Aquel día, Khadija Amin pensó que ya era suficiente. Hacía tres días que los talibanes se habían hecho con Kabul, tres días en los que había tenido que quedarse en casa. Era 18 de agosto y decidió acudir a su puesto de trabajo en la televisión pública de Afganistán, donde era reportera y presentadora. Lo hizo a pesar de que sus compañeros le habían pedido que no fuera, convencida de que, como mujer, ella también tenía derecho a estar en la redacción.
Pero no le permitieron volver al trabajo, según recuerda la joven periodista afgana, de 28 años, en una entrevista con elDiario.es. “Llegué a la puerta de la oficina y me dijeron: 'No estás autorizada'. Quería saber por qué las mujeres no teníamos permiso para seguir trabajando, así que pedí hablar con el nuevo director de la televisión, que era de los talibanes –al anterior había dejado Afganistán tres días antes de su llegada–. Me respondió que yo no podía decidirlo, que lo decidían ellos y que me quedara en casa”.
Amin se volvió a casa, pero decidió no callarse y se atrevió a denunciar públicamente lo ocurrido. Un tuit de una periodista del New York Times se hizo viral. A un lado, su fotografía, sentada en la mesa del plató, presentando informativos. Al otro, la imagen del nuevo presentador de los talibanes. Muchos medios internacionales se interesaron en su caso. Atendía una entrevista tras otra.
“No tenía miedo de que me mataran, aunque fuera muy peligroso para mí. ¿Estar en Kabul y hablar en contra de los talibanes? Pero yo quería mostrar al mundo que esa era la realidad, que nunca respetarán a las mujeres, tenía derecho a hacerlo. Así que comencé a recibir muchas llamadas advirtiéndome de que, si hablaba, me estaba poniendo en riesgo. Me decían que parara”, dice.
Ante la exposición mediática, su familia le rogó que se marchara de Afganistán. “No tenía ninguna oportunidad de irme y tampoco quería”. Pero Amin no se sentía segura y cuenta que, a través de sus contactos en el mundo del periodismo, logró huir. “Fue muy difícil decidirme a dejar todo lo que tenía. Pero mi familia me decía que mi seguridad era más importante”.
Consiguió un salvoconducto para entrar en uno de los aviones de evacuación españoles y, al fin, aterrizó el 23 de agosto en Torrejón de Ardoz (Madrid) con un pequeño bolso de viaje y conmocionada. “Fue una pesadilla. Estaba en shock por todo lo que había pasado de repente”. Se había convertido en refugiada de la noche a la mañana en un lugar en el que nunca se había imaginado que iba a vivir, en un país completamente nuevo para ella, del que solo conocía algún equipo de fútbol, dice con una sonrisa tímida.
Ahora reside en Salamanca, en un piso de acogida con el apoyo de la ONG Cepaim, junto a Massouda Kohistani, activista afgana por los derechos de la mujer, también refugiada. Ha solicitado protección internacional, según explica. Cerca de 2.400 personas han llegado a España desde el inicio de la operación de evacuación en agosto, según las cifras más recientes de la Moncloa.
Separada de su familia
Amin pisó suelo seguro en España sin su familia. Sus tres hijos se quedaron en Afganistán. ¿Ha intentado traerlos? Su rostro se torna serio. “En Afganistán, además de la inseguridad y los talibanes, las mujeres tenemos otros muchos problemas. Hablé con el Ministerio de Defensa español para que me ayudara a traer a mis hijos”.
“En la lista del vuelo que llegó este martes [el segundo desde Islamabad] estaban los nombres de mi marido y mis niños. Yo estaba muy contenta. Pero, cuando todo estaba listo y preparado, en el último momento, mi marido decidió no venir”. Es la primera vez durante la conversación que no puede contener las lágrimas. La incomprensión se apodera de ella. “¿Cómo se puede separar así a unos niños de su madre? Yo no puedo ir a Afganistán porque no es seguro. Tal vez, los niños puedan venir cuando crezcan, o tal vez, si la situación cambia, puedo ir yo. Pero en este momento es imposible que me pueda volver a reunir con ellos”.
La joven deseaba celebrar en familia esta semana el cumpleaños de su hijo mayor, que ha cumplido ocho años. Los más pequeños, gemelos, tienen cuatro. Enseña una fotografía de los tres niños sonriendo, con chaqueta azul y pajarita. Un recuerdo fugaz de esa “vida normal” previa a la victoria talibán que tanto anhela. Por la mañana iba a la Universidad, por la tarde a trabajar. Además de presentar, elaboraba reportajes y trabajaba en temas que le interesaban, especialmente sobre derechos de las mujeres, razón por la cuál, según explica, decidió dedicarse al periodismo. “Me esforzaba mucho por ser una buena profesional. Quería ser la voz de las mujeres afganas, contar sus problemas e informarles sobre sus derechos”.
