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Análisis

Una historia que comenzó hace mucho tiempo: por qué los talibanes derrocaron al Gobierno de Afganistán en una semana

Una patrulla talibán en las calles de Kabul el lunes.
17 de agosto de 2021 12:02 h

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“Estamos aquí para ayudar a los vietnamitas porque dentro de cada uno de ellos hay un americano intentando salir”, dice un coronel enfurecido al soldado protagonista de la película ‘La chaqueta metálica’ (Full Metal Jacket), de Stanley Kubrick. Los vietnamitas poco tienen que decir al respecto. Los que aparecen en esta escena está muertos en una fosa llena de cadáveres. El coronel utiliza la palabra ‘gook’ para referirse a los vietnamitas, un término despectivo empleado por los soldados norteamericanos para referirse a ellos.

Es sólo la frase de una película, cuyo guión fue escrito por dos periodistas que conocían bien esa guerra –Michael Herr y Gustav Hasford–, pero resume bastante bien la actitud de EEUU en la mayoría de sus intervenciones militares desde 1945. Con la dosis pertinente de poder militar y ayuda económica, todos los pueblos del mundo pueden convertirse en pequeños norteamericanos y adoptar las mismas estructuras políticas de Estados Unidos. Sólo tienen que desearlo y el tío Sam se ocupará de todo lo demás. Los antecedentes históricos y religiosos no pueden ser un obstáculo. Cualquier otro desenlace es inimaginable.

Para entender el rápido hundimiento del Estado afgano que EEUU crió y amamantó durante dos décadas es necesario observar los muy documentados acontecimientos que han ocurrido en ese país desde 2001. Sin embargo, también hay que remontarse a Vietnam y otros conflictos en la Guerra Fría en los que Washington intentó extender su sistema político a países de varias zonas del mundo para que no cayeran bajo la influencia soviética. El patrón se repitió con frecuencia: si los grupos insurgentes comunistas eran derrotados militarmente, la implantación de la democracia liberal y del capitalismo era sólo cuestión de tiempo. Con el fin de obtener el premio, ni siquiera suponía un problema tener como aliados a gobiernos dictatoriales.

Después de la victoria comunista en China, la derecha norteamericana promovió un debate que se definía en la pregunta ¿quién perdió China? como forma de adjudicar la responsabilidad a las administraciones de Roosevelt y Truman. En los próximos meses, veremos en los medios de comunicación de EEUU muchos artículos que se preguntarán quién perdió Afganistán. Como si el país hubiera sido alguna vez propiedad de EEUU.

“Asumimos que el resto del mundo nos ve como nos vemos a nosotros mismos”, dice un teniente coronel retirado con experiencia en Afganistán citado estos días en un artículo de The Washington Post. “Y creemos que podemos moldear el mundo a nuestra imagen utilizando nuestras armas y nuestro dinero”. Ignorando mientras tanto la historia y la cultura de Afganistán.

Lo que es indudable es que el Estado afgano no podía sobrevivir sin el poder militar norteamericano. Cuando este desapareció, sólo quedaban cenizas.

Ni siquiera con una total superioridad de medios es posible ganar una guerra sin una estrategia definida. Un Ejército extranjero depende de aliados locales con credibilidad e inteligencia que puedan sentar las bases de un Estado moderno, muy o poco democrático, que pueda garantizar un mínimo de seguridad y progreso. No vale con crear una clase social o profesional cuyo futuro depende de la supervivencia de ese Gobierno. Eso también lo consiguieron los soviéticos en los años ochenta en Afganistán y corrieron el mismo destino.

La sorpresa por el fulgurante avance talibán y su victoria final en ocho días está justificada. Pero no hay que sorprenderse por el desenlace. Todo estaba bastante claro en los documentos oficiales publicados por el Post en diciembre de 2019 a partir de un extenso informe elaborado por la Oficina del Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán, conocido por las siglas SIGAR. La persona que dirigió el proyecto que buscaba aprender las lecciones de la intervención militar, John Sopko, llegó a la conclusión de que “se ha mentido de forma constante al pueblo norteamericano”.

En un estilo casi idéntico a lo ocurrido en Vietnam, las estadísticas se distorsionaban por razones políticas. “Cada dato era alterado para presentar la mejor imagen posible”, dijo en el informe Bob Crowley, teniente coronel y asesor de operaciones de contrainsurgencia.

