Nunca antes en Uruguay una investigación judicial había acaparado tanta atención mediática como la denominada “Operación Océano”. Se trata del mayor escándalo de explotación sexual de menores hasta ahora conocido en el país, con un total de 20 denunciantes y 33 imputados. Lo que diferencia a este caso de otros muchos relacionados con delitos sexuales es el alto perfil socioeconómico de los sospechosos, entre los que figuran empresarios, profesores, abogados, arquitectos y hasta un exjuez, de edades comprendidas entre los 30 y los 70 años.
La Operación Océano se inició a raíz del hallazgo del cadáver de una chica de 17 años junto a un arroyo en un departamento cercano a Montevideo en marzo de 2020. Las autoridades descubrieron que la joven, que llevaba días desaparecida, había denunciado a un hombre por abuso sexual. A partir de ahí comenzó la investigación: la Fiscalía incautó teléfonos móviles y localizó a otra víctima. Después vendrían más, hasta un total de 20, todas menores de edad, de entre 14 y 17 años. Los imputados utilizaron las redes sociales para captarlas y les ofrecían dinero, regalos o droga a cambio de sexo.
Este caso tira por tierra los mitos que existen alrededor de la explotación sexual de menores: ni es algo excepcional ni quienes cometieron los abusos son enfermos mentales. Son hombres plenamente conscientes de sus actos, con formación académica y un poder adquisitivo elevado.
Las víctimas, por su parte, no provienen de los sectores más pobres ni están institucionalizadas, lo que confirma que esta problemática atraviesa todas las clases sociales. Operación Océano también evidencia lo normalizada que está la explotación sexual de menores en Uruguay, un fenómeno instalado desde hace varias décadas en el país, tal y como explican varios expertos.
“Es un problema que ha estado invisibilizado por mucho tiempo y que ha costado mucho trabajo poner en la agenda política y mediática. Hace una década directamente se negaba”, señala a elDiario.es el sociólogo Luis Purtscher, presidente del Comité Nacional para la Erradicación de la Explotación Sexual Comercial de la Niñez y la Adolescencia (CONAPEES) de Uruguay, cuyos equipos detectaron 450 situaciones de presunta explotación sexual a lo largo de 2020 en todo el territorio, casi el doble de las 240 que contabilizaron en 2019.
Este pequeño país de 3,5 millones de habitantes está considerado como uno de los más estables, progresistas y prósperos de América Latina y así lo demuestra su índice de democracia o sus datos sobre transparencia, acceso a servicios públicos o igualdad económica con respecto a otros países de la región. Tal vez por eso, “en el imaginario uruguayo existe esa cuestión de que acá los problemas no existen, o si existen, no tienen una magnitud importante”, señala Purtscher. Sin embargo, “tanto la casuística como las investigaciones demuestran no solo que Uruguay es un país que convive con la explotación sexual comercial, sino con situaciones de trata interna e internacional”, asegura el experto de este órgano interinstitucional. Y ocurre, además, con más frecuencia de lo que se cree, especialmente en lugares donde hay grandes emprendimientos con abundante mano de obra masculina, en zonas turísticas o en los departamentos de frontera, debido a la permeabilidad de esos límites político-administrativos.
Conocer la verdadera dimensión del problema es complicado, debido al subregistro de este tipo de abusos. Aún así, según datos del Ministerio del Interior uruguayo facilitados a elDiario.es, en 2018 se registraron 2.470 denuncias de delitos sexuales, 3.028 en 2019, mientras que en 2020 hubo 2.841. En los primeros dos meses de este año ya se han registrado 436. El delito más cometido fue el abuso sexual.
El empeño de una fiscal
Además del elevado número de imputados y víctimas de la Operación Océano, así como su perfil, otro elemento que diferencia a esta investigación es el compromiso personal de la fiscal de delitos sexuales que lleva el caso, Darviña Viera, para que los hechos no queden impunes. La jurista está aplicando el enfoque de género en sus actuaciones, algo que no abunda en la justicia uruguaya.
“La fiscalía está librando una dura batalla porque los acusados tienen abogados poderosos que no escatiman en estrategias para entorpecer y dilatar el proceso con cualquier tipo de tecnicismo y salir impunes”, explica a este medio la activista Andrea Tuana, directora de la asociación civil El Paso, refiriéndose a que los abogados defensores han presentado un recurso de nulidad contra la investigación alegando que no tuvieron acceso a ciertas pruebas a las que sí accedió la Fiscalía. Si la justicia acepta ese pedido, el caso corre peligro.
