A José le aterra que cualquier error desate una anarquía en la cárcel donde lleva casi un lustro. Sabe que es cuestión de tiempo para que estalle la situación. Marca desde un celular. Baja la voz. Murmura. Se le escucha temeroso porque si lo descubren los custodios, lo aislarán; y si se enteran las bandas criminales, le darán tablazos en las nalgas.
Relata cómo esa mañana del 28 de junio los reos de la prisión de Chiconautla, localizada en Ecatepec, en el estado de México, tomaron como rehén a un custodio, según José, porque no les permitían visitas familiares, ni meter comida o los artículos de limpieza que les mandan sus parientes, a menos que cedan a la extorsión de los vigilantes que ronda entre nueve y 14 dólares.
“¡Queremos buena comida, visitas y que ya no nos cobren!”, recuerda el preso sobre las palabras de quienes iniciaron la revuelta. Sin embargo, no se cumplió ninguna de sus demandas. Sólo mandaron a los antimotines en la noche para lanzar gas lacrimógeno y castigar a los “alborotadores”, dijo José a periodistas de la Comunidad de CONNECTAS, autores de este reportaje colectivo.
En mayo un hecho similar sucedió en la cárcel de Manaos, en Brasil, donde decenas de presos se amotinaron y tomaron como rehenes a varios funcionarios de seguridad para exigir mejores medidas sanitarias para hacer frente a la pandemia por coronavirus.
Las cárceles viven una agudización del hacinamiento tras la llegada del nuevo coronavirus. Medidas como suspender las visitas y la entrega de alimentos del exterior, así como de los encuentros conyugales y los procesos judiciales, llevó a que los más de un millón setecientos mil reos que hay en la región quedaran aislados de la poca interacción que tenían.
En un detallado repaso de prensa y reportes oficiales para este reportaje, se contabilizaron al menos 11.680 contagios y 431 muertes por COVID-19 dentro de los reclusorios del continente, desde la llegada del coronavirus hasta el 15 de julio, con una tasa de 24,8 presos muertos por cada 100.000 privados de libertad. Las cifras corresponden a 23 países, pues 14 países adicionales que se revisaron no están informando del efecto de la COVID-19 en sus prisiones.
“No hay lo mínimo y básico: agua potable, productos sanitarios, limpieza individual, desinfección de las instalaciones”, comenta la directora de Amnistía Internacional (AI) para las Américas, Erika Guevara, quien asegura que dentro de las cárceles de la región no existen condiciones adecuadas para sobrellevar la COVID-19.
Apenas 20 días después del inicio de la pandemia, el 16 de marzo, Brasil tuvo una fuga de 1.350 presos. Aunque cientos de ellos fueron recapturados más tarde, este acto fue el banderazo de los motines, protestas y huelgas de hambre en las penitenciarías de la región.
El primer motín ocurrió en Colombia el 21 de abril con un resultado de 23 muertos y 90 heridos. Aunque está en investigación si fue por riñas entre facciones criminales, tampoco se descarta como una medida de mayor presión las “condiciones precarias de salud” y el temor al contagio, como lo denunció el partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC), formado por desmovilizados del grupo guerrillero Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.
“Las protestas han sido comunes en la región (...) Ahora continúa habiendo motines en algunas prisiones, frecuentemente tras la muerte de un recluso por COVID-19. Es el mecanismo que las personas encarceladas están usando para llamar la atención y reclamar medidas de protección contra la enfermedad”, asegura José Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch en las Américas.
Las medidas implementadas por los gobiernos por la llegada de la COVID-19 fueron la suspensión de visitas, la paralización de procesos judiciales e incomunicaciones, además de otras implicaciones de la paralización de la justicia durante la pandemia.
Estas, sumadas a problemas endémicos como la sobrepoblación, prisión preventiva y la falta de insumos detonaron motines, huelgas de hambre y protestas que alcanzaron el 52% de los 23 países de los que se obtuvo información.
Estos sucesos dejaron como saldo 91 reos fallecidos y 309 lesionados. Las muertes durante marzo, abril, mayo, junio, julio y agosto a causa de rebeliones se registraron en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Perú, Venezuela y México. Debido a esto, la alta comisionada de ONU-DH, Michelle Bachelet, exigió en mayo investigaciones en torno a los casos.
