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El exilio español en Chile a bordo del Winnipeg cumple 80 años: “Mi abuelo salió del pueblo en un barril de aceitunas”

La imagen de los cerros iluminados en la bahía de Valparaíso quedó grabada en la memoria de los refugiados españoles a bordo del Winnipeg la noche de su llegada a Chile. No podían entender por qué había luces tan arriba, como si fueran estrellas. Lo comprendieron la mañana siguiente, el 3 de septiembre de 1939, hace 80 años, cuando vieron por primera vez el puerto con luz de día. “Llegamos a las tres de la madrugada y toda la bahía estaba iluminada, lo que para nosotros fue una maravilla, porque pensábamos que íbamos a llegar a un puerto pequeño”. Es es el recuerdo del fallecido pintor José Balmes. Tenía 12 años cuando pisó tierra chilena por primera vez y su testimonio quedó recogido en el libro de Jaime Ferrer Los españoles del Winnipeg, el barco de la esperanza: “Nunca olvidaré el olor del barco, mezcla de pescado podrido y vómito. Los camarotes parecían unos nichos de madera. Al despertar, lo primero que oíamos por los altavoces era una canción de la guerra española: El pueblo que crece y labora ... Esa canción me tenía loco”.

Como Balmes, más de 2.200 refugiados de la Guerra Civil española arribaron a Chile el 2 de septiembre de 1939 tras un mes de travesía por el Atlántico. Construido en 1918, la nave había sido destinada al transporte de mercancías y como máximo podía acoger un centenar de tripulantes, por lo que tuvo que ser acondicionada para la ocasión.

“Mi abuelo estaba en el campo de concentración de Saint Cyprien y en algún momento escuchó que había un barco que podía salir con republicanos al exilio. No dudó en ir a ver de qué se trataba, aunque no tenía idea de dónde quedaba Chile en el mapa”, cuenta Claudia Sáez, nieta de Marcelino Cabañas, entonces un veinteañero que había perdido a una hermana y sobrevivido a una bomba alemana durante la guerra.

También Candido Gracia García había escuchado rumores sobre una embarcación. Oriundo de Uncastillo, en la provincia de Zaragoza, era propietario de una fábrica de hielo y concejal por Izquierda Republicana cuando estalló la guerra. Tras luchar en el frente y vivir en la clandestinidad, a los 41 años desembarcó en Chile. En España se quedaron su mujer y sus cuatro hijos. “Cuando salió del pueblo escondido dentro de un barril de aceitunas, nunca más volvió”, señala su nieta Mila Garcia.

Las peripecias y anécdotas de la travesía fueron atesoradas en artículos y publicaciones históricas que presentan el buque como la última esperanza de los refugiados. Hablan de las literas con frazadas y colchonetas de paja; de la música de los altavoces –Valencia, tangos y La Marsellesa–; del nacimiento de dos bebés a bordo y la muerte de otro; y del peculiar uso que se les daba a los botes salvavidas, que acogían los encuentros sexuales de más de una pareja. Un viaje siempre marcado por la amenaza de la Segunda Guerra Mundial, cuyo inicio era inminente y hacía temer una persecución por parte de la marina alemana. Varios submarinos nazis atacaban embarcaciones francesas e inglesas que navegaban por esas aguas.

Pablo Neruda, una figura clave

El poeta Pablo Neruda seguía de cerca los acontecimientos del otro lado del Atlántico. La guerra le había arrebatado a su amigo Federico García Lorca y lo distanció de los escritores e intelectuales de la Generación del 27, con los que había coincidido pocos años antes, durante su período como diplomático en Barcelona y Madrid.

En Chile, las consecuencias de la Guerra Civil y la situación de los refugiados en Francia se convirtieron en un tema de debate para la opinión pública, hasta el punto de que los sectores más a la izquierda de la coalición de gobierno del Frente Popular presionaron a su presidente para que colaborara con la acogida de los refugiados. Pedro Aguirre Cerda aceptó designar a Neruda como cónsul especial para la inmigración española y fue destinado a París para coordinar el traslado de los españoles a Chile.

Distintas instituciones –el Servicio de Evacuación de los Refugiados Españoles (SERE), la Federación de Organizaciones Argentinas pro Refugiados Españoles (FOARE) y el Comité Chileno de Ayuda al Refugiado Español (CChARE)– financiaron el viaje de los exiliados y concedieron una asignación para los primeros seis meses de estancia en el país sudamericano. También colaboraron económicamente países como Uruguay o Colombia.

