La palabra miedo es recurrente en Guatemala. Treinta y seis años de conflicto armado interno, una fuerte represión militar, el exilio y asesinato de centenares de personas y unos altos niveles de inseguridad aún vigentes hicieron que buena parte de quienes fueron jóvenes en los ochenta tomara sus precauciones a la hora de opinar. Son la generación que educó a sus hijos bajo el principio de que es mejor no hablar demasiado alto sobre política. Pero todo lo previsible tiene un punto de quiebre y en Guatemala el quiebre tiene una fecha: 16 de abril de 2015.
Ese día saltó La Línea, el caso de corrupción por el que acaba de dimitir el presidente Otto Pérez, poco después de perder su inmunidad y de que un juez pidiera su captura. Está acusado de liderar una millonaria red de defraudación aduanera. Solísimo en el cargo tras recibir la renuncia de todos sus ministros llevaba días aferrándose a su inocencia frente a las miles de personas que multiplicaban un lema: #Yonotengopresidente. Efectivamente hoy, a tres días de las elecciones más cuestionadas de la historia, ya no lo tienen.
Aquel 16 de abril el secretario privado de la entonces vicepresidenta, Roxana Baldetti, fue señalado como uno de los líderes de una millonaria estructura de defraudación aduanera, en la que presuntamente llegó a malversar más de cien millones de euros para que los empresarios importadores pagaran menos impuestos. La Línea era el nombre al que se referían los implicados en las escuchas telefónicas que conforman la investigación de la Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIG), un órgano dependiente de Naciones Unidas creado en 2007 para investigar grupos paralelos al Estado, para apoyar a una débil fiscalía.
El cruce de La Línea
Bajo el eslogan #Renunciaya, el 25 de abril de 2015, más de 15.000 personas se concentraron en la plaza de la Constitución de Ciudad de Guatemala para protestar y exigir la renuncia de la vicepresidenta, que negaba cualquier vínculo con la red mafiosa. En Guatemala sí suele haber marchas indígenas y de colectivos educativos y de salud, pero la clase media no ponía el rostro a las manifestaciones. No hasta el caso de La Línea. En un país mal acostumbrado a tener gobiernos corruptos, por primera vez había nombres claros y vinculados a las altas esferas de la presidencia; por primera vez la pequeña clase media veía con nitidez cómo se malversaban sus impuestos; por primera vez salía a la calle para protestar contra la corrupción.
Aquel día, más que una concentración, parecía una fiesta llena de padres e hijos. Sí estaban enfadados, pero sonreían, se tomaban fotos, parecían felices. El silencio histórico de los abuelos y de los padres se convertía en el clamoroso grito de sus hijos. 'Nos quitaron tanto que nos quitaron el miedo' fue uno de los mensajes más repetidos aquel sábado que llevó a una protesta estable sábado tras sábado en la plaza.
Para entonces, el secretario privado de la vicepresidenta ya había huido y estaba en búsqueda y captura. La población, sobre todo en las capitales, estaba indignada. La presión del Gobierno de Estados Unidos forzó el 8 de mayo a Roxana Baldetti a renunciar como vicepresidenta. Nunca asumió su culpa, pero la gente sintió que la presión social podía funcionar. Un par de semanas después, el 25 de mayo, la exigencia de que también renunciara el presidente Otto Pérez caló en el discurso público.
Salir a la calle
La débil sociedad civil guatemalteca rompió su estereotipo cuando más de 60.000 personas se concentraron en el parque, cuando por primera vez en su historia los estudiantes de la universidad pública (San Carlos) y las privadas (Rafael Landívar, Francisco Marroquín y Del Valle) se unieron para salir a reclamar, bajo una recién nacida coordinadora universitaria, un cambio real en un sistema político corrupto y carente de ideología porque los partidos no duran, porque no nacen para eso. En 50 años han desaparecido casi 60 formaciones en un ecosistema político fragmentado, supeditado a la financiación de la oligarquía guatemalteca. Una oligarquía que no aparece en los reportes públicos financieros de los partidos y a la que en Guatemala se conoce como el G-8, en referencia a las ocho familias históricas, las más ricas del país.
Durante los siguientes tres meses, las marchas continuaron, pero no eran tan masivas. La presión ciudadana y de Estados Unidos había forzado al Congreso a iniciar insignificantes reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos, para transparentar los financiamientos, pero los señalamientos al gobierno del Partido Patriota se habían quedado en las pancartas de esos mil ciudadanos que no dejaban de ir a la plaza cada sábado. En muchas de esas pancartas se pedía la suspensión de las elecciones de septiembre. En muchas otras se pedían los nombres de los empresarios que habían defraudado al fisco por su relación con la red mafiosa.
Hasta el 21 de agosto, cuando la CICIG, en coordinación con una fiscalía mucho más empoderada, emitió una orden de captura contra la ex vicepresidenta. La acusación era una bomba: los dos líderes de La Línea Roxana Baldetti y Otto Pérez, las dos máximas autoridades del país.
Empresas que apoyan el cambio
Los residentes en el centro de Ciudad de Guatemala no recuerdan las calles tan llenas como el 27 de agosto de 2015. Aquel día, varios colectivos sociales decretaron un paro nacional que fue socialmente aplaudido y secundado. En una ciudad donde la inseguridad lleva a la gente a hacer cualquier movimiento en coche (y con los vidrios tintados), el asfalto se llenó de nuevas pisadas, ciudadanos de toda clase social, llegados de distintas partes del país, campesinos, clase media, clase alta, universitarios, abuelos, nietos que conocen el miedo a la represión sólo de oídas. El paro fue apoyado por más de cien empresas, entre ellas grandes franquicias de comida rápida como Domino's Pizza y Pollo Campero, que cerraron sus negocios. Un cierre contra la corrupción con más de 100.000 personas.
Tras pasar cuatro meses sosteniendo al presidente en el poder, dos días antes, el sector empresarial más poderoso había pedido su renuncia. Representado por la Cámara de Industria y el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (Cacif) consideraba ahora sí a Otto Pérez como un presidente ilegítimo. Solo, pero con discurso relajado, en el que tiró dardos contra todos los empresarios que le abandonaron, el lunes 31 de agosto el presidente convocaba por última vez a los medios para decir que si a alguien le dolía todo lo que estaba pasando, era a él. Un día después, un cuestionado Congreso, con unos cuestionados políticos, decidía retirarle su inmunidad.
Las elecciones estaban pervistas para este domingo, pero la coyuntura las convierte en unas elecciones con escasa o nula legitimidad. Por las condiciones, por lo vivido los últimos cinco meses, por una clase política, en la que miles de personas ya no creen. El candidato con mayores posibilidades, Manuel Baldizón, del partido Líder, es el mismo que ha recibido el mayor rechazo en las capitales del país. Por eso, es probable que si llega a ser presidente, sea el que menos tiempo dure en el cargo. De momento, su vicepresidenciable está acusado de lavado de dinero y una decena de personas de su círculo cercano tienen acusaciones penales por corrupción.
El camino que se perfila no parece fácil. Pero algo ha cambiado. Guatemala ya no calla.