Uno de los sucesos más sangrientos y polémicos ocurrió el uno de mayo en Venezuela, donde murieron 47 reos y otros 75 quedaron heridos en un motín en el Centro Penitenciario de Los Llanos Occidentales (Cepello), en el centro-occidente del país. La razón, según lo expuesto por familiares y sobrevivientes, habría sido que las autoridades impidieron que los parientes llevaran alimentos para los reclusos.
El temor a un fácil contagio por el hacinamiento, la falta de atención con lo básico y la muerte, son temores que se repiten a lo largo de todo el continente. “Que vivas con tantas personas te estresa”, dice José, quien duerme con otros 16 internos en su celda de la prisión de Chiconautla. “No nos dan mascarillas”, denuncia otro preso desde la cárcel de La Joya en Panamá. “Ver que la gente que conocemos va muriendo, hace pensar que pronto te tocará a ti”, comenta un recluso que está en el penal de San Pedro, en Bolivia.
Los reclamos de todo tipo son una constante. El tono de las protestas es variado, en la mayoría de los casos sin violencia. En abril, por ejemplo, cientos de prisioneros argentinos iniciaron una huelga de hambre al tiempo que alzaban pancartas desde lo alto del penal para demandar mejores condiciones frente a la pandemia.
Por su parte, en el Centro Femenino de Rehabilitación Cecilia Orillac de Chiari, en Panamá, las reclusas se unieron para redactar un comunicado exigiendo a las autoridades medidas para reducir los riesgos por COVID-19 y denunciar algunas irregularidades. Las demandas fueron difundidas mediante un vídeo elaborado por las presas.
Otras protestas se gestaron desde las afueras de las prisiones, como en México, donde familiares de reos rodearon casi una decena de penales para exigir las preliberaciones. Las reacciones se centraron en la lentitud para excarcelar, los reclamos por la implementación de medidas de mano dura y la decisión de suspender las visitas. De forma similar sucedió en la cárcel La Picota, en Bogotá, Colombia.
Las protestas fueron potenciadas por las respuestas desacertadas de algunos mandatarios, como Nayid Bukele en El Salvador, que declaró la “emergencia máxima” en los penales donde hay pandilleros, implementando su “encierro absoluto”. Posteriormente, mandó a “sellar” todos los calabozos para que los reclusos no pudieran “ver hacia fuera, ni recibieran luz”.
“Las personas privadas de la libertad no ocupan ningún lugar en la lista de las prioridades de los gobiernos durante la pandemia, ni nunca la han ocupado. Es una de las situaciones de derechos humanos donde las respuestas de los Estados han sido de mayor negligencia (…) Nunca han sido una respuesta prioritaria, han quedado en el último escalón, eso de alguna manera responde a la estigmatización que han generado las autoridades”, asegura Erika Guevara, de Amnistía Internacional.
En intramuros, esta es la situación generalizada de más de 1,7 millones de presos en las cárceles de América Latina. En los centros penitenciarios, el embate del virus se vive con carencias en materia de salud y servicios de básicos que dificultan cumplir con los protocolos sanitarios.
Aislados, sin visitas y sin comida
Luis, quien estuvo preso en el Cepello y fue liberado tras el motín del primero de mayo, bajo la figura de Régimen Tutelado de Confianza cuenta: “lo peor del virus ese es que alejó las visitas de la familia. Un preso en Venezuela no es nada sin una familia que se esté moviendo afuera, sin que te traiga la papa (comida), un remedio (medicina), el pago a la causa (extorsión impuesta por los líderes de la prisión, conocidos como pranes) y hasta el agua. En el Cepello prohibieron las visitas desde los primeros días de abril”.
En Venezuela, como en otros países de la región, los privados de libertad sobreviven gracias a los suministros que les llevan sus familiares. El temor a no recibir alimentos fue lo que provocó el descontento de los presos y el alboroto que terminó en matanza en la cárcel Cepello. El aislamiento en los penales, sumado a las restricciones de visitas por el coronavirus y las limitaciones en la entrega de provisiones hace más difícil la supervivencia de los reclusos, quienes suelen expresar su desesperación con manifestaciones de violencia.
