El simple hecho de que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) haya emitido un dictamen provisional declarándose competente para investigar la demanda presentada por Sudáfrica sobre el posible genocidio contra los palestinos coloca a Israel en una situación inédita. Nunca hasta ahora Tel Aviv se había visto identificado como potencial perpetrador de un crimen que fue definido precisamente tomando como referencia el holocausto sufrido por los judíos. Además, la CIJ le exige que adopte todas las medidas cautelares a su alcance para demostrar que no tiene esa intención, evitando muertes indiscriminadas de civiles, respetando plenamente el derecho internacional, facilitando la ayuda humanitaria y garantizando el desarrollo de inspecciones internacionales sobre el terreno.
En principio, esa noticia debería provocar una generalizada satisfacción, tanto por alimentar las esperanzas de quienes aún siguen confiando en la justicia, como por suponer que debe llevar a la detención de la masacre que Benjamin Netanyahu está cometiendo en Gaza. La inmediata reacción israelí- basculando entre sonoras declaraciones de desacato, acusaciones de antisemitismo y lanzamiento de nuevos ataques y bombardeos contra Jan Yunis- y de sus principales aliados obliga, sin embargo, a rebajar las expectativas de que la situación vaya a cambiar drásticamente a corto plazo.
La labor de la CIJ es, sin duda, muy meritoria, sin que quede empañada por el hecho de que no haya dictaminado la imposición de un urgente cese de las hostilidades. Sus jueces son conscientes de que si hubieran dado ese paso habrían entrado en un terreno pantanoso que Israel habría utilizado a su favor, argumentando que se le habría negado su derecho a la legítima defensa y, por tanto, haciendo responsable a la Corte de cualquier violencia ejercida por Hamás sobre su población y su territorio. A estas alturas todavía sigue siendo objeto de debate si dicho derecho es válido en este caso (lo que nunca incluye masacrar a civiles), como sostiene Tel Aviv, o si, dado que Gaza no es un Estado sino un territorio ocupado, queda anulado porque prevalece el derecho a la resistencia armada contra el ocupante (Israel).
En todo caso, la CIJ ha dejado claro lo que Israel no debe hacer y con eso- aun sin parar la campaña militar en marcha- sería suficiente para, al menos, evitarle a los civiles los brutales sufrimientos a los que están siendo sometidos. El problema principal en este punto es que Israel sostiene que ya está cumpliendo plenamente con lo que la Corte le demanda - sea respetar el derecho internacional, facilitar la ayuda humanitaria o limitar el uso de la fuerza para no afectar a la población civil -. Y eso es lo que previsiblemente va a plantear en el informe que debe entregar a la CIJ en el plazo de un mes; probablemente con el añadido de alguna medida cosmética que aparente su voluntad de cumplimiento, pero manteniendo sustancialmente su modus operandi sobre el terreno.
A esto se añade que la CIJ no cuenta con medios propios para hacer valer sus dictámenes, lo que en la práctica convierte su decisión en una mera exhortación o desiderátum, a la espera de que el afectado se incline por aceptarlo o que la comunidad internacional (la ONU) se decida a actuar. En esa línea tan negativo es el balance de Israel- en 2004 desatendió el dictamen de esa misma Corte al calificar de ilegal el muro que estaba construyendo en Cisjordania-, como el de la ONU- impotente para hacer valer otros similares contra Birmania (rohinyá) o Rusia (invasión de Ucrania)-. Y no cabe suponer que en esta ocasión vaya a ser distinta la reacción de Tel Aviv o de Washington (si finalmente el asunto llegará al Consejo de Seguridad de la ONU).
Sea como sea, lo ocurrido retrata sin disimulo a los gobiernos que, como el estadounidense y el británico, han despreciado la iniciativa sudafricana por entender que no había base alguna para la denuncia. Cabe recordar que son los mismos que, tomando como base lo dictaminado por la CIJ, denunciaron a Moscú y le exigieron su retirada de Ucrania. Queda por ver cómo van a defender ahora su apoyo político y militar a quien ha quedado señalado de esta manera, apareciendo aún más claramente identificados como cómplices en la masacre.
A la espera de lo que finalmente determine la CIJ sobre el fondo de la acusación de genocidio- y para eso pasarán años-, lo ocurrido apenas supone una victoria simbólica, con muy escasas implicaciones prácticas. Y sin que eso suponga rebajar su importancia, no cabe esperar que Israel sienta la necesidad de modificar su rumbo. En un mes, sabiendo que militarmente tiene el margen de maniobra que desee, se limitará a enviar un informe en el que tratará de demostrar que ya cumple con todo lo que se le pide. Entretanto irá definiendo su estrategia de defensa, presentando todos los recursos posibles para retardar la decisión definitiva de la Corte.
Entretanto, y por si fuera necesario mencionar un nuevo caso de doble vara de medida, ahí está la decisión de Australia, Canadá, Estados Unidos e Italia de suspender su financiación a la UNRWA, ante una mera denuncia israelí de que ha habido personal de la Agencia que participó en los ataques de Hamas del pasado 7 de octubre. Sin esperar a que termine la investigación que la propia UNRWA ha puesto en marcha, ese gesto- que agudiza aún más las penurias de los millones de refugiados que dependen vitalmente de ella y que sirve al propósito declarado de Tel Aviv de eliminar su existencia- choca con la pasividad con la que esos (y muchos otros) gobiernos occidentales asisten al último ejemplo de lo que da de sí el extremismo supremacista liderado por Netanyahu.