La Navidad estuvo prohibida en Inglaterra y todos sus territorios de ultramar durante 17 años en el siglo XVII. El 25 de diciembre, las tiendas estaban obligadas a permanecer abiertas; estaba prohibido beber en la calle, las comilonas festivas y el baile; las tartaletas de frutas -típicas de la navidad británica-, fueron incautadas. Incluso decorar las casas estaba también fuera de la ley.
El responsable de esta prohibición entre 1643 y 1660 fue Oliver Cromwell, que derrocó al rey Carlos I de Inglaterra durante las Guerras Civiles Inglesas e instauró en 1649 una mancomunidad republicana. Cromwell junto a otros miembros del Parlamento declararon ilegal, unos años antes, todo aquello que pudiera representar la celebración de la Navidad.
Tal y como cuenta The Guardian en un documental, pese a que solamente duró 17 años, esta prohibición ha marcado cómo los británicos celebran la Navidad y cómo se volvió un festejo resistente y flexible.
Todo comenzó porque los puritanos -una facción radical del protestantismo- veían la Navidad como una celebración ilegítima. Por eso decidieron llevar al Parlamento una ley que declaraba el 25 de diciembre como “un día más”. En el diario de sesiones de la Cámara de los Comunes se especifica que “las tiendas y negocios deberán mantenerse abiertas el 25 de diciembre, comúnmente conocido como día de Navidad” y se prohíbe acudir a cualquier acción ni ofrenda religiosa en las iglesias vinculada a esa festividad“.
Además, como estaba considerado un día normal, sin ningún tipo de “solemnidad”, los ciudadanos tampoco podrían emborracharse, ni colocar adornos, ni comer en exceso. En definitiva, no hacer ninguna de las cosas que se relacionan con la Navidad.
La prohibición provocó un total rechazo en la calle y la gente no tardó en tomar las calles produciéndose así levantamientos y enfrentamientos entre los partidarios de la prohibición, los puritanos y aquellos que querían continuar con la celebración.
La ley se aplicó en todos los territorios hasta 1660, que la monarquía se reinstauró y, con ella, también la Navidad. Pero no así en Escocia, donde tuvieron estuvo vigente la prohibición durante más tiempo, 250 años.
Cromwell argumentaba que no había ni razones ni referencias bíblicas para celebrar la Navidad el 25 de diciembre, y que no hay una frase concreta en la Biblia que diga que Jesucristo nació ese día. “Es verdad que en la Biblia no hay referencias explícitas a que Jesucristo nació el 25, pero se dan pistas”, explica en el vídeo la historiadora y escritora, Judith Flanders. “Las mejores estimaciones para su nacimiento, según los estudiosos de la Biblia sería el 17 de abril, 29 de mayo o el 15 de septiembre”, argumenta Flanders.
Pero este no era el único problema. Había demasiadas similitudes con los festivales romanos. En la Antigua Roma, el mes de diciembre estaba repleto de festividades: Saturnalia, una fiesta en la que se ofrecían regalos y había banquetes y se prolongaba entre el 17 y el 24 de diciembre, y el 31 celebraban Kalends, con pequeños regalos, procesiones, banquetes y decoración.
El 25 de diciembre tenía lugar el día del Sol no conquistado, que coincide con la celebración del solsticio, una de las mayores fiestas del año. Ese día, los romanos lo marcaron como el del nacimiento del dios Mitra, que emerge de una cueva bajo la atenta mirada de dos pastores, un posible paralelismo con la imagen del belén cristiano. Por lo que en el momento en el que la Iglesia decidió celebrar la natividad, consideraron, probablemente, que ese era un día apropiado para llevarla a cabo.
La prohibición tuvo el efecto contrario al previsto: la Navidad se popularizó aún más y quedó claro lo que significaba esa festividad para mucha gente. Al mantenerse las tiendas y bares abiertos, la gente pudo quedar para comer y beber de una forma que era más difícil cuando todo estaba cerrado, por lo que aumentó el factor social de la fiesta y la dimensión cristiana de la Navidad prosperó tras la prohibición. Así, la Iglesia se apropió de elementos familiares, religiosos y seculares para unificarlos y crear así una idea de caridad.
Traducido por Álvaro García Hernández.