No existe una ciudad en el mundo con la capacidad de atracción simbólica de Jerusalén. Capital de estados, lugar más sagrado de dos religiones monoteístas (y tercero más sagrado de otra) cuyos seguidores suman más de la mitad de la Humanidad, excusa de invasiones y guerras; ocupada por todos los poderes más importantes de cada momento y ciudad preeminente de la zona más barrida por combates y batallas desde que existen los estados es el lugar donde más historia por metro cuadrado se ha concentrado jamás.
Allí han muerto dioses, se han venerado reliquias sagradas y han despegado hacia el cielo profetas; allí se han cometido masacres espantosas y actos de increíble heroísmo en el nombre de diversas patrias y religiones. Según varios libros sagrados, será en sus proximidades donde comience el fin del mundo. Hoy vuelve a estar en el foco de tensiones locales e internacionales de primer orden por una decisión del país más poderoso del mundo. No es la primera vez ni será la última.
La franja de tierra que hoy es Israel y Palestina lleva milenios empapada en sangre. La primera batalla registrada de la Historia, la de Qadesh, se produjo en el año 1274 adC después de que las tropas de Ramsés II atravesaran la zona hacia el norte para invadir el Imperio Hitita. Su remoto sucesor Ramsés III peleó allí dos veces contra los Pueblos del Mar en el siglo XII adC. Desde siempre, la tierra de Canaán ha servido como única conexión terrestre por la que un ejército podía moverse entre tres regiones poderosas: Anatolia, Mesopotamia y Egipto. La realpolitik de tres grandes potencias provocó una casi constante fragmentación política.
Los hebreos llegaron a la región en el siglo XIII adC y se convirtieron en preeminentes llegando a crear reinos (Israel y Judá) relativamente breves; ellos y su capital, Jerusalén, fueron con frecuencia conquistados ya por los mesopotámicos (el Cautiverio en Babilonia), ya por los egipcios (el Éxodo) o por los poderes que controlaran esas áreas (los reinos helenísticos seléucidas o ptolemaicos tras Alejandro Magno). Este continuo trasiego sólo se detuvo, temporalmente, con la llegada de Roma, que primero instaló un reino vasallo y después incorporó directamente la región como provincia de Judea.
Del cautiverio a la persecución de los judíos
Durante sus numerosos cautiverios y dominaciones extranjeras los hebreos fueron capaces de mantener su identidad étnica y religiosa, hasta tal punto que se sublevaron en numerosas ocasiones contra todos sus captores, a menudo de la mano de sectas fanáticas.
Esto provocó feroces represalias de las potencias dominantes que incluyeron la destrucción del primer Templo por los Babilonios en el 586 adC, seguida del exilio, y culminaron con las revueltas que llevaron a la toma de la ciudad y a la nueva destrucción del Templo en el año 70 por Tito, la toma de Masada en el 73 y la destrucción y renombramiento de Jerusalén como Aelia Capitolina (y de la región como Syria Palestina) en el año 135.
A partir de este año se prohibió tanto la práctica de la religión judía como que éstos habitasen en la capital y alrededores. La Diáspora había comenzado ya con los sucesos del año 70 y acabó por dispersar a la mayoría de los hebreos por todo el mundo; solo unos pocos siguieron viviendo en algunas áreas de lo que hoy es Israel.
Los judíos fueron aceptados como habitantes del Imperio Romano y terminaron por recibir la ciudadanía de Roma, siendo tratados relativamente bien. Al menos hasta que el cristianismo se convirtió en la nueva religión oficial del Imperio, cuando las interpretaciones culpabilizantes de algunos pasajes de los Evangelios provocaron el inicio del rechazo a los judíos que acabaría por convertirse en persecución y odio. Al mismo tiempo la ciudad era el lugar clave de la historia de la Pasión y Muerte de Cristo, y por tanto sede principal de la nueva y vigorosa religión.
El Imperio Romano de Oriente, con capital en Bizancio, inició una política de animar (si no forzar) a la conversión de los judíos que provocó una revuelta aplastada ya en el 351, con varias ciudades arrasadas en Galilea que nunca fueron reconstruidas.
Progresivamente las autoridades comenzaron a aumentar la presión, con pocas excepciones, y aunque Juliano animó a los judíos a reconstruir Jerusalén su breve reinado impidió que se hiciera gran cosa. Pero la ciudad era el lugar clave en la vida de Jesucristo, de modo que entre el final del imperio y el inicio de la Edad Media poco a poco se fueron instalando templos y monasterios cristianos allí. Con mayores o menores dificultades y alguna invasión las cosas se mantuvieron estables hasta la llegada de los musulmanes, que conquistaron la ciudad en el año 638 bajo el mando de Omar Bin Al Jattab.
Jerusalén, los musulmanes y las cruzadas
Jerusalén ya era importante para los musulmanes. Al principio la quibla (la dirección en la que deben rezar los devotos de esta religión) apuntaba a esta ciudad, desde donde la tradición indica que Mahoma había ascendido a los cielos a caballo.