Ese compromiso que ha asumido la fiscal Viera se ve reflejado en el apoyo que le transmiten muchos ciudadanos en la calle, un hecho que, según la propia funcionaria, le anima avanzar en su trabajo.
“La gente me hace señas positivas por la calle, como dándome para adelante. Ver que te apoyan te levanta la autoestima. Nosotros -la Fiscalía- estamos abocados a reunir pruebas y evidencias para esclarecer lo ocurrido”, indica a este medio Viera, que de forma escueta señala que pronto podría haber novedades en el caso. Aunque una parte de la sociedad uruguaya considera que esta institución está tratando de hacer justicia, también hay otra que culpabiliza a las menores. “La sociedad está dividida”, apunta.
Los abogados defensores de los imputados en la Operación Océano aseguran que sus clientes fueron engañados por las víctimas “al hacerse pasar por mayores de edad falseando su identidad”. Sin embargo, la fiscal considera que “hay una clara asimetría de poder entre los imputados, con todo un bagaje de experiencia, y las menores”. “Cada persona debe cerciorarse bien de con quién está. Estos hechos tienen un impacto enorme en las víctimas”, asegura Viera, consciente de que en Uruguay “falta sensibilización sobre los delitos sexuales” así como aplicar un enfoque de género.
La Fiscalía no ha encontrado indicios de una red delictiva como tal en la Operación Océano, pero en el país latinoamericano operan redes de explotación sexual y de trata de mujeres que se extienden a lo largo y ancho de todo el territorio. Llevan años haciéndolo, como han demostrado casos emblemáticos como el de Silvia Fregueiro, que desapareció en 1994, y otros más recientes como el de Milagros Cuello, una joven de 17 años desaparecida en 2016 cuya madre sigue buscando justicia.
“Hay redes de explotación operando en el país y algunas han sido desmanteladas. Hay chicas desaparecidas vinculadas a redes, adolescentes que han sido trasladadas internamente en el país y redes que operan para la trata internacional”, asegura Tuana. Mientras que algunas jóvenes desaparecen de forma permanente, a otras menores “se las llevan por un periodo de tiempo y después son devueltas -a sus casas-, siempre amenazadas para que guarden silencio”, aclara la reconocida activista.
En 2020 desaparecieron tres adolescentes y cuatro mujeres adultas en el país, mientras que en lo que va de año han desaparecido tres, según datos del colectivo Encuentro de Feministas Diversas (EFD) de Uruguay, que recopilan estos casos basándose tanto en la información del Ministerio del Interior como la que aparece en redes sociales o la que aportan las propias familias de las desaparecidas. Al tratarse de mujeres jóvenes y menores de edad que provienen de entornos vulnerables, este colectivo considera muy probable que puedan ser víctimas de redes de trata.
En Uruguay la edad de las víctimas se sitúa generalmente entre los 15 y 17 años, pero en este último tiempo ha habido un descenso de la edad de explotación sexual comercial y los expertos advierten de que ahora hay incluso niñas de 11 años que están siendo explotadas en el país.
La trata de personas en el mundo sigue afectando principalmente a mujeres adultas y niñas, tal y como indica un informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito publicado en febrero de este año, aunque ha habido un aumento en los hombres y niños en comparación con el reporte anterior. Además, la explotación sexual se mantiene como la principal finalidad de explotación a nivel mundial.
“Ruta del infierno”
Aunque hay excepciones, como ocurre en la Operación Océano, la mayoría de los niños, niñas y adolescentes víctimas de explotación sexual provienen de entornos de exclusión social y contextos vulnerables. Tuana lo describe como la “ruta del infierno”, historias de vida marcadas por la violencia, el abuso sexual, la falta de cuidados, el hambre y la pobreza: “Resulta mucho más fácil captar, engañar y manipular a una joven a la que le falta todo y quiere escapar de ese sufrimiento”. También hay casos en los que los explotadores captan a adolescentes de mejor situación socioeconómica para engañarlas con promesas de fama.
Desde la asociación El Paso, que lucha por la defensa de los derechos humanos de niños, niñas, adolescentes y mujeres en Uruguay, llevan años denunciando a las autoridades esta situación y, pese a los avances que se han producido como fue la creación del CONAPEES o la Ley de Prevención y Combate de la trata de personas, “lo cierto es que ninguna de esas medidas tiene el impacto en la vida de los gurises (chavales) que debería tener”, asegura Tuana.