En julio de 2020, la directora del Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP), Carolina Girón, denunció las graves consecuencias de la falta de asistencia. “El aumento de las muertes causadas por enfermedades relacionadas con la desnutrición (en prisiones) es palpable. El 63,46% de las muertes en 2019 estuvieron relacionadas con falta de tratamientos, alimentos y cuidados no otorgados por el Estado”, detalló.
Luis describió a periodistas de este reportaje cómo era la situación del centro de reclusión antes de su liberación. “Había panas (amigos) que comían cada dos días. Otros comían una sola vez al día. Allí había un kiosco que vendía comida, era de un pran, pero a él también se le acabó la comida, así que ni comprando uno podía tener para comer. Algunas familias se organizaron y venían en grupos a traer la comida, pero los guardias se ponían obtusos. A veces dejaban la comida manoseada en el sol y cuando uno iba a recibirla estaba podrida. El hambre fue lo que ocasionó la protesta y los guardias respondieron con tiros. Ese virus nos jodió, nos dejó sin familia que fuera a solucionarnos. Que te quiten la visita es la peor desgracia de un preso”.
La realidad es similar a la de otras cárceles de Latinoamérica, donde el Estado no cumple con sus funciones básicas de atención alimentaria, médica y cuidado. “Me da más miedo morir de hambre que infectado por el coronavirus”, dice Pablo, un preso que tiene 40 años de edad, de los que los últimos 15 los ha pasado en prisión, y ahora está en la cárcel San Pedro en Bolivia. El encierro, le ha dejado hambre y enfermedades crónicas. Nadie lo visita. Su familia se olvidó de él hace más de una década. Desde entonces sobrevive con ocho bolivianos al día, que equivale a 1,1 dólar, en alimentos de muy baja calidad.
El hombre de nacionalidad peruana sabe bien lo que es dormir con el estómago vacío. Otros 400 internos bolivianos, al igual que Pablo, no tienen familia que les ayude. Tampoco cuentan con una celda donde dormir. Deben buscar cada día dónde pasar la noche. Ellos son conocidos como los presos sin sección, los más marginados de la prisión.
Cuando las visitas eran normales, las familias ayudaban con insumos al 60% de los internos del penal San Pedro en La Paz, Bolivia, una de las cárceles más hacinadas del país. Ahora solo llegan limitadas encomiendas que apenas alcanzan para el 20% de la población carcelaria. Con la familia al lado, el drama de vivir en la cárcel era más llevadero. Ahora sin ella, los internos se sienten más expuestos y desamparados.
Además, la cárcel de San Pedro ostenta el nefasto récord de tener la mayor cantidad de presos muertos por problemas de salud en todo el sistema de ese país andino: los internos reciben pocos medicamentos, las condiciones son insalubres y tiene la relación más desigual médico-reclusos del país, según datos de la Dirección de Régimen Penitenciario.
Los elevados muros del penal, de unos 20 metros, encierran a más de 2.600 internos mezclados entre sentenciados y detenidos preventivos y donde se registran más de 40 patologías. El gobierno optó por cerrar las cárceles como medida de salubridad contra la COVID-19 y no dotó de mascarillas, gel antibacterial y jabón a los internos, así como medicamentos, más personal médico y pruebas para detectar casos sospechosos. Un protocolo de bioseguridad, que al parecer no existe.
La decisión de sellar completamente sus recintos penitenciarios para aislarlos del mundo exterior, cancelando las visitas y los permisos de salida por tiempo indefinido como medida sanitaria para atajar la COVID-19, fue la misma de la mayoría de los países. Es una forma adicional de aislamiento que agudiza la afectación psicológica entre los internos, que tampoco cuentan con asistencia especializada para atender estos temores.
“A partir del aislamiento se producen una serie de sintomatologías psicológicas como la ansiedad, por sobre todo; cuando uno sabe que cualquier situación de aislamiento tiene final, obviamente se puede acomodar bastante, pero en esta situación nadie sabe y hay una incertidumbre y esa incertidumbre es la que genera mayor ansiedad de la que se podría esperar”, refiere la presidenta del Colegio de Psicólogos de La Paz, Verónica Alfaro.