La dominación árabe no supuso grandes cambios, ya que las nuevas autoridades respetaban a los llamados Pueblos del Libro; los escasos judíos que aún vivían allí y los cristianos locales no fueron perseguidos (aunque se les impusieron tasas especiales). Durante varios siglos la situación de la ciudad sólo varió por enfrentamientos entre sectas musulmanas y la progresiva construcción de mezquitas y monumentos de esta religión.
La situación cambió con la Primera Cruzada, puesta en marcha en el 1095 pero que culminó con la toma de Jerusalén en 1099 por el noble francés Godofredo de Bouillon, que procedió a masacrar a la mayoría de la población musulmana y judía (los cristianos habían sido expulsados de la ciudad ante su llegada).
Los cruzados fundaron el llamado Reino de Jerusalén, gobernado por el hermano de Godofredo, Balduino I. Tal había sido la masacre inicial que tuvieron que repoblar la ciudad con cristianos ortodoxos, a pesar de lo cual quedó muy reducida en su pujanza. En el siglo XII, Saladino reconquistó la ciudad expulsando a 60.000 francos y permitiendo el retorno de musulmanes y judíos a sus murallas; los cristianos ortodoxos fueron respetados.
Al final de la Sexta Cruzada, en 1229, Jerusalén fue entregada pacíficamente a los cristianos por el sultán de Egipto al emperador del Sacro Imperio Germánico Federico II, pero poco después (en 1244) fue saqueada por tártaros, que masacraron a los cristianos y expulsaron a los judíos que encontraron.
Sucesivas revueltas, invasiones y desastres (terremotos e incluso una epidemia de peste negra) redujeron la población hasta 2.000 habitantes en 1267, de los cuales sólo dos familias eran judías, 300 moradores cristianos y el resto, musulmanes.
La situación cambió en 1517 cuando la región pasó a estar controlada por el Imperio Otomano y Solimán el Magnífico implantó un extenso periodo de restauración. Los otomanos construyeron la actual muralla y adecentaron monumentos y caminos; a mediados del siglo XIX hicieron la primera carretera pavimentada (a Jaffa).
En 1832 la ciudad fue conquistada por el egipcio Mehmet Alí, y las delegaciones diplomáticas comenzaron a establecerse allí. Los mamelucos permitieron la restauración de algunas sinagogas, y el control regresó a los otomanos en 1840. Muchos musulmanes egipcios permanecieron en la ciudad, que también recibió migrantes judíos del norte de África.
Desde mediados del siglo XIX la creciente debilidad otomana propició que los representantes consulares de las potencias europeas maniobraran en la región; también se instalaron misiones, hospitales y monasterios.
El sionismo y el Hogar Nacional
La era otomana acabó en 1917 con la Primera Guerra Mundial: la Turquía aliada con Alemania fue atacada por los británicos, que en una dura campaña a lo largo del Sinaí y Palestina expulsaron a los turcos desde Egipto. Tras la guerra la Sociedad de Naciones concedió el territorio a los ingleses como mandato colonial. Pero desde finales del siglo XIX un nuevo movimiento político en Europa y el mundo estaba cambiando la situación en la región: el sionismo.
Los sionistas proponían la creación de un Hogar Nacional judío en la Tierra de Israel para los judíos dispersos, que aún eran objeto de persecuciones en numerosos países europeos. Como parte de este movimiento político, surgió el fenómeno de la aliyá o inmigración a Eretz Israel, que empujó a migrar a miles de judíos de todos los países. Incluso empezaron a crear instituciones. En 1920 se fundó la Universidad Hebrea de Jerusalén en el Monte Scopus.
La creciente presencia judía en el territorio empezó a provocar la desconfianza y el rechazo de las poblaciones árabes que llevaban siglos allí asentadas. Surgieron grupos activistas que pronto se armaron; comenzaron los pogromos y ataques terroristas e incluso revueltas generales como la árabe de 1936-39.
Los grupos sionistas atacaban a los británicos a los que acusaban de no permitir nueva inmigración incluso durante la persecución en la Alemania nazi que culminaría en el Holocausto. Los árabes rechazaban la llegada de nuevos inmigrantes judíos y exigían protección a los británicos, que en la declaración del ministro de Exteriores Balfour habían prometido ya en 1917 su apoyo a la idea sionista. La tensión aumentó y la violencia, también.
La situación se complicó tras el final de la Segunda Guerra Mundial y la comprobación por un mundo horrorizado de los espantos del Holocausto judío en Alemania. La tregua tácita entre los sionistas en Palestina y los británicos se terminó, y organizaciones terroristas judías atacaron al mandato británico. Esta violencia culminó el 22 de julio de 1946 en la voladura del ala sur del Hotel Rey David en Jerusalén (sede de la Administración colonial británica) por parte del Irgún, grupo dirigido por Menájem Beguin (décadas después, primer ministro israelí), que causó 91 muertos. No fue el único atentado, aunque sí el más sangriento.