Los testimonios recogidos en el estudio incidían en la falta de un conocimiento real de la realidad política de Afganistán: “Carecíamos de una comprensión básica sobre lo que es Afganistán. No sabíamos lo que estábamos haciendo”, dijo en 2015 el general Douglas Lute, que dirigió el programa antidrogas en ese país.

Los mandos militares informaban constantemente de progresos en el campo de batalla como muestra evidente de su éxito. Cuando los talibanes llevaban a cabo ofensivas en varias regiones, se decían que lo hacían al estar “desesperados”. Ante las malas noticias que ofrecía la realidad, la respuesta de los gobiernos de Bush, Obama y Trump era más propaganda.

Con los datos de la producción de droga, ni siquiera era posible esconder la realidad. Afganistán fue el origen en 2018 del 82% de la producción global de opio, según datos de la ONU. La extensión cultivada era cuatro veces superior a la de 2002. La droga era la segunda industria del país, por detrás de la propia guerra. Los talibanes se aprovechaban de ella cargando impuestos a los productores locales de la amapola. Tenía su lógica. Era la única actividad económica que daba beneficios en amplias zonas del país.

Era falsa la imagen de un país estable con el mayor grado de libertades de su historia, sólo alterado por una insurgencia rural condenada a ser derrotada. Una ilusión o una ficción, como ha explicado Mònica Bernabé, periodista española que pasó varios años en Afganistán: “Era una ficción todo lo que Estados Unidos nos vendía sobre Afganistán: ni se había instaurado una democracia, ni las mujeres tenían derechos, ni el Ejército afgano tenía capacidad para frenar el avance de los talibanes, como ha quedado demostrado en los últimos días”.

El Ejército contaba supuestamente con más de 300.000 tropas. La cifra era otra ficción. Muchos eran ‘soldados fantasma’. Aparecían en los registros porque sus mandos se embolsaban sus salarios o porque no querían admitir a los superiores los fracasos ni las derrotas ni las deserciones. Lo mismo había ocurrido en Irak, donde el Gobierno iraquí llegó a descubrir en 2014 que estaba pagando los salarios de 50.000 soldados que no existían.

Además, la moral de combate de los soldados afganos reales era muy reducida y muchos no contaban con el entrenamiento adecuado. Antes del hundimiento final, se calculaba que sólo un 10% –los 30.000 que formaban las fuerzas especiales– estaba en condiciones de plantar cara al enemigo. Insuficientes e incapaces de combatir por sí solos sin el apoyo aéreo norteamericano. En los últimos días, no es que no recibieran el armamento y munición que necesitaban. Tampoco agua y comida.

El Ejército afgano no llegó a combatir en agosto, excepto en puntos muy concretos. Es una constante en la historia de las guerras afganas. Cuando un bando ve cerca la derrota, es habitual que negocie la rendición con el enemigo. Los ancianos que forman parte de los consejos tribales en pueblos o ciudades hacen de intermediarios para que no se produzca un baño de sangre. Es lo que hicieron los talibanes en 2001, por ejemplo en Kunduz. Sus dirigentes pactaron su rendición y obtuvieron a cambio la posibilidad de huir en avión hacia el sur, punto intermedio antes de escapar a Pakistán.

Las tropas gubernamentales que veían cómo cada día caían dos o tres ciudades en manos de los talibanes sabían que no merecía la pena morir por un Gobierno agonizante.

En Jalalabad, una de las últimas grandes ciudades que cayó en sus manos, los talibanes habían pasado dos meses negociando con responsables políticos y militares para que se rindieran prometiendo a cambio que no habría represalias. El periodista afgano Bilal Sharwary ha contado que esos contactos en secreto existieron en varias regiones del país.

La Casa Blanca no parecía tener esa información, lo que demuestra que una de las peores consecuencias de la propaganda es que sus creadores terminan creyéndosela. El 8 de julio, hace sólo un mes y una semana, Joe Biden continuaba creyendo que el Estado afgano sobreviviría a la salida definitiva de las tropas norteamericanas. Le preguntaron en una rueda de prensa si la victoria talibán era inevitable: “No, no lo es. Porque tienes a 300.000 soldados afganos bien equipados, tan buenos como los de cualquier Ejército en el mundo, y una Fuerza Aérea, contra unos 75.000 talibanes. No es inevitable”.

