Irán: muere un presidente, se mantiene el rumbo
Para quienes sueñan con un Irán abierto, desarrollado y pacífico es tentador imaginar que la muerte del presidente Ebrahim Raisí, junto al ministro de exteriores, Hossein Amir Abdollahian, va a suponer un cambio de rumbo en el régimen. Un régimen que se mantiene en el poder desde la revolución encabezada por Ruhollah Jomeini, en 1979, asediado por poderosos enemigos externos que buscan su derribo y empeñado en aferrarse al poder contra una población cada vez más empobrecida y crítica con su actitud represiva en el orden moral.
Pero deslizarse por esa senda es, desde el principio, no querer percatarse de que el presidente no es, de ningún modo, la máxima autoridad del país, sino, en el mejor de los casos, el mero ejecutor de lo que emana de la autoridad del líder supremo, Alí Jamenei, cuyas manos manejan las riendas del verdadero poder, tanto en el ámbito interno como en el exterior. El régimen iraní descansa en una doble legitimidad: la religiosa que deriva de Jomeini, con el añadido de Jamenei desde 1989, y la política, derivada de un proceso controlado desde la cúspide que garantiza que solo los candidatos más fieles al régimen puedan llegar a contar con opciones de ser elegidos para los distintos cargos en liza. Eso significa que Raisí no solo había pasado los filtros que ya se encargan de descartar a quienes pudieran cuestionar el statu quo, sino que se ha mostrado como un fiel cumplidor de sus funciones, incluyendo la firma de la ejecución de las 226 personas que han sido ajusticiadas en lo que va de año.
De hecho, con su elección en 2021 y con los resultados de las elecciones legislativas del pasado mes de marzo, el ala más dura del régimen, con Jamenei a la cabeza, se ha asegurado el control absoluto de todas las palancas del poder, tanto en el ámbito ejecutivo, como en el judicial y en el legislativo. Una realidad fáctica que incluye el Consejo de Guardianes y la Asamblea de Expertos, y a la que se suma el peso que el Cuerpo de los Guardianes de la Revolución Islámica de Irán, los pasdarán, ha recobrado en estos últimos años, alineado igualmente con las directrices estratégicas del líder supremo.
Sin cambios a la vista
A partir de ahí, y a pesar de los movimientos ciudadanos que tratan de aprovechar los escasos resquicios que las autoridades permiten, cabe entender que lo que viene es más de lo mismo. Y por si era necesario dejarlo aún más claro, el propio gobierno iraní se ha apresurado en anunciar que el fallecimiento de Raisí “no supondrá la menor perturbación en la administración” del país. Así, siguiendo el guion establecido, la presidencia pasa automáticamente a manos de Mohamed Mokhber, hasta ahora primer vicepresidente, como cabeza de un consejo en el que también figuran el presidente del parlamento, Mohammad Baqer Qalibaf, y el jefe del poder judicial, Gholam-Hossein Mohseni-Eje'i; todos ellos fieles cumplidores de las directrices de Jamenei. A continuación, se abre un periodo de 50 días para la celebración de unas elecciones presidenciales (que tendrían que haberse celebrado el próximo año) a las que, como en todas las ocasiones anteriores, solo llegarán candidatos depurados previamente por la estricta ortodoxia del Consejo de Guardianes, que regula todos los procesos electorales. De ese modo, sea quien sea el elegido, queda asegurado que los que se denominan a sí mismos “principalistas” podrán mantener a buen recaudo tanto sus privilegios como el poder.
Las incógnitas, por tanto, siguen siendo las mismas que ya definían la agenda iraní antes de la muerte de su presidente. En clave interna, el asunto principal es vislumbrar cómo logrará el régimen manejar la sucesión del propio Jamenei. A sus 85 años y con un delicado estado de salud, las elucubraciones sobre lo que determine la Asamblea de Expertos —que ha sido igualmente expurgada de elementos tan escasamente sospechosos de desafección como el propio expresidente Hasan Rohani en las recientes elecciones de marzo pasado— no permiten imaginar que vaya a producirse un cambio radical de orientación. A pesar de las protestas ciudadanas, y sin descartar que en algún momento recobren fuerza, no parece que ahora mismo el régimen vea su pervivencia en peligro, y solo queda por comprobar, con la ya clásica mezcla de paternalismo, clientelismo y represión, cuánto tiempo más logran mantener el control de la situación ante una población que sufre directamente tanto la corrupción interior como el castigo exterior derivado de las sanciones internacionales contra el régimen.
En el ámbito exterior, cabe imaginar igualmente que Teherán seguirá apostando por mantener la tensión en la región, tratando de evitar que termine por materializarse la normalización de relaciones entre Arabia Saudí e Israel, consciente de que eso terminaría por conformar un frente enemigo decidido a provocar su caída. En esa línea, nada permite suponer que vaya a dejar de alimentar a sus peones regionales —desde Hezbolá, en Líbano, hasta Ansar Allah, en Yemen, además de las milicias que maneja en Siria e Irak, sin olvidar a Hamás—, en la medida que le sirven para mantener la presión regional sin llegar a provocar una escalada hasta el choque directo en el que saldría perdiendo. Tampoco cabe imaginar que se vaya a desmarcar de una Rusia y una China que le sirven como respiraderos, tanto comerciales como políticos, ante la presión internacional a la que está sometido.
En suma, sostenella y no enmendalla hasta el final.
Jesús A. Núñez Villaverde es Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)
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