A 11 kilómetros de la celda de Londres en la que Julian Assange aguarda la decisión sobre su extradición a EEUU para ser juzgado como un traidor, más de mil políticos, académicos y profesionales de los medios de comunicación debaten en uno de los eventos más grandes nunca celebrados sobre libertad de expresión y periodismo. Antes de la conferencia, organizada por el gobierno de Reino Unido y Canadá, han sido vetados periodistas de los medios oficiales de Rusia, RT y Sputnik. El anfitrión, Jeremy Hunt, ministro de Exteriores británico y candidato a suceder a Theresa May, dice sobre el escenario que “la mejor manera de luchar contra el lado oscuro del poder es el escrutinio constante y la luz de la transparencia”; mientras tanto, en Estrasburgo, su mismo ministerio intenta revertir la condena impuesta por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por las operaciones británicas de vigilancia masiva reveladas por Edward Snowden.
Todas estas contradicciones explican la conveniencia política y a la vez la paradójica necesidad de una gran Conferencia sobre Libertad de Prensa que, a pesar de todo, ha reunido a algunas de las voces progresistas más interesantes para activar una alarma bien visible sobre lo que puede pasar con la libertad de expresión en los próximos diez años. La victoria de Trump, el Brexit, las maniobras de Putin y los nuevos movimientos de extrema derecha repartidos por Europa y América Latina han hecho reaccionar a una élite de liberales y progresistas que empieza a hablar un poco más claro sobre los peligros de los monopolios tecnológicos globales o sobre la falta de regulación en derechos fundamentales. No todo vale.
“Estoy harta de hablar de esperanza”, dice en una de las sesiones Agnes Callamard, relatora de Naciones Unidas especializada en el asesinato de periodistas críticos con el poder. La palabra 'esperanza' [Hope] es un comodín en el mundo anglosajón que Obama supo aprovechar pero que hace perder la paciencia a cada vez más expertos ante las violaciones y los ataques, desde Arabia Saudí a Malta, desde EEUU a Brasil. “Yo no quiero esperanza, yo quiero la valentía de los políticos. Que dejemos de callarnos diplomáticamente cuando vemos un abuso y cuando ese abuso se intenta normalizar en el ámbito internacional”, dice Callamard en referencia a la tibieza de los gobiernos del G20 ante asesinatos como el de Jamal Khasoggi. Aplausos de etiqueta entre el público.
A Internet empiezan a salirle fronteras y, donde no ocurre, el uso masivo de redes sociales convierte a Facebook, Twitter o Google en quienes definen los límites de la moral en el mundo. “Las condiciones de uso de las empresas de Internet, si estuvieran escritas por gobiernos, nos preocuparían muchísimo. Son ambiguas, son vagas, dejan mucho en manos de lo arbitrario”, alerta David Kaye, también relator de la ONU sobre libertad de expresión. De facto, son una forma de legislación sobre el debate en democracia, alterada además por un algoritmo poco transparente de difusión.
Internet neutral y nuevos medios
Naciones Unidas y otras instituciones como la OSCE y la organización Article 19 han aprovechado la Conferencia para lanzar una declaración conjunta sobre los retos de la libertad de expresión. Estos documentos no suelen ser muy precisos, más bien son elegantemente redactados para que en realidad no digan gran cosa. No es el caso.
A pesar de la preocupación sobre las fake news, hay un consenso: luchar contra la desinformación o la mentira no puede acabar por volverse en contra de la libertad de expresión en asuntos de interés público. Equilibrio complicado. El texto pide específicamente a los gobiernos que “eviten desarrollar restricciones arbitrarias en el uso de mensajes encriptados o tecnologías que permitan el anonimato”.
También se solicita la “prohibición” de mecanismos desmedidos de control y se habla incluso de una “industria comercial de la vigilancia” para casos como el de las cámaras de reconocimiento facial que empiezan a probarse en Londres. Según los expertos, es un sector al que hay que poner coto porque puede tener “un gran efecto negativo en el ejercicio de la libertad de opinión y expresión”.