Vista la situación, Gran Bretaña mostró su disposición a abandonar el mandato. Para gestionar su salida, la Asamblea Nacional de la recién creada Organización de las Naciones Unidas aprobó en noviembre de 1947 un plan que establecía la creación de dos estados, uno árabe y otro judío, quedando la ciudad de Jerusalén con un estatus internacional.
El plan establecía las fronteras de los dos estados y fue aceptado por las autoridades judías, pero repudiado en masa por la población árabe y los países vecinos como Siria, Transjordania y Egipto, que amenazaron con resolver el conflicto por la fuerza. Al día siguiente de la declaración estalló una guerra civil generalizada; las autoridades británicas se inhibieron y salieron oficialmente de la región el 15 de mayo de 1948. El día antes David Ben Gurion proclamó la independencia del Estado de Israel. El día siguiente los países árabes atacaron al recién proclamado Estado.
Por entonces los casi 100.000 judíos que vivían en Jerusalén llevaban meses sitiados al estar cortada la carretera de la costa por fuerzas árabes. La Ciudad Vieja de Jerusalén fue ocupada el 28 de mayo por la Legión Árabe jordana, que inmediatamente expulsó de sus casas a los 2.000 habitantes del barrio judío y voló dos días después una sinagoga del siglo XVIII. El final de la Guerra Árabe Israelí de 1948, o Guerra de Independencia como se denomina en Israel, dejó la ciudad dividida y la partición propuesta por la ONU en suspenso.
Un obstáculo para los acuerdos de paz
La situación no cambió hasta la Guerra de los Seis Días en junio de 1967, cuando Israel con la conquista de Jerusalén Este en menos de 48 horas. Allí descubrieron que durante su ocupación los jordanos habían demolido y desecrado numerosos hogares y lugares de culto en el Barrio Judío de la Ciudad Vieja. Israel, por su parte, demolió inmediatamente el antiguo Barrio Marroquí para despejar la explanada bajo el Muro de las Lamentaciones, que quedó adscrita al Barrio Judío. No sería el único cambio: miles de musulmanes y cristianos fueron expulsados de sus casas y se prohibió vivir en esa zona a los no judíos.
Desde entonces el estatus de Jerusalén es uno de los principales obstáculos a cualquier acuerdo de paz árabe-israelí. En el año 2000 durante los segundos encuentros de Camp David el primer ministro israelí Ehud Barak ofreció a los palestinos representados por Yaser Arafat que la capital de su nuevo estado fueran los barrios árabes de Jerusalén Este, en especial Abu Dis, rebautizado Al Quds (el nombre árabe de la ciudad). A cambio los palestinos tendrían que ceder el Monte del Templo, aunque mantendrían su gestión religiosa, y un 9% de territorio cisjordano.
El acuerdo fue rechazado y desde entonces la postura negociadora israelí se ha endurecido debido al aumento del poder de partidos ultrarreligiosos y del movimiento colono que pide la anexión de lo que ellos llaman Judea y Samaria y la creación del Gran Israel.
La situación actual es favorable a Israel. Egipto tiene un gobierno que apoya los acuerdos de paz mientras que Siria se haya envuelta en una guerra civil muy destructiva que la aleja como amenaza. Los palestinos están divididos entre la Autoridad Nacional Palestina y la Franja de Gaza, gobernada por Hamás, aunque últimamente parece haber cierta tendencia a la reunificación. Jordania tiene buenas relaciones con Israel e Irak está demasiado ocupado con sus propios problemas internos.
El principal rival a temer para el Estado judío sería Irán, enfrentado con Arabia Saudí y las monarquías del Golfo hasta tal punto que ha habido muestras de cierto acercamiento entre Riad e Israel. Las relaciones con Turquía, que fueron buenas hace años y cayeron tras el ataque a la flotilla de Gaza, parecen estarse encarrilando. A pesar de las dinámicas internas Israel es ahora más fuerte que nunca frente a los palestinos.
Por eso sorprende y descoloca la decisión del presidente Trump de reconocer Jerusalén como capital de Israel y su voluntad de cimentar este reconocimiento llevando allí la embajada estadounidense. Israel proclamó la ciudad como su capital en 1949, lo que es contrario a la resolución de la ONU de 1947, y lo cimentó con la Ley de Jerusalén de 1980; como consecuencia la ONU ordenó en una resolución a todos los países que desplazaran sus embajadas a Tel Aviv. Pero el rechazo de esta resolución también implica el potencial rechazo de la solución de los dos estados, lo que algunos sectores en Israel interpretan como un apoyo al Gran Israel.
Al mismo tiempo, el gobierno EEUU deja de ser un mediador neutral con este gesto y se coloca decisivamente en uno de los lados del conflicto. La medida hace temer que de nuevo, como desde hace milenios, la región vuelva a verse envuelta en un baño de sangre. Una realidad terrible sin fin a la vista.