Pese a que el gobierno de Aguirre Cerda no financió el viaje del barco ni el plan de inmigración posterior, ordenó una selección de los pasajeros, con prioridad para quienes pudieran aportar al sistema productivo del país. Su preferencia eran los trabajadores o técnicos, por delante de profesionales liberales, políticos o intelectuales. Neruda eligió una a una las personas que subieron a la nave, sin ser demasiado estricto con los criterios que llegaban de Santiago. “El tata escuchó que se decía que querían perfiles técnicos. Él era estudiante de la Escuela de Artes y Oficios La Palma de Madrid, iba a cursar el tercer año de lo que equivalía a Arquitectura, cuando estalló la guerra. Él dijo que en su familia había panaderos y ferreteros, y como necesitaban gente con esas condiciones, lo eligieron”, relata Claudia Sáez, que hoy también es secretaria de la Corporación Amigos del Winnipeg. La embarcación se llenó de hombres y mujeres artistas, pescadores, artesanos, campesinos, marineros, albañiles, zapateros... “El abuelo siempre decía que había todo tipo de gente y no solo puros rojos y comunistas, como se repetía tanto en la prensa”, añade Sáez.

Según la investigadora Encarnación Lemus, los políticos conservadores de Chile “utilizaron todos los medios a su alcance” para advertir “del peligro de una invasión de rojos” provocada por la llegada de los republicanos. Su principal aliado fue la prensa que pasó todo el verano difundiendo artículos alarmistas con titulares como 'El Winnipeg es un barco comunista a cuyo mando funcionaba un soviet', publicado por El Mercurio el 28 de septiembre.

A pesar de la campaña del miedo, los imprevistos y dificultades, el 3 de agosto el Winnipeg zarpó destino a Valparaíso: cruzaría el Atlántico, pasaría por el Canal de Panamá y se encaminaría hacia el sur por el Pacífico. En recuerdo a ese día, Neruda compuso su poema Misión de Amor: “Yo sentía en los dedos / las semillas / de España / que rescaté yo mismo y esparcí / sobre el mar, dirigidas / a la paz / de las praderas”.

Desembarco y acogida

A las 9 de la mañana del día 3 de septiembre empezó el desembarco ante una multitud que esperaba a los españoles con cantos, banderas y un gran entusiasmo. “La gente los acogió con carteles, ropa de abrigo, comida, fruta y bailes. Cuentan que eso fue muy emocionante y que llegaron a llorar”, detalla Claudia Sáez. El testimonio del célebre historiador Leopoldo Castedo, que entonces tenía 24 años, lo confirma: “Una impresionante masa humana llenaba muelles, grúas, tejados de los edificios aduaneros. Banderas y pancartas ondeaban y una banda de música tocaba el Himno Nacional y la Marcha de Riego. Después se animaron con tonadas y cuecas [baile tradicional]”.

Los estudios de Lemus cifran en 3.500 el número de exiliados españoles que llegaron a Chile. Además de los dos millares del Winnipeg, en los meses siguientes llegaron al país sudamericano otros barcos como Órbita, Formosa, Reina del Pacífico. Otros cruzaron la cordillera de los Andes desde Argentina.

Los exiliados se integraron en la sociedad chilena y poco a poco abandonaron la idea del retorno. Después de la Segunda Guerra Mundial, la España de Franco seguía intacta y eso impedía cualquier deseo o intención de volver. “Mis abuelos pensaban que Franco caería y siempre posponían la opción de que el resto de la familia fuera para Chile, pero –finalmente– él tomó la decisión de traerlos a todos. En 1948 llegó mi tío y mi abuela con sus tres hijas y dos hermanas. Mi mamá no veía a su padre desde los 4 años, entonces tenía 14”, relata Mila García.

En el proceso de adaptación al nuevo país fueron fundamentales los vínculos entre exiliados, que se organizaron en varias instancias políticas y recreativas de la capital, como el Café Miraflores de Santiago, también conocido como “Centro Republicano”; el Centro Catalán y el Centro Vasco, los dos últimos creados por la colonia de antiguos residentes españoles. Marcelino Cabañas era de los asiduos al Café hasta el golpe de Estado de 1973. La llegada de Pinochet supuso, para los republicanos, reabrir heridas de otros tiempos, que hacía años habían dejado atrás. Algunos de ellos, apoyaron o colaboraron con el socialismo de Salvador Allende y se vieron obligados a vivir un doble exilio y abandonar nuevamente su hogar, que entonces ya estaba en Chile. “A pesar de que no estaba directamente metido en política, [Marcelino] tenía mucho miedo. Temía por sus amigos e hijos, dos de los cuales tuvieron que partir a Barcelona exiliados. Siguen allá hasta hoy”, dice Claudia Sáenz.

Se estima que en Chile todavía hay unas cuarenta personas con vida que viajaron a bordo del barco. La épica del Winnipeg y las dificultades de empezar una nueva vida al otro lado del mundo son parte de la memoria de las familias de los republicanos exiliados, pero también de la memoria colectiva de España y Chile. A 80 años del desembarco, hijos y nietos se encargan de poner en valor los aportes de los refugiados y preservar su memoria y testimonio. No quieren que nadie olvide el barco de la esperanza.