En los bolsillos de sus pantalones, Oleg Martynenko guarda varios manojos de llaves. Tantas que necesita utilizar sus dos manos para mostrarlas. Cada una de ellas guarda una historia, y él se las sabe: son las llaves que sus vecinos le confiaron para vigilar sus viviendas y cuidar las mascotas ante su huida de la disputada ciudad de Bajmut (Donetsk). Mientras todos se iban, él se quedaba. Hasta este miércoles.
Acaba de descender de una furgoneta blindada de la organización Ángeles Blancos, en la que ha logrado ser evacuado, bajo fuego ruso, de la ciudad donde las fuerzas ucranianas y rusas están librando feroces combates. El cerco del Kremlin es cada vez más estrecho y cada vez es más difícil salir. “Aún no llego a creerme que siga vivo”, dice el hombre, de 70 años, sentado sobre un colchón en el suelo de un centro religioso de Kramatorsk, convertido en un campo improvisado de desplazados de las zonas más calientes del Donbás.
Coge su móvil para explicar por qué decidió marcharse. Hace unas semanas, un proyectil cayó en el patio de su casa y hace unos días, un ataque de artillería reventó el sótano donde solía esconderse, relata. “Unos minutos antes me había dado el impulso de bajar al refugio. Cuando iba a salir de casa, cayó”. No quería marcharse porque, dice, quería seguir ayudando a sus vecinos y cuidar de sus mascotas. Tampoco quería abandonar la vivienda en la que creció junto a sus padres en Bajmut por si alguien le robaba sus pertenencias. “Pero sentía que un tanque ruso estaba apuntando a mi casa. Me daba la sensación de que, cada vez que salía de casa, bombardeaban”, asegura el señor, con el pelo desaliñado tras semanas sin poder darse una ducha, sin saber si sus sospechas se tratan solo de una percepción fruto del miedo.
En la misma furgoneta blindada en la que escapó Oleg, que recorría a gran velocidad las calles bombardeadas de Bajmut, Larissa Kvitko miraba por la ventanilla sin aún asumir lo que estaba pasando. “Ha sido al llegar aquí (a Kramatorsk) cuando me he dado cuenta. Cuando me he visto segura, me he puesto a llorar”, cuenta la mujer entre lágrimas. También responde con fotografías a la pregunta “¿por qué has decidido irte ahora?”. A falta de palabras, quiere mostrar lo sufrido durante meses de incesantes bombardeos. Busca nerviosa en su móvil: “Vas a verlo. Esto era mi cocina”, sostiene, señalando un lugar en el que ahora solo se ve una pared en pie rodeada de escombros. “Un momento antes de que cayese yo estaba ahí, cocinando”. Eso ocurrió el pasado 23 de febrero. Al día siguiente, cuando un vecino le ayudaba a cubrir las ventanas rotas por el impacto, otro proyectil cayó muy cerca de su vivienda. “Ahí decidí que no podía quedarme más”.
Después de dormir cuatro días en el sótano, la mañana de este martes llegó, con un carro de la compra y varias bolsas cargadas con sus pertenencias, a uno de los llamados “puntos de invencibilidad” habilitados por las autoridades ucranianas, donde se registró para ser evacuada. También le acompañaba su gato, con el que cargaba en un transportín.
Olga Mironova vivió en un sótano durante cinco meses ante el miedo de sufrir un ataque. Durante ese tiempo, sin luz ni agua, no ha podido cargar su teléfono móvil ni llamar a ninguno de sus familiares. Ha estado incomunicada, solo con la puntual compañía de algunas de sus vecinas. Por eso enciende el móvil con ilusión para mostrar una imagen de su hija, bloqueada en una zona ocupada por las tropas rusas. “Hace mucho que no veo sus fotos”, dice la mujer, de 60 años. A mediados de enero, al intercambio de artillería se sumó el “sonido de los disparos”. “Salir a la calle era muy peligroso, me daba mucho miedo”, cuenta la sexagenaria. “Me quería ir de allí, pero no sabía cómo. Y me daba miedo que mi nieta me regañase por salir”. Después de que un proyectil impactase muy cerca del sótano donde se refugiaba, Olga preparó sus cosas. Un día más “tranquilo” empezó a caminar hacia la casa de su nieta. A su llegada comprobó que ya se había ido. No sabía dónde estaba.
Perdida y aterrada, algunas personas le orientaron para encontrar un lugar donde cargar su teléfono y solicitar una evacuación. “Yo no sabía que existían estos lugares, estaba muy aislada”. Supo que su nieta estaba en Zaporiyia. A su llegada a Kramatorsk, ya a salvo, le ha entrado una llamada. La voz del otro lado del teléfono suena a casa y le empuja a llorar de emoción. “Estoy en Kramatorsk. Estoy bien, no te preocupes”, dice Olga sofocada.
En los alrededores de Bajmut, también aumenta la desesperación entre los vecinos ante la posible caída de la ciudad de al lado. Los bombardeos en Chasiv Yar, una de las localidades más próximas al frente, cuya carretera es uno de los pocos accesos disponibles hacia la ciudad en disputa, fuerzan a huir a algunas de las personas que se resistían a hacerlo.
En la puerta de uno de los puntos de recogida, el estruendo de las bombas es constante. Vladímir Saprykin observa nervioso hacia la carretera, impaciente por la llegada de la furgoneta que va a sacarle de allí. Él vivía en la zona de Chasiv Yar próxima al canal, un área especialmente castigada por el fuego ruso. Hace un mes, un misil impactó en su vivienda. Él sobrevivió, pero su cuñado falleció en el acto. Apenas puede hablar sobre ello. Cuando empieza a relatar lo ocurrido, sus manos tiemblan de forma visible.
Después de un mes alojado en casa de su hermana, en otro punto de la ciudad, ha decidido escapar. “Cuando escucho las explosiones, tiemblo. Pienso que va a volver a pasar. Por la noche tengo que dormir con la luz encendida, me da mucho miedo”, sostiene el hombre. No sabe a dónde va. “A un sitio donde no escuche esto”, dice justo después de que el suelo y las paredes tiemblen tras un ataque de artillería.
Una furgoneta aparece. Vlad, un voluntario de Ángeles Blancos, coge un papel y grita el nombre de Vladímir, quien corre a prepararse. Antes de marcharse debe recoger a una pareja en su casa. Igor es ciego y no puede desplazarse hasta el punto de recogida. Él y su mujer ya están preparados: “Nos da pena irnos, pero aquí ya no se podía vivir”, dice el hombre. Sus viviendas, destrozadas por los ataques, están cubiertas con madera.
Algunos huecos sin cubrir están protegidos con calcetines. “Teníamos mucho frío”, dice el hombre, de 80 años.
Vlad le ayuda a subir en una pequeña furgoneta en la que no cabe ni una persona más. Mientras ultima los preparativos para marcharse, el sonido del silbido que precede a la caída de un misil despierta el nerviosismo de su compañera. El proyectil cae a unos 200 metros de donde nos encontramos, pero no causa daños, al impactar sobre una explanada de arena. Vlad pega un grito: “¡Nos vamos ya!”. Durante el camino, aprieta el acelerador. Quiere llegar cuanto antes para que todos respiren tranquilos.