La investigadora y docente feminista reclama voluntad política para acabar con la explotación sexual de menores y la trata en el país, ya que ni el anterior gobierno izquierdista del Frente Amplio -que gobernó Uruguay desde 2005 y hasta 2020- ni el actual Ejecutivo, presidido por el conservador Luis Lacalle Pou del Partido Nacional, han logrado hacer frente al problema, agravado ahora por la pandemia.
“El Estado uruguayo no hace lo suficiente ni para prevenir o combatir la impunidad ni para proteger a esos jóvenes. Se necesita voluntad política para armar un plan nacional y combatir la explotación sexual en el país. Se necesita una policía especializada con más recursos, un servicio de atención en cada departamento con unidades móviles que lleguen a los pueblos más pequeños. Se necesitan hogares especializados con equipos técnicos, médicos y sociales para contener a estos menores, así como atención a largo plazo en salud para trabajar el trauma psicológico y salidas laborales para que no se vean obligados a volver a esos contextos. Es algo que se puede lograr, no implica hipotecar al país, sino todo lo contrario”, asevera Tuana.
“La muerte de mi hijo no fue un accidente”
La situación es especialmente alarmante en el departamento de Treinta y Tres, al este, uno de los 19 que conforman el país. Allí la justicia investiga una posible red de explotación sexual a menores a raíz de la denuncia interpuesta ante la Fiscalía en 2020 por el Instituto del Niño y Adolescente de Uruguay (INAU), al considerar que más de 20 niños, niñas y adolescentes vinculados a la institución podrían estar siendo víctimas de este delito.
Unas 50 organizaciones sociales, según informó el periódico La diaria, también han mostrado recientemente su preocupación por la existencia de redes de “explotación sexual, corrupción, trata, asesinatos y muertes dudosas de adolescentes” en la ciudad de Treinta y Tres, capital del departamento homónimo.
En los últimos tres años, se han contabilizado tres muertes de adolescentes que podrían estar relacionadas con estas redes. Rocío Duche, una chica de 14 años que permaneció un tiempo alojada en un hogar de acogimiento familiar dentro del programa de apoyo del INAU, fue asesinada en 2018, tan solo unos días después de que fuera devuelta a su familia. Su cadáver apareció en una cuneta y presentaba golpes en la cabeza y en la espalda. En 2019, Ángel Acosta, también de 14 años y con un seguimiento del INAU, apareció ahogado. A finales de 2020 la adolescente Milagros Piedra, de esa misma edad y con seguimiento de la institución, murió a raíz de un aborto en el hospital. En 2019 esta chica había publicado en redes sociales nombres de los posibles asesinos de Rocío Duche.
“Estos hechos reflejan la vulneración de derechos, la desprotección y la negligencia que sufren los gurises [chavales] en este y otros muchos departamentos. Están totalmente expuestos a cualquier forma de violencia”, señala Tuana.
La madre de Ángel Acosta, Ana Bustamante, lamenta que el caso de su hijo haya sido archivado porque está segura de que su muerte “no fue un accidente”. Al otro lado del teléfono Ana recuerda aquel 25 de septiembre de 2019 en el que un hombre de unos 30 años llegó a su casa preguntando por Ángel. Su hijo, entre lágrimas, dijo que no quería acompañarle, pero el hombre se metió en la casa y le obligó a ir con él. Tan solo unos minutos más tarde, este mismo individuo regresó a la casa de Ana para decirle que su hijo se había ahogado.
Nadie dio explicaciones a esta madre, tampoco la policía, que se limitó a decirle que “no podía hacer nada” al tratarse de un accidente.
“Mi hijo sabía nadar. Cuando lo encontraron, tenía un golpe debajo del ojo, como si le hubieran dado un puñetazo. Yo creo que mi hijo sabía cosas y querían que estuviera callado”, relata Ana a elDiario.es. En otra ocasión Ángel le había contado que en la casa de ese hombre “se juntaban muchas menores de noche y que en una cama de dos plazas hacían cualquier cosa”.
El mismo hombre que engatusó a Ángel con sus caballos y lo llevó a pasear en coche, pese a las innumerables veces que Ana le dijo que no podía hacerlo, ha incumplido recientemente con la medida cautelar impuesta por la justicia de acercarse a una chica menor de edad, delito por el que fue condenado a tres meses de prisión, que han sido sustituidos por el régimen de libertad a prueba.
Ana, que ha sido amenazada en varias ocasiones, mantiene la esperanza de que el caso de su hijo se reabra. Quiere que se haga justicia, no solo por Ángel, sino por todas las menores que puedan encontrarse en una situación parecida: “No quiero que otras madres sufran lo mismo que yo”.