Israel acaba de cumplir 70 años, onomástica que ya celebró el 19 de abril según el calendario judío. Setenta años atrás, David Ben Gurión y un grupo de padres de la patria, que escenificaron en el edificio del actual Museo de Tel Aviv una declaración de independencia “preventiva” por parte del Minhelet HaAm, una especie de embrión del primer consejo de ministros, no escogieron ese día al azar. Un día después el Parlamento británico anunció oficialmente que disolvería el mandato colonial sobre Palestina, que le fue otorgado por la Sociedad de Naciones al término de la Primera Guerra Mundial.
Casi tres décadas después y tras las revueltas de los años 1929, 1936-1939 y 1946, la situación se volvió insostenible para Londres. El número de soldados y policías británicos que murieron en el fuego cruzado entre árabes y judíos alcanzó un número crítico. Westminster llamaba a la retirada.
El liderazgo de la Yisuv (comunidad judía pre-estatal) optó por una jugada política audaz, declarando su independencia en búsqueda de dotarse tanto de legalidad como de legitimidad. En cambio, los palestinos apostaron por la vía militar. Daban por hecho que ganarían la guerra que se avecinaba al estar apoyados por los países vecinos, que les habían prometido la intervención de sus ejércitos.
Tal como recordaba durante la ceremonia del traslado de la embajada de EEUU a Jerusalén el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu –que aspira a superar a Ben Gurión como el primer ministro más políticamente longevo de la democracia israelí–, “el presidente Harry Truman fue el primer dirigente mundial en reconocer a Israel, y en eso apenas tardó once minutos”.
En un ejercicio de amnesia selectiva, Netanyahu se olvidó de apostillar que lo hizo de facto, y que el primer país en reconocer de iure al emergente Estado fue la Unión Soviética. De hecho, EEUU no haría esto último hasta principios de 1949, una vez que el ya creado Estado hebreo celebró sus primeras elecciones. El segundo país en reconocerle de facto fue Irán, entonces gobernado por el sha de Persia, y hoy, según recuerda a menudo Netanyahu, el gran enemigo de Israel.
Siete décadas y seis guerras después (1948, 1956, 1967, 1973, 1982, 2006) y dos intifadas (1987-1993 y 2000-2005), a los israelíes les gusta definir su actual país como la única democracia liberal de Oriente Próximo, la primera potencia militar de la región y la economía con la renta per cápita más alta de la zona.
A esto se añade el hecho de que Israel, en comparación con la mayoría de sus vecinos árabes, es un país avanzado en ciencia y tecnología, habiéndose promocionado en el exterior como la Start-up Nation. Cuenta con avances muy significativos en ciberseguridad, disciplina en la que se ha convertido en un referente mundial gracias a las ingentes cantidades de dinero inyectadas por países como Estados Unidos en su aparato militar.
Un refugio para los judíos
Tal como ha reivindicado recientemente la actriz Natalie Portman, que se negó a venir a Jerusalén para recoger el premio Génesis (al que algunos medios llaman el premio Nobel en el mundo judío, aunque su historia es muy reciente), debido al trato a inmigrantes sin papeles y palestinos, Israel fue concebido como un santuario para los judíos. “Desde el primer momento, un sentido de urgencia dio a los sionistas la profunda convicción de que la tarea de reconquistar el país tenía una sólida base moral”, comenta el historiador Zeev Sternhell.
No obstante, para este catedrático de la Universidad Hebrea de Jerusalén, “el argumento del derecho histórico de los judíos a esta tierra era simplemente un instrumento de política y propaganda, orientado a encontrar un refugio, dadas las amenazas de muerte y persecución que pendían sobre los judíos”.
Sternhell, que colabora de forma periódica con el diario progresista Ha'aretz, destaca que esa necesidad inicial surgida en respuesta al “deseo de los árabes de echar a los judíos al mar” dejó de existir a partir de la Guerra de los Seis Días en 1967, en que Israel lanzó un ataque preventivo contra Egipto, Siria y Jordania haciéndose con el control de la Península del Sinaí, los Altos del Golán, Cisjordania, Gaza y Jerusalén Oriental.
Israel, entonces sí, se consolidaba territorialmente gracias a la ocupación de tierras conquistadas por la fuerza.
“Mientras que las conquistas de la guerra de la independencia entre 1948 y 1949 fueron una condición esencial para la creación de Israel, el deseo de retener las logradas en 1967 no dejaba de tener un fuerte sabor de expansión imperial”, continúa el autor del magnífico ensayo The Founding Myths of Israel (publicado en hebreo en 1995 y traducido a varios idiomas).
En opinión de Sternhell, la guerra de 1967 constituye un punto de inflexión, a partir del cual Israel pasa de jugar el papel de oprimido a ejercer el de opresor. La única razón moral que le queda quizás es la de facilitar la aliyá (inmigración y nacionalización en función de la llamada “Ley del retorno”) a quien la necesite, con objeto de engrosar su actual población de casi nueve millones. Es decir, diez veces más que aquellos 800.000 habitantes iniciales.
Asignaturas pendientes
Israel todavía tiene una serie de problemas graves, que ha sido capaz de encapsular temporalmente, pero no de resolver. El primero de ellos es la falta de fronteras seguras e internacionalmente reconocidas (las tiene con Egipto y Jordania, pero no con Siria y Líbano, países de los que continúa ocupando ilegalmente los Altos del Golán y las Granjas de Sheba).
El segundo es la autodeterminación de los palestinos, a los que ha ido encerrando detrás de muros, vallas y controles militares, y a los que parece que ya no quiere dar la oportunidad de crear su propio Estado. “Israel ha fallado no solo en alcanzar la paz, sino también en asegurar su futuro”, asevera el historiador Sternhell.
Esta gran paradoja quedó reflejada en todos los medios de comunicación israelíes esta semana. Por un lado, las portadas de los periódicos y las aperturas de los informativos mostraban la alegría y satisfacción de sus dirigentes por lo que para ellos era el mejor regalo que podían esperar de Donald Trump, el traslado de la embajada norteamericana a Jerusalén. Por otro, se mostraban imágenes espeluznantes de civiles palestinos abatidos por francotiradores israelíes.
Cara y cruz de una situación esquizofrénica. “Por un lado pienso que merece la pena luchar por Israel”, dijo recientemente el escritor David Grossman durante una celebración de independencia alternativa organizada por el Foro de las Familias, que agrupa a palestinos e israelíes que han perdido a algún familiar como consecuencia de los enfrentamientos armados y la violencia política. Grossman forma parte de él desde la muerte de uno de sus hijos en la guerra de 2006 contra la milicia chií libanesa Hezbolá. “Por otro, también creo que no seremos verdaderamente libres hasta que los palestinos también lo sean y obtengan su independencia”, añadió el escritor.
El mensaje de Grossman es minoritario en una tierra cada vez más derechizada política y socialmente. Los últimos tres gobiernos presididos por Netanyahu no han resuelto ninguna de las cuestiones pendientes. Como ya advirtió hace una década el expresidente de Estados Unidos Jimmy Carter y hace dos años repitió el ex secretario de Estado John Kerry, si Israel no encuentra una fórmula para permitir que los palestinos obtengan su autodeterminación e independencia –pues ya viven más árabes que judíos entre el río Jordán y el mar Mediterráneo– pronto se convertirá en la Sudáfrica del Apartheid.