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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Análisis

El líder que desoyó a su pueblo

19 de marzo de 2023 21:57 h

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“Mañana es el momento de la verdad para el mundo”. Las palabras de George W. Bush retumbaron en la base de Lajes, en Terceira, una de las islas Azores, aquel domingo 16 de marzo de 2003. Con esa frase de resonancias apocalípticas, el presidente de EEUU lanzaba un doble ultimátum: a la ONU, para que aprobara ese mismo día una resolución que legitimara la intervención en Irak, y a Sadam Husein, para que aceptara el desarme inmediato de su país. Flanqueaban a Bush el primer ministro británico, Tony Blair, y el presidente español, José María Aznar. El evento era en realidad un paripé, la escenificación de una advertencia, porque a esas alturas resultaba evidente que los destinatarios del mensaje no iban a satisfacer las exigencias y que la decisión de invadir Irak estaba ya tomada. Cuatro días después, los misiles comenzaron a llover sobre Bagdad, dando inicio a una guerra que dejó más de 100.000 muertos (algunos elevan la cifra a un millón incluyendo los ocho años siguientes de ocupación) y una devastación de la que sigue sin recuperarse del todo el país árabe 20 años después.

De aquella cumbre en medio del Atlántico quedó una imagen icónica: la del ‘Trío de las Azores’. En ella se aprecia a Bush pasando la mano sobre el hombro a Aznar, a quien un mechón de pelo le cae en la frente, mientras Blair, algo separado, mira a lo lejos. Los periodistas españoles asistentes al evento fuimos tratados con especial deferencia por los organizadores estadounidenses, que nos reservaron los asientos de las primeras filas, como correspondía a los informadores del país que más lealtad exhibía en su apoyo a Washington.

La realidad, sin embargo, era bien distinta. Quien apoyaba a Bush no era España, sino un presidente ambicioso y obstinado que aspiraba a entrar con letras mayúsculas en la historia en contra de la voluntad de la práctica totalidad de sus conciudadanos. El 15 de febrero, un mes antes de la cumbre de las Azores, España había protagonizado la mayor protesta en el mundo contra la guerra: más de dos millones de personas se volcaron en las calles de Madrid y Barcelona contra una aventura bélica que evidentemente obedecía a planes geoestratégicos y económicos de EEUU más que a una contienda legítima para conjurar una amenaza mundial que, sencillamente, no existía. Poco después se difundió un barómetro del CIS, el primero y último de aquellos momentos que incluía una pregunta sobre una eventual intervención en Irak, y un 90,8% de los encuestados manifestaron su oposición a ella. La contestación popular era de tal envergadura que le resultó al Gobierno imposible disfrazar el resultado demoledor de la encuesta, que evidenciaba que el rechazo a la guerra no se circunscribía a la izquierda, sino que abarcaba también a la mayoría de votantes del PP.

Desde comienzos de febrero, Aznar estaba entregado a la tarea de dar un vuelco al estado de ánimo de la opinión pública y convencer a los españoles de que Sadam Husein era un peligro para la humanidad y de que tenía armas de destrucción masiva, como difundía la Casa Blanca desoyendo los informes de la Agencia Internacional de Energía Atómica y las inspecciones sucesivas de la ONU. El 13 de febrero, en una de sus intervenciones más recordadas, con la que pretendía desactivar la protesta convocada para dos días después, Aznar mintió con teatral solemnidad en una entrevista en Antena 3: “Puede usted estar seguro, y pueden estar seguras todas las personas que nos ven, de que les estoy diciendo la verdad: el régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva”. Los esfuerzos del presidente resultaban inútiles: una intervención de Irak, más aun con participación española, resultaba indigerible para la inmensa mayoría de los españoles.

El 22 de febrero, en una reunión que mantuvo con Bush en el rancho de este en Crawford (Tejas) para hablar sobre la estrategia de Washington de cara a una ya inevitable intervención, Aznar le pidió al presidente estadounidense apoyo ante el rechazo de la opinión pública en España. Según una información publicada en El País tres años después de aquel encuentro, Bush le contestó que propondría a la ONU una resolución que legitimara la intervención “hecha a la medida de lo que pueda ayudarte”. De nada le sirvió ese gesto al mandatario español: la resolución fue rechazada por tres de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad y no llegó a votarse. El presidente de EEUU ya tenía decidida la guerra con o sin resolución, y a Aznar, que había hecho de su alianza con Bush el pilar para “sacar a España del rincón de la historia” y proyectarse a sí mismo como el nuevo líder europeo, no le quedó