A medida que los talibanes comenzaron a tomar algunas provincias, los nervios empezaron a cundir en la redacción. “Nos preocupaba, pero nuestro presidente había dicho que nunca iba a permitir que los talibanes llegaran al centro de Kabul. Confiábamos en él”. El 15 de agosto, la capital afgana quedó en manos de los insurgentes tras la salida del presidente Ashraf Ghani. Ella estaba aquel día en la oficina. “Nunca podré olvidar aquella noche, cuando los talibanes entraron en el palacio presidencial, todo el mundo lloraba en el grupo de WhatsApp de mi familia. Habíamos retrocedido 20 años, pero ya no podíamos vivir bajo el control de los talibanes porque ya no somos los de hace 20 años. Habíamos logrado muchas cosas”.
“Han dejado solos a los afganos”
Amin era una cría durante el primer régimen talibán, que cayó por la invasión de Estados Unidos en 2001. Ella tenía entonces ocho años. “Yo crecí con un Gobierno, teníamos derecho a ir a la escuela y a la universidad, a tener un trabajo. Cada vez que mis parientes hablaban del régimen talibán, me sorprendía de que las mujeres, por ejemplo, no pudieran salir solas de casa. Yo pensaba que ya no podíamos tener ese tipo de vida porque somos seres humanos y sabemos que tenemos derechos”, dice. “Pensábamos que las negociaciones de paz llegarían a buen puerto, que tendríamos una vida tranquila. Nunca pensamos que íbamos a retroceder 20 años”.
Como muchas otras voces, es crítica con la caótica retirada de Estados Unidos, cuyas tropas culminaron la salida del país el 31 de agosto, poniendo fin a 20 años de ocupación. “Fue una muy mala decisión. Nos dejaron en una muy mala situación. Hemos perdido todos los logros. Querían mostrar al mundo que apoyaban a los afganos, que iba a haber un gobierno democrático, que todos íbamos a tener derechos. Pero, por desgracia, se trataba solo de mostrarlo al mundo”.
“La comunidad internacional ha dejado sola a la población afgana. No puede reconocer a los talibanes porque no respetan los derechos humanos. Deben hablar con ellos para que vuelva a haber un gobierno democrático. Queremos tener un presidente elegido por el pueblo”, dice.
Le preocupa especialmente la situación de los periodistas en Afganistán. “Ya antes de la llegada de los talibanes habíamos perdido a muchos. En un día, nueve periodistas fueron asesinados en un atentado [en 2018]. Pero cuando llegaron los talibanes, los medios de comunicación cambiaron de cara. Ahora mismo, la prensa en Afganistán es propaganda para los talibanes, no informa de la realidad porque no puede hacer nada sin su permiso. Golpean a los que quieren cubrir las protestas de las mujeres. Algunos compañeros se esconden en sus casas porque no están seguros. Quiero que Naciones Unidas y la Unión Europea ayuden a los periodistas afganos. La UE debería hacer una lista de los periodistas que están en peligro y ayudarles a salir de Afganistán”.
La joven periodista pide un café con leche en español en una agradable terraza del centro de Madrid, en Casa de América. Por las mañanas va a clases para aprender el idioma. Por las tardes le gusta cocinar. “Hago comida afgana”, dice entre risas.
Lo hace en el tiempo que le dejan los actos en los que denuncia la situación de la población afgana, como el organizado por la eurodiputada Soraya Rodríguez (Ciudadanos) esta semana, justo antes de dar esta entrevista a elDiario.es.
“Cuando llegué, fui a la redacción de un periódico. Cuando vi a la gente trabajando, me eché a llorar. Los periodistas me preguntaron qué pasaba. Echo de menos los días en los que trabajaba para el desarrollo de mi país, para tener una vida mejor, para tener libertad de prensa. Esos días en los que teníamos una vida muy feliz”, dice.
Confiesa que aún no superado ese shock que sintió al bajar del avión. “Cada vez que me despierto por la mañana, siento que mi corazón está vacío. Me siento como si hubiera perdido algo, pero me recuerdo que no es nada físico: perdí mi país, perdí mi identidad, perdí mi familia. Es mi responsabilidad ayudar a mi gente, pero quiero ayudarla de verdad”. Trata de encontrar apoyo en algunos amigos que ha hecho en Salamanca y está intentando traer a sus padres a España. “Quizás con ellos aquí se me olviden algunas cosas. Pero ahora mismo siento que lo he perdido todo. Y no tengo ninguna esperanza”. También quiere continuar sus estudios en España y ejercer de nuevo el periodismo.
¿Cómo sería su vida si se hubiera quedado en Kabul? Amin regresa a ese 18 de agosto. “Tendría que estar en casa. Mis compañeras no pueden ir a la redacción porque lo han decidido así los talibanes. Me matarían, porque no puedo quedarme callada ante sus crímenes. No puedo hacerlo”.