20 años después del inicio de la invasión estadounidense de Irak, ni siquiera los más acérrimos defensores de la “guerra contra el terror” pueden presentar un balance mínimamente positivo de lo que arrancó en la madrugada del 20 de marzo de 2003 con múltiples oleadas de misiles, ataques aéreos y proyectiles de artillería que buscaban provocar “conmoción y pavor”, en el marco de la Operación Libertad para Irak, ordenada por George W. Bush. Una operación que arrancó con una inapelable victoria militar para el invasor, pero que muy pronto se transformó en una ocupación que ha conducido no solo a su derrota, sino a una acumulación de pésimas noticias, cuyo efecto se prolonga hasta la actualidad.
Entre las víctimas más señaladas de aquella guerra –sin olvidar las más de 288.000 muertes violentas contabilizadas por Body Count–es preciso mencionar, en primer lugar, el derecho internacional y, en la misma línea, la ONU. La invasión fue ilegal, dado que ni se trataba de un ejercicio de legítima defensa ni contaba con una Resolución del Consejo de Seguridad que permitiera emplear la fuerza militar.
Inmerso en su ensoñación ideológica, que le hacía pensar que por esa vía lograría democratizar a Irak y al resto de sus vecinos, Bush dejó claro que no le importaba arruinar el ya limitado crédito que le quedaba a la ONU como garante de la paz y seguridad a escala planetaria. Apostando por la ley del más fuerte, y como segundo capítulo de lo que había iniciado en octubre de 2001 en Afganistán, forzó hasta el extremo el orden internacional en su intento por introducir la “guerra preventiva” como tercera regla de juego para legitimar el uso de la fuerza. Y aunque afortunadamente la ONU no siguió a Washington en esa deriva, no pudo evitar su descrédito, incapaz, una vez más, de castigar a uno de sus miembros ante la flagrante violación de las normas más básicas del derecho internacional.
Un país fracturado y empobrecido
Tampoco Irak ha salido mejor parado. No se trata solamente de que hoy esté muy lejos de ser un país estable y funcional, sino que incluso ha agravado las fracturas internas que ya lo caracterizaban. Washington impuso un sistema de reparto del poder político en clave étnica y religiosa que simplemente ha consolidado aún más el sectarismo, al tiempo que no ha logrado frenar el intervencionismo foráneo, con Irán a la cabeza, tratando de aprovechar su liderazgo chií, la rama del islam con la que se identifican más del 60% de los 43,5 millones de iraquíes.
A eso se añade el problema kurdo, con un Gobierno regional incapaz de asentar una largamente deseada independencia, pero suficientemente poderoso como para desafiar a Bagdad con sus peshmergas [combatientes]. Y, por supuesto, ni ha sido posible eliminar la amenaza del terrorismo yihadista, aunque el ISIS solo sea hoy una sombra de lo que fue en 2014, ni siquiera asegurar el suministro eléctrico para su propia población, a pesar de su considerable riqueza en hidrocarburos. Se estima, en resumen, que un tercio de la población vive por debajo de la línea de pobreza y que el desempleo afecta a un 35% de la población joven.
Esa inquietante imagen tiene su réplica en la situación de la práctica totalidad de Oriente Medio. Si, por un lado, cabe afirmar que ninguno de los sistemas políticos existentes en la región es hoy más democrático que entonces, por otro, es bien evidente que Irán no solo resiste el acoso y derribo estadounidense (con Israel a su vera), sino que ya bordea el umbral nuclear y sigue influyendo poderosamente en Irak, Líbano, Siria y más allá.
En resumen, desde ningún punto de vista puede calificarse hoy a la región como más estable o más desarrollada.
Las consecuencias de las desventura militar
Mención aparte merece el deterioro de la imagen de Estados Unidos como resultado de la desventura militar en la que todavía sigue sumida (actualmente mantiene unos 2.500 efectivos en el país, junto a unos 4.500 contratistas privados, muy lejos en todo caso los 160.000 que llegó a desplegar años atrás). Ese efecto arranca con la nefasta evaluación de inteligencia que llevó a Washington a intentar convencer a propios y a extraños de que la invasión se justificaba por la supuesta existencia de unas armas de destrucción masiva que solo existían en la mente de los mismos que pensaron que las tropas estadounidenses serían recibidas como salvadoras por la población iraquí.
A eso se sumó el garrafal error de desmantelar de raíz las fuerzas armadas y de seguridad subordinadas a Sadam Huseín, lo que acabó traduciéndose no solo en una notable resistencia armada irregular contra los ocupantes, sino también en el paso de no pocos militares y policías iraquíes a las filas del yihadismo.
Y así, sin haber llegado a terminar la tarea autoimpuesta en Afganistán, Estados Unidos se encontró inmerso en una guerra ilegal que alimentó aún más el sentimiento antioccidental en la región o, lo que es lo mismo, la simpatía por quienes desde posiciones radicales y violentas acusan a Washington y sus aliados occidentales de todos los males que sufren. Todo ello sin que por el camino haya conseguido doblegar la resistencia del régimen iraní y dejando al descubierto tanto su incoherencia –manteniendo el apoyo a regímenes como el saudí, a pesar de su brutalidad represora, en contra de cualquier proclama a favor de la democracia y los derechos humanos–, como su decreciente capacidad para imponer su criterio en los asuntos regionales.
Un ejemplo, en definitiva, de los peligros del liderazgo iluminado por una ideología misionera, del empecinamiento en el error de pensar que se puede imponer la democracia y eliminar el terrorismo por las armas y de la insensibilidad ante una tragedia humana para la que todavía no se ve fin.
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Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).