Para evitar el poder combinado de los gobiernos y sus pactos interesados con empresas tecnológicas, estas organizaciones, entre ellas la propia Naciones Unidas, reclaman que “el acceso a Internet sea considerado un derecho humano y una condición esencial para ejercer la libertad de expresión”. En las dos páginas de declaración hay más referencias concretas, muchas para ser un texto acordado por media docena de organizaciones e instituciones internacionales: Internet no debe ser de nadie, el desarrollo del 5G debe respetar los derechos humanos y la privacidad, el apagón de la conectividad por parte de los regímenes autoritarios debe ser técnicamente imposible.
Y una reflexión más, referida a los medios de comunicación: “Los modelos de negocio que dependen de la publicidad”, dice la declaración, “generan un ambiente que también puede ser utilizado para vitalizar la mentira, la desinformación y discursos de odio”.
Más allá del documento, varios de los expertos seleccionados para la conferencia, donde el sesgo no es desde luego anticapitalista, cuestionan la noción de que el periodismo sea ejercido dentro de un esquema comercial, como un negocio más. “La mayoría de los actores mediáticos son comerciales y eso tiene que cambiar. El sector tiene que abrirse paso a nuevos modelos”, asegura Thomas Hugues, director de Article 19, una organización europea en defensa de la liberta de expresión. Hugues identifica como un problema social “la concentración de la propiedad de los medios en manos de unos pocos empresarios”.
“El modelo de negocio del periodismo ha caído, se ha roto”, ha explicado en otra de las sesiones Nienke Venema, directora de la fundación holandesa Democratie en Media. “Las empresas mediáticas son muy vulnerables ante inversores que en realidad no les interesa el periodismo como salvaguarda de la democracia sino intereses comerciales”. Para Venema, no queda mucho tiempo para encontrar una solución. “Si en Europa no reaccionamos, si no se protegen y se fomentan nuevos modelos de negocio, si no somos valientes y abandonamos la inocencia, la democracia está en peligro”.
El fantasma de Assange y la mención de Clooney
El cierre y punto culminante de la jornada llega con la presencia en el escenario de la abogada Amal Clooney, flamante comisionada para la Libertad de Prensa del gobierno británico, junto a su jefe, el ministro de Exteriores Jeremy Hunt, que se ha presentado como candidato sucesor de la dimitida Theresa May al frente del Partido Conservador y del gobierno. Amal Clooney ha sido abogada de Julian Assange y ha luchado específicamente para evitar su extradición. El morbo no se queda para los círculos especializados porque el marido de Amal Clooney es George Clooney, lo que le ha dado al nombramiento un mayor impacto.
En la puerta de la sede de la Conferencia hay un pequeño grupo que protesta por la “trampa” tendida por Reino Unido a Assange; también hay una pancarta crítica con Clooney. ¿Mencionará ella el caso de Assange en su discurso ante todo el público de la Conferencia?
Lo menciona. Muy brevemente, al hacer una relación de varios casos de periodistas amenazados en diferentes partes del mundo. Es la única ponente que menciona a Assange en todo el día, según todos los testigos consultados entre los asistentes a las diferentes sesiones paralelas. La referencia al caso Assange dura apenas cinco segundos. “Ninguna región se salva de estos ataques a la prensa y de hecho el declive más acelerado de la libertad de expresión no se está dando solo en regímenes autoritarios”, dice luego Clooney. El ministro Hunt no se inmuta; tiene un discurso preparado donde hace una enumeración casi calcada de casos pero sin mencionar a Assange. Segundos después, cuando termina la intervención de Amal Clooney, se exponen sobre el escenario durante 15 minutos los abusos del gobierno de Nicolás Maduro.
“La libertad de prensa no es un valor occidental, es un valor universal”, dice el ministro Hunt cuando le toca hablar ante delegados de más de 100 países, entre ellos 60 ministros. Assange está en la cárcel de alta seguridad de Belmarsh, a 11 kilómetros, a media hora con el tráfico despejado en Londres, que tiene restricciones al coche en el centro de la ciudad.