Todos los intereses en juego con la posible normalización de relaciones entre Israel y Arabia Saudí
De momento, la Administración estadounidense no ha confirmado las informaciones aparecidas en la prensa de este país sobre un supuesto acuerdo para la normalización de relaciones entre Israel y Arabia Saudí.
Pero, aunque no se materialicen de inmediato, existen pocas dudas de que esa normalización está fijada en el horizonte político de Oriente Medio (según el periódico Wall Street Journal, el acuerdo se alcanzaría en un plazo de entre nueve y doce meses). Y no hay muchas dudas porque así lo desean tanto Washington, como Tel Aviv y Riad.
Lo único que queda pendiente es salvar la resistencia que pueda presentar el monarca saudí, por lo que cabe especular que habrá que esperar hasta que suba al trono su hijo, Mohamed bin Salmán, que según el prestigioso rotativo se reunió con el consejero de Seguridad Nacional de EEUU, Jake Sullivan, para tratar el hipotético acuerdo.
El príncipe heredero parece no tener prisa a la hora de dar un paso de innegable simbolismo para la nación que se supone que lidera el islam suní y la causa palestina, y por ello habría pedido que Israel haga concesiones como compensación a los palestinos (en junio, el embajador saudí en Washington apuntó en una entrevista que la normalización no podría tener lugar antes del establecimiento de un Estado palestino).
En ese sentido, habrá que ver el precio que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y los suyos están dispuestos a pagar en concepto de concesiones a los palestinos por un acuerdo que, en esencia, significará el enterramiento definitivo del sueño político de estos últimos.
Arabia Saudí pide garantías y concesiones
A estas alturas todos los jugadores han mostrado ya sus cartas: Arabia Saudí entiende que Washington está cada vez menos interesado en la región de Oriente Medio, en la medida en que ha ido adquiriendo autonomía energética y necesita concentrar sus esfuerzos en hacer frente al desafío que le plantean China y Rusia.
Al mismo tiempo, el reino es consciente de su propia debilidad estructural –aunque se haya convertido en el primer importador mundial de armamento– y del peligro que supone Irán para su estabilidad, por lo que busca desesperadamente una renovada garantía de seguridad. Una garantía a cambio de reconocer formalmente a Israel que sólo EEUU puede darle –de hecho, lleva haciéndolo con Tel Aviv desde hace décadas frente a sus vecinos árabes–.
Riad pretende que esa garantía sea similar a la que implica el artículo V del tratado de la OTAN, que establece que un ataque contra una de las naciones firmantes será considerado como un ataque contra todas ellas.
En el mismo paquete, Riad aspira a recibir las bendiciones estadounidenses para acelerar su programa nuclear, incluso con la idea de dotarse de la infraestructura necesaria para enriquecer uranio en su propio territorio. Una posibilidad que no sólo resulta difícilmente digerible para Tel Aviv –que mantiene un gran secretismo en torno a su propio programa, pero nadie duda de que dispone de armamento nuclear–, sino también para otras potencias de la zona, con Turquía a la cabeza.
En todo caso, Riad sabe que tiene margen para aumentar sus exigencias y podría retrasar la formalización del acuerdo hasta después de las próximas elecciones estadounidenses con tal de no regalarle al presidente Joe Biden una baza electoral tan atractiva. Mohamed bin Salmán ha marcado distancias de la Administración Biden a raíz de que el mandatario prometiera castigarle por el asesinato del periodista Jamal Khashoggi.
Un “éxito” para Israel
Por su parte, Israel busca añadir un nuevo país árabe a la lista de los que ya han optado por adherirse a los llamados Acuerdos de Abraham, impulsados por Donald Trump en 2020, que no le han supuesto un solo coste y que le han reportado ya nuevos mercados en el Golfo Pérsico y África.
En este caso no se trataría de uno más (junto a Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Marruecos y Sudán), sino que la inclusión de Arabia Saudí supondría abrir la puerta a uno de los objetivos estratégicos más anhelados por Israel: la aceptación por sus vecinos como Estado judío en las fronteras actuales.
Si esa puerta se abre finalmente –lo que supondría echar a la basura la oferta de la Liga Árabe de reconocer a Israel a cambio de su retirada a las fronteras previas a la ocupación iniciada en 1967–, habremos llegado al punto en el que, sin ceder nada sustancial a cambio, los sionistas habrán logrado garantizar el dominio total de la Palestina histórica; o, lo que es lo mismo, la eliminación definitiva de la solución de los dos Estados, la aceptación irreversible de la ocupación y la anexión de Cisjordania.
Un “éxito” que aumentará aún más la estatura política de un Netanyahu que se dirige, de la mano de sus polémicos socios ultranacionalistas y ultraortodoxos, a desmantelar los últimos resortes democráticos de un Israel que hace tiempo que ha olvidado sus obligaciones jurídicas internacionales y hasta sus valores éticos y religiosos.
El primer ministro israelí se enfrenta a una creciente oposición interna, con las movilizaciones ciudadanas más grandes en la historia del país, pero no ha tenido que hacer frente a presiones ni por parte de Washington ni de los árabes por el aumento de la violencia en los territorios ocupados desde principios de año, ni por la expansión de los asentamientos ilegales en esas tierras.
EEUU busca la lealtad de Arabia Saudí
Por lo que respecta a EEUU, en un ejercicio de amnesia voluntaria sobre lo que representa un régimen saudí que acabó con la vida de un columnista del Washington Post y que Biden calificó de Estado paria y un Gobierno israelí tan extremista, lo primero que trata de evitar es que Riad termine por colocarse en la órbita de Rusia (o de China).
De ahí que esté dispuesto a reconfirmar una cobertura de seguridad a Arabia Saudí para cubrirle las espaldas al reino, contando con que ambos, sobre todo Israel, tienen a Irán en mente. También, para facilitarle las cosas a Tel Aviv, cabe suponer que Washington se sumará a la idea de crear un fondo especial dirigido a la población palestina bajo ocupación.
Ese es, de hecho, el bálsamo con el que todos ellos pretenden salvar la cara: aprobando un cuantioso fondo destinado a “comprar” la aceptación palestina del abandono de sus aspiraciones políticas. Así, en lugar de aplicar el principio de “paz por territorios” –que sirvió en 1979 para lograr un acuerdo entre Egipto e Israel–, ahora estaríamos apostando por el de “paz por bienestar económico”, un planteamiento reiteradamente condenado al fracaso, tanto por el empeño palestino de resistencia como por el incumplimiento real de las promesas dinerarias (tal y como se ha visto en Cisjordania y, sobre todo, en la franja de Gaza).
Lo peor es que, tanto con un acuerdo como sin él, la realidad en los territorios ocupados palestinos ya deja bien a las claras que el Gobierno liderado por Netanyahu no va a frenar su política expansionista ni a aceptar ninguna de las reclamaciones que los dirigentes palestinos están haciendo llegar a Riad como moneda de cambio de la normalización.
El ministro palestino de Exteriores, Riad al Maliki, dijo a principios de este mes que la Autoridad Nacional Palestina (ANP) se coordinaría con Arabia Saudí sobre un posible acuerdo, para el cual –afirmó– “los saudíes han puesto condiciones”, entre las que estarían el fin de la ocupación y la materialización de un Estado palestino.
Pero Netanyahu sabe que hoy nadie se va a manchar las manos por la defensa de lo que ya se considera una causa perdida y gestos como el nombramiento hace una semana de un embajador saudí en los territorios palestinos, que actúe también de cónsul en Jerusalén (que los palestinos desean que sea la capital de su futuro Estado), no van a cambiar esa amarga realidad.
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