Años de constantes promesas del alto mando militar sobre la victoria inminente si se aprobaba un nuevo aumento de las tropas en Afganistán habían convertido a Biden en un profundo escéptico sobre la capacidad de persuasión de los generales. “Escúcheme, jefe”, le dijo a Obama. “Puede que lleve demasiado tiempo en esta ciudad, pero si algo sé es cuando esos generales intentan acorralar a un nuevo presidente”. Pero no le hizo inmune a su propaganda, como se ha visto estos días.

La cúpula militar de EEUU se había enamorado de su estrategia contrainsurgente. Al igual que una empresa que no puede dejar de vender el mismo producto, aunque nadie quiera comprarlo, se dedicaba a invertir aún más en publicidad. En este caso, significaba aumentar la presión sobre la Casa Blanca y el Congreso y advertir de que si se rechazaban sus planes de enviar más soldados la victoria sería imposible.

Su misión había comenzado siendo la eliminación de Al Qaeda y luego pasó a ser un programa de reconstrucción nacional en el que los militares tuvieron todo el dinero necesario a su disposición. De vez en cuando, se agitaba el miedo a una repetición del 11S, a pesar de que los talibanes afganos nunca han promovido la realización de atentados en países occidentales, como explicaba hace unos años el periodista Ahmed Rashid.

Otra de las justificaciones empleadas fue la que sostenía que el despliegue militar era esencial para mantener los avances sociales conseguidos por la desaparición del régimen talibán en 2001. Lo que se ha dado en llamar el intervencionismo humanitario. Eso obvia que es imposible construir una sociedad democrática a golpe de fusil. Eso desgraciadamente vale también para los derechos de las mujeres o de las minorías. No hay ninguna posibilidad de éxito a largo plazo si no creas un Estado viable con un Parlamento que apruebe leyes que amplían derechos y unos tribunales que vigilen la aplicación de esas leyes. No es posible hacerlo si la corrupción desprestigia al Estado, si la gente sabe que los caudillos regionales roban a discreción los fondos públicos para financiar sus mansiones y su red clientelar de empleos.

Incluso si en el mejor de los casos el Ejército conseguía expulsar de una provincia a los insurgentes, la tarea de mantener el orden recaía después en la policía. La corrupción en las fuerzas de seguridad era completa y alcanzaba hasta los mandos más inferiores.

La corrupción hace a los gobiernos menos eficaces en situaciones de emergencia. Se vio en Afganistán con la pandemia. Lo que ya no estaba previsto era que los talibanes –un movimiento fundamentalista que en el pasado había atacado las campañas de vacunación– se tomaran más en serio la pandemia que el Gobierno de Kabul.

La modernización de un país no funciona si esos derechos sociales dependen de la presencia de un Ejército extranjero. Ningún país del mundo quiere ser invadido o que las elecciones presidenciales sean manipuladas para que puedan ganar Karzai o Ghani. El nacionalismo pastún, una fuerza con gran apoyo popular en Afganistán desde el siglo XIX, no iba a quedarse eternamente de brazos cruzados mientras los extranjeros les decían cómo debía ser gobernado su nación. Británicos y rusos lo descubrieron cuando ya era demasiado tarde, y ahora les ha ocurrido a los estadounidenses.

John Sopko compareció a finales de julio ante los periodistas y ofreció el mismo balance pesimista sobre la situación de Afganistán que aparecía en su informe de 2019. Con un añadido: «No crean a los generales o los embajadores o la gente en el Gobierno cuando dicen que nunca haremos esto otra vez (sobre las guerras interminables que culminan en el fracaso de una misión de reconstrucción nacional). Eso es exactamente lo que dijimos después de Vietnam: nunca haremos esto otra vez. Y luego lo hicimos en Irak. Y lo hicimos en Afganistán. Volveremos a hacerlo otra vez».

No importa el fracaso de Vietnam o el de Afganistán. Hay lecciones que un imperio raramente aprende. Supondría dejar de ser un imperio y reconocer que ya no puedes modelar el mundo a tu imagen y semejanza.

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