Los recientes ataques a la ONU por parte de Israel ni son nuevos ni producto de un error de cálculo. Son, por el contrario, el resultado de un esfuerzo consciente por librarse de la vigilancia del (teórico) guardián de las reglas de juego establecidas tras el final de la II Guerra Mundial para regular las relaciones entre Estados, tratando de evitar un nuevo desastre planetario que nos devolviera a la ley de la jungla. Y de ahí que, olvidando que se trata de un país creado precisamente por una decisión onusiana, la historia de la relación de Israel con la ONU esté salpicada de múltiples desprecios y ataques.
Desprecios sin fin que incluyen el reiterado incumplimiento de decenas de resoluciones de la Asamblea General, aprovechando que ninguna de ellas es vinculante, e incluso del Consejo de Seguridad (en las muy escasas ocasiones en las que Estados Unidos ha renunciado a emplear su derecho de veto para proteger a su principal aliado en Oriente Medio). Israel considera que queda liberado tanto para poder incumplir sus obligaciones como potencia ocupante en Gaza y en Cisjordania, como para hacer de Jerusalén su capital “única, eterna e indivisible”, en contra del Plan de Partición, de 1947, que determinaba que sería una ciudad internacional con un “corpus separatum” diseñado para garantizar el acceso a los creyentes de las tres religiones del Libro.
Ese desprecio incluye gestos tan deleznables como el realizado en mayo pasado por el embajador de Tel Aviv ante la ONU, cuando trituró la Carta fundacional de la organización en plena Asamblea; u otros en los que el tono se eleva hasta calificar a la propia organización como una entidad antisemita, al igual que a la Corte Internacional de Justicia y a la Corte Penal Internacional, siguiendo un guion ya tan clásico como inadmisible que pretende acallar las criticas y denuncias no contra un pueblo o una religión, sino contra quien viola sistemáticamente el derecho internacional. En esta línea, el Gobierno de Netanyahu declaró la semana pasada al secretario general de la ONU, Antonio Guterres, como persona non grata.
Por si eso no bastara, Israel no ha tenido reparo en poner a la organización (sus instituciones, sus trabajadores y representantes) en la diana de sus fusiles. Así, siguiendo una pauta que se remonta décadas atrás, ha vuelto a apuntar contra los cascos azules de UNIFIL, operación internacional de paz desplegada en Líbano desde 1978, y contra la UNRWA, Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos. En el primer caso, se ha atrevido no solo a exigir la retirada de los 10.500 efectivos desplegados a lo largo de la Línea Azul, sino que, ante la negativa de la misión a plegarse a sus deseos, ha pasado directamente al ataque contra su cuartel general y contra algunos de sus puestos de observación. Son, sin duda alguna, ataques deliberados que buscan, una vez más, librarse de testigos incómodos que, además, tienen la misión de informar de las violaciones de la Resolución 1701 del Consejo de Seguridad.
En el segundo, la panoplia de acciones violentas es mucho más amplia. Por un lado, el Gobierno israelí lleva mucho tiempo tratando de eliminar la existencia de UNRWA, añadiendo obstáculos burocráticos a su actividad en el Territorio Ocupado Palestino, con el objetivo de que no pueda asistir a la población y no pueda conocer directamente lo que tanto los colonos como las fuerzas israelíes hacen a diario. Por otro, ya son más de doscientos los trabajadores de la agencia asesinados por las fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) en este último año; un macabro balance que supera con creces lo ocurrido hasta ahora a la ONU en cualquier otro escenario de conflicto donde haya estado presente.
Impunidad y ningún castigo
A eso se suman repetidos ataques a su sede central en Jerusalén, la misma que ahora el Gobierno israelí acaba de confiscar con el objetivo (aún más sarcástico) de construir 1.440 viviendas para colonos. Y en el horizonte —mientras Tel Aviv aspira a redefinir el concepto de persona palestina refugiada para dejarlo reducido a los alrededor de 400.000 aun vivos de la Nakba (en lugar de a los más de 5,7 millones registrados en la UNRWA)—, ya está en marcha en el Parlamento israelí (Knéset) el proceso para declarar a la agencia como organización terrorista.
Un comportamiento, en definitiva, que a cualquier otro Estado del planeta le habría costado un aluvión de sanciones diplomáticas, económicas e incluso militares; pero que en el caso de Israel, con la muy directa complicidad de Washington, queda sin ningún tipo de castigo. Por cierto, conviene recordar que tanto UNIFIL como la UNRWA informan puntualmente a las autoridades militares israelíes de la ubicación de sus instalaciones y de sus movimientos, por lo que no cabe aducir desconocimiento por parte de las FDI cada vez que cometen un asesinato de militares o trabajadores de las dos instancias o destruyen sus instalaciones.
*Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)