Otros muchos españoles en Suecia me han dicho que se sienten como viviendo en una burbuja donde se ignora al virus mortal que ya ha acabado con la vida de más de 5.300 personas en este país, pero yo lo que siento es que vivo en una anomalía.
Anomalía: desviación o discrepancia de una regla o de un uso.
Suecia es una anomalía donde la gente lleva vida normal y no usa mascarillas porque se desaconseja oficialmente su uso y donde los colegios, tiendas y gimnasios se han mantenido abiertos durante toda la pandemia. Los padres que son perfiles de riesgo o con hijos en grupos de riesgo se enfrentan a multas e investigaciones de los servicios sociales por no haber llevado a los hijos a clase, a pesar de haberse registrado contagios en ellos e incluso la muerte de una maestra en Skellefteå.
Una de las pocas prohibiciones existentes es la de reunirse más de 50 personas, que no atañe a las tiendas, supermercados ni a las reuniones espontáneas de personas al aire libre. En la ciudad donde vivo, Östersund, en el centro del país, se han celebrado ya en lo que va de pandemia dos reuniones multitudinarias de más de mil personas cada una, sin que hubiese consecuencias ni que las autoridades las impidieran. Ya con la pandemia golpeando Italia, las pistas de esquí seguían aquí abiertas, recibiendo a turistas de todo el mundo, y se seguían celebrando fiestas multitudinarias.
Mientras veía por televisión las imágenes de hospitales llenos de enfermos en Italia y España, aquí las autoridades sanitarias nos decían con total confianza que el virus no iba a propagarse en Suecia. Sin embargo, la realidad contradice en estos momentos al optimismo e inacción de las autoridades y la semana pasada la OMS declaraba el país como una zona de especial riesgo donde puede resurgir el virus.
Una se siente impotente al querer comunicar la extrañeza que se siente al vivir en una anomalía. La gente en España te dice que tampoco es que haya muerto mucha gente en Suecia, pero solo hay que mirar las cifras bajas de fallecidos y contagios de los países vecinos –con similar estilo de vida y densidad poblacional que decidieron tomar medidas a tiempo y que a día de hoy siguen manteniendo las fronteras cerradas con Suecia– para darse cuenta de que algo va muy mal. La mayor parte de los fallecidos han sido ancianos en residencias a los que nunca se trasladó al hospital a pesar de haber plazas disponibles.
A pesar de la alta tasa de contagios, los tests masivos y gratuitos a la población solo han estado disponibles desde hace pocas semanas. La agencia de salud sueca (Folkhälsomyndigheten) solo nos dice que si nos encontramos enfermos nos quedemos en casa, ignorando la forma de transmisión asintomática y sin aconsejar todavía cuarentena a familiares en contacto directo con los enfermos.
El epidemiólogo estatal, Anders Tegnell, no veía apenas beneficios en el uso de mascarillas hasta hace unos días, cuando ha cambiado su postura y se ha mostrado más abierto a su uso en determinadas circunstancias. Las autoridades siguen negando que persigan la inmunidad de grupo pero muchos pensamos a estas alturas que esto es solo una estrategia legal para evitar ser denunciados, ya que la falta de medidas hace pensar que las autoridades persiguen esta inmunidad cueste lo que cueste.
La gente en España me repite que por lo menos se está protegiendo la economía, obviando las cifras que indican que Suecia sufrirá también recesión económica. Mi región, Östersund, depende altamente del turismo noruego y muchas tiendas situadas en la frontera sueco-noruega y en pueblos de montaña están quebrando debido al turismo inexistente, ya que las fronteras siguen cerradas. El desempleo sigue aumentando en todo el país y las autoridades predicen una escalada del desempleo en el 2021 de más del 11%. Además, el turismo se resiente en todo el país (se estima que se pierden 316 millones de coronas cada día solo en el sector turístico a causa de tener las fronteras cerradas).
Reconozco que he limitado mis movimientos durante estos meses no solo por precaución, sino también por miedo a agresiones verbales solo por llevar protección. A pesar de que mi región (Jämtland) acumula 49 fallecidos y más de mil contagios, en las tiendas y supermercados de mi ciudad, Östersund, muy pocos guardan la distancia de seguridad, nadie lleva protección, ni clientes ni trabajadores y cuando vas con mascarilla te persiguen las risas y a veces hasta insultos. Y es que para muchos, defender la estrategia sueca se ha convertido en una cuestión de orgullo nacional y cuestionarla no es solo cuestionar a la agencia de salud, que toma todas las decisiones sobre la pandemia, sino cuestionar al país entero. A ojos de algunos, criticar la estrategia te hace un mal patriota e ir contra la opinión mayoritaria siempre alineada al lado del Gobierno se ha convertido en un ejercicio de expresión de alto riesgo.
Las autoridades sanitarias e incluso la ministra de Asuntos Exteriores, Ann Linde, han estado culpando a los trabajadores precarios contratados por horas en residencias de ancianos (la mayor parte extranjeros) de extender el virus. Si ya el racismo iba en aumento antes de la pandemia, ahora la gente no tiene reparos en expresarlo abiertamente en la calle.
He tenido que escuchar cosas como que en España nos contagiábamos más por vivir muchas personas en un piso y por tener poca higiene personal y alimentarnos peor. He tenido que escuchar cómo se culpaba a la comunidad somalí de Estocolmo de extender el virus, obviando que muchos somalíes se contagiaron cuando trasladaban del aeropuerto a sus casas a viajeros que venían de países donde había contagios.
La culpa, como siempre, va a parar a los inmigrantes y los refugiados, mientras que los suecos siguen ignorando las reglas básicas de distancia social y con el buen tiempo se aglomeran en playas, parques, terrazas.
Este fin de semana la televisión nacional sueca compartía imágenes del transporte público de Gotemburgo, autobuses y tranvías llenos de gente dirigiéndose a zonas de playa. Imágenes similares circulan en redes sociales sobre el hacinamiento en el transporte de Estocolmo. Mientras tanto, personas en grupos de riesgo llevan aisladas en sus casas desde abril por miedo a salir a la calle. Los ancianos en residencias llevan aislados meses sin contacto alguno con sus familiares.
El teletrabajo solo es asequible para la gente que puede trabajar desde casa, mientras que conductores de autobuses, camareros, maestros y todo el personal que trabaja cara al público debe trabajar sin medidas de protección y están expuestos al contagio cada día.
Muchas veces me planteo dejar el país, no solo por la xenofobia en aumento (el partido de extrema derecha, los Sverigedemokraterna, siguen segundos en intención de voto), sino por algo más complicado de explicar a los que no conocen la cultura sueca. La gente en España me dice que no me vuelva, que aquí tengo mucho más futuro. Pero esto va más allá de una gestión fallida de una pandemia y de la negativa rotunda a rectificar y a aceptar críticas.
Mientras que en los países del sur de Europa todavía pensamos que la vida es sagrada y que hay que luchar por ella, he comprendido que aquí se cree que una vida no productiva es menos valiosa que una vida productiva. Descubrir esto después de 13 años viviendo aquí ha sido un shock cultural brutal. Ver a la gente y a la prensa alinearse ciegamente con la opinión del Gobierno y de la agencia de salud sin admitir críticas ha sido otro shock. Las pocas voces contrarias a la gestión de la pandemia (como por ejemplo las del grupo de los 22 con la doctora en virología Lena Einhorn o el médico almeriense Manuel Felices) se han enfrentado a críticas muy duras y descalificaciones personales de la prensa sueca.
Suecia no es país para viejos, me digo. No es país tampoco para débiles ni divergentes, concluyo. Quizás sea hora de hacer las maletas.