La experta indica que la situación está relacionada con el miedo a contraer la enfermedad, a que la familia también se contagie y el sentimiento de culpa del interno si es el responsable del contagio. “Toda esta situación exacerba las sintomatologías psicológicas que pueden tener las personas mucho más si se corta definitivamente cualquier tipo de comunicación”, señala la especialista.
En la cárcel de San Pedro ya fallecieron 14 internos en menos de 10 días. Sus cuerpos fueron sacados en cajones. Todos hablan de los muertos, se conocen, les afecta mucho. “Es como un pueblo chico”, dice Pablo. “Ayer murió el gordo Juan, dueño de una pensión en población; hace dos días el loco Manuel, era un gran tipo; ver que la gente que conocemos va muriendo hace pensar que pronto te tocará a ti”, señala.
El temor es tan grande dentro del penal que es generalizado que la mayoría digan sentir los síntomas. Algunos con lágrimas se despidieron de sus familiares. Hay presos con tos, fiebre, dolor de cabeza. Los cinco médicos asignados a la cárcel no son suficientes. Los internos temen morir solos y abandonados, sin que a nadie le importe sus muertes.
En un penal hacinado como San Pedro, con un 378% de sobrepoblación, las autoridades liberan espacios para habilitar lugares de aislamiento para los casos sospechosos y confirmados de COVID-19, lo que significa comprimir más a algunos sectores de la población y a los propios infectados. En estos lugares, la soledad y el olor a la muerte es mucho más intenso. La incomunicación, peor. Muchos internos con síntomas prefieren no decir nada para no ser llevados a estos lugares donde las probabilidades de muerte son muy elevadas.
Uno de estos lugares en San Pedro es la Grulla. El lugar más frío y lúgubre de la cárcel. Era una zona de castigo que fue habilitada como sector covid. Se trata de un largo pasadizo con 10 celdas, una al lado de otra, de dos por tres metros. Ahí son confinados los presos sospechosos y confirmados de ser portadores del virus. Llegan a estar hasta seis por celda y duermen en el suelo. Permanecen encerrados todo el día y solo salen al baño unos minutos. No hay insumos para hacer el aseo. La atención de los infortunados corre por parte de los propios internos: comida y medicamentos básicos, si es que hay.
“Esta situación es como estar abandonado y a la vez esperando que vas a morir, estás esperando algo que es grave, muy malo, pero no hay adónde ir. Todos están ahí deambulando. Esta situación también se parece a una guerra, la incertidumbre de morir, de que te caiga un balazo, o de decir que ahorita te van a dar los síntomas, todo el mundo está así”, describe Pablo.
La psicóloga indica que esta situación agrava la relación entre los internos con frustraciones que pueden generar conductas cada vez más violentas dentro de los penales, y por eso es necesario la asistencia psicológica a los privados de libertad mucho más que antes.
Alfaro destaca que el contacto con la familia es tal vez lo único que mantiene al preso con la esperanza de cumplir su condena, y en el caso de detenidos preventivos de poder luchar para conseguir su libertad.
A decir de la reconocida organización Human Right Watch, si alguien quisiera propagar el coronavirus a propósito, encerraría a muchas personas en espacios hacinados e insalubres, con escasa ventilación, acceso esporádico al agua, atención médica deficiente y muy pocas pruebas para detectar infectados. Es decir, diseñaría una cárcel típica latinoamericana o caribeña.
¿Salud?
“El gobierno optó por encerrarnos a cada uno en nuestras celdas, hay muchos casos y no se nos dice nada. El virus ya entró al centro penitenciario La Joya”, denuncia a escondidas Francisco, quien enfrenta la pandemia en esa prisión panameña, donde está recluido por robo agravado. Usando su teléfono móvil, objeto prohibido en la prisión, relató en audios de whatsapp las carencias sanitarias que vive tras las rejas.
