a la cabeza- y la trágica realidad de un flujo migratorio que le sirve de recurrente palanca de extorsión, sin olvidar los problemas derivados del narcotráfico y el terrorismo yihadista. Y España no ha sabido nunca salirse de una dinámica a la que, una vez tras otra, nos ha sometido.
Una relación salpicada de fricciones
Evidentemente nada de eso niega que las relaciones económicas mejoren, con unas exportaciones que han superado los 10.000 millones de euros en el pasado año, asentando la posición de España como el primer socio comercial de Marruecos, y que ya se haya superado el millar de empresas españolas presentes en ese mercado. Igualmente, de los 24 acuerdos firmados ahora en la RAN, también cabe esperar algunos beneficios sectoriales nada desdeñables.
Pero suponer que con el giro en el tema saharaui –todavía pendiente de explicar a la opinión pública– y los “sapos” que se tragan a menudo en su defensa –sea “olvidarse” de Pegasus o de los periodistas reprimidos y perseguidos– ya tenemos la garantía de que Rabat va a abandonar su pretensión de integrar a Ceuta y Melilla bajo su bandera o de volver a provocar una nueva crisis migratoria cuando lo considere oportuno, media un abismo que solo la ensoñación más ingenua permite salvar.
Las relaciones entre vecinos están, inevitablemente, salpicadas de fricciones; y a todos debe interesarle establecer mecanismos que permitan salvarlas sin provocar una ruptura de la que todos saldrían perdiendo. Más aún, por puro egoísmo inteligente, a España le debe interesar el desarrollo y la seguridad de Marruecos, sabiendo que eso repercute positivamente en nuestro propio desarrollo y estabilidad.
Pero no a cualquier precio. Y hasta ahora, es un hecho irrebatible concluir que ningún gobierno español ha logrado encontrar la manera de gestionar esa vecindad sin sobresaltos. Peor aún cuando cada tropiezo va acompañado de una respuesta de otros socios comunitarios, como Francia e Italia, que habitualmente se apresuran en intentar aprovecharlo en su propio beneficio nacionalista, sin entender que, de ese modo, se le concede a Rabat un poder mayor al que tendría si supiera que la Unión Europea no está dispuesta a tragar con determinados intentos de chantaje. ¿Hasta cuándo?
Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).