“Ey, huele a gas”. Birol interrumpe la conversación con Islin. Es la una y diez de la madrugada y los dos estaban recordando cómo fue su primera noche en el parque Gezi, “una inmensa explosión de esperanza y de conciencia de nosotros mismos”, decía Islin. Birol acababa de repasar con ella una a una las fotos de su iPhone, señalando grandes historias donde apenas se veían trazos desenfocados. “Por aquí, por aquí salí yo a correr la primera vez que llegó la policía. Y aquí, aquí quemaron la primera noche las tiendas de campaña”, explicaba. También en su teléfono guarda la imagen de sus ojos irritados de la primera vez que inhaló gas lacrimógeno. “Entonces no sabíamos nada de gases. Ha pasado menos de una semana y ya tenemos todo lo necesario”. Y lo van sacando de la bolsa: limón, cebolla, un protector estomacal que se unta alrededor de la boca y la nariz, máscara integral y, si no, al menos unas gafas de buceo.
Islin ya tiene las suyas puestas. Hay desconcierto: “hoy no debería haber enfrentamientos con la policía, nos dejarán en paz, hay un grupo nuestro negociando con el Gobierno”, había dicho 5 minutos antes otro amigo del grupo que descansaba sentado en círculo en el extremo del parque más alejado a la plaza Taksin.
Durante unos segundos, la alarma parece paranoia de unos pocos que tienen el olor tan metido en la cabeza que saltan a la mínima. Pero no: el gas raspa la gartanta y clava agujas en los ojos. “¿En España tenéis gas lacrimógeno?”, pregunta Islin desesperada mientras todo el mundo a su alrededor se cubre, se levanta y se pone a andar sin rumbo fijo. El parque se torna siniestro: miles de máscaras andantes, voces con eco que no son capaces de sostener una conversación, gente tumbada en el suelo o sin saber muy bien dónde meterse, con los ojos empapados en lágrimas.
“¿Pero esto es que viene la policía?”, se pregunta el chico que había predicho que sería una noche tranquila. “No, no... dice una voz que retumba dentro de una mascarilla... Este gas no es de aquí”. Los ojos de Birol esquivan el cristal empañado de sus gafas para mirar Twitter. “Esto es lo que el viento está transportando desde GümüÅsuyu”, un barrio muy próximo al parque donde la policía sí ha decidido actuar esta noche.
El pulso social y político con los manifestantes “ya no tiene lugar en Gezi”, nos cuenta Birol. “Ahora hay otras zonas de la ciudad y del país donde se está mucho más expuesto”. Y es cierto: Gezi y la plaza Taksim están dentro de un perímetro cercado por barricadas que forman un coche, un autobús volcado o una montaña de vallas de obra.
Mientras a unos kilómetros del parque la mano dura se esmera contra los que protestan, los acampados en Gezi permanecen tranquilos, como sabiendo que su misión es estar, seguir, existir, alimentar el mito.
Por eso tienen un centro de recepción y distribución de alimentos, medicamentos, bebida... Allí nos encontramos a Glosan Ataman:
En este pequeño recinto donde se esmera Goslan aparece un hombre vestido de médico y ataviado con máscara antigas, una linterna atada alrededor de la cabeza y un megáfono. Se llama Servet y es enfermero. Es uno de los voluntarios que atiende a personas que puedan enfermar dentro del campamento: “veo a unas 20 todas las noches”, nos cuenta. Recoge vendas del dispensario de medicamentos y sale de nuevo.
Sin embargo, en el parque Gezi no hay comisiones ni asambleas. No existen los abogados oficiales del campamento, aunque sí hay abogados echando una mano. Tampoco hay un grupo que se dedique a la seguridad del recinto, pero se acumulan las anécdotas de cómo la convivencia se autocontrola, a pesar de que en el lugar conviven religiosos, ateos, asociaciones LGTB, todo tipo de corrientes de izquierda y aficionados de equipos de fútbol de Estambul, cuyas aficiones se llevan a matar. “Todo el mundo es consciente de que estamos en un momento excepcional, y se mantiene la paz”, nos cuenta orgullosa Islin, con esa ilusión que hace que no te atrevas a preguntarle cuánto tiempo cree que puede sostenerse la situación.
Ya se dan pistas de que la voluntad es de permanencia. Desde este miércoles una librería donde la gente lleva libros y puede coger el que quiera. Nos lo cuenta entusiasmada Zeynep Pekin:
El paseo por el parque es interminable. Cientos de personas se quieren quedar a dormir, con la máscara antigas colgada del cuello. Los vendedores ambulantes aguantan hasta el amanecer. Se vende alcohol y hay música, se bebe y se baila: es una forma de pasar el tiempo, de divertirse, pero también de reafirmar unas libertades que son las que precisamente ven amenazadas.
En el tablero de esta revuelta turca no aparece la palabra “crisis”. Ni “paro”. Qué raro se hace no escucharlas. Sí aparecen otras dos dominándolo todo, presentadas como términos antagónicos: Libertad y Erdogan. “Esto no tiene nada que ver con tres árboles”, repiten apoyados sobre los troncos del parque, cuya defensa fue el símbolo de la resistencia que reventó las calles. “Los medios de comunicación tradicionales no han informado de lo que estaba pasando aquí”, dice todo el mundo. “Para la mayoría es nuestra primera experiencia política”, reconocen.
Hay mucha gente, demasiada para poner de acuerdo sobre un punto, demasiado diferentes como para pensar que eso sería posible aunque fueran menos. Lo que ocurre en Gezi es, más bien, una reafirmación generacional, un enorme advertencia. Es una “revolución del honor”, nos dice Cinar mientras a su espalda algunos buscan refugio de la lluvia, que atosiga pero no desaloja.
Algunos secan su ropa de la lluvia en una fogata improvisada junto a una de las barricadas que corta el acceso a Taksim. “¡Policía, policía!”, alertan desde una de las entradas. La alarma dura poco. Y amanece en Estambul.