“No nos dan mascarillas, no nos dan ningún artículo de aseo… No nos dejan entrar gel hidro-alcohólico. Nos oprimen, nos oprimen… En el sentido de que nos quitaron la visita y el famoso ‘Paquito’ (tienda en el interior del penal) donde podíamos comprar cosas de aseo”, describe Francisco.
Panamá es el país con la tasa de contagios más elevada de la región, con una tasa de 60,4 casos por cada 1.000 presos. Tiene una población penitenciaria de 17.899 reos y reporta 1.082 afectados hasta el 15 de julio. En el pabellón donde permanece confinado Francisco, sin síntomas por el momento, dos de sus compañeros han sido aislados con la COVID-19.
Le siguen República Dominicana, con 34,2 contagios por cada 1.000 presos (917 casos); Bolivia, con 21,2 (408 casos); Chile, con 18,3 (710 casos); Ecuador, con 12,7 (500 casos); Perú con 11,3 (1.099 casos); México, con 9,8 (1.962 casos); Guatemala, con 8,3 (203); Colombia, con 7,8 (884 casos); Honduras, con 5,6 (122); y Brasil, con 4,5 (3.482 casos).
Aunque el gobierno de Venezuela no ha reportado casos de coronavirus en las prisiones, algunas ONG han denunciado al menos 53 contagios en centros de detención preventiva que son las celdas en delegaciones policiales, en distintos estados del país. Incluso la primera semana de agosto se informó que funcionarios de dependencias policiales que albergan detenidos dieron positivos de COVID-19, y se investiga el fallecimiento por coronavirus de un recluso de El Helicoide, prisión donde están los detenidos considerados presos políticos.
María Luisa Romero, experta independiente del Subcomité para la Prevención de la Tortura de las Naciones Unidas y exministra de Gobierno panameña, explicó en un artículo publicado en Open Democracy que las características propias del encarcelamiento, agudizadas por el hacinamiento, dificulta la toma de medidas recomendadas en esta pandemia para “aplanar la curva”.
“En centros sobrepoblados resulta imposible la distancia física. Hasta lavarse las manos es un lujo: en muchos centros escasea el agua, en muchos más escasea el jabón y se prohíbe el alcohol en gel por seguridad. Tampoco funciona el aislamiento como se implementa para la población general; por un lado no hay suficiente espacio, por el otro, aunque los detenidos no reciban visitas, en las cárceles a diario entran y salen un sinnúmero de funcionarios y, en algunos casos, proveedores privados”, analiza la experta.
En algunos países la falta de mitigación y prevención por parte de las autoridades ha hecho que la supervivencia sobrepase el miedo. En Guatemala, jóvenes desde la prisión han confeccionado 5.000 mascarillas. Los propios detenidos panameños han elaborado las suyas.
La Defensoría del Pueblo de Panamá ha pedido un fortalecimiento urgente de medidas de protección sanitarias dentro en varios centros de reclusión. En el complejo La Joya, por ejemplo, se detectó que los presos incumplían los protocolos de protección, pues estaban manipulando alimentos sin mascarillas. La dirección del penal procedió a que los privados de libertad fuesen retirados de estas labores. Esto también ocurrió en el Centro Femenino de Rehabilitación, donde se detectaron 132 reclusas positivas para coronavirus.
Por otra parte, luego de coordinaciones con médicos, el Ministerio de Gobierno de Panamá ha permitido a familiares la remisión a los internos de al menos 11 medicamentos como acetaminofén, jarabes y antihistamínicos limitados en sus cantidades.
En Colombia ante el brote descontrolado del virus, reclusos y guardianes encontraron en la moringa, una planta de origen hindú, una apuesta de fe, que aseguran está trayendo beneficios. Sin sustento médico, el brebaje a partir de esta planta que fue donado por uno de los guardias, se popularizó de tal manera que muy pronto la fórmula se extendió a una decena de prisiones como receta milagrosa ante la incapacidad del Estado de dar una masiva atención satisfactoria.
La situación es desesperada. Así lo concluye José Miguel Vivanco en entrevista para este reportaje: “los gobiernos y los jueces deben actuar con urgencia. Es una cuestión de vida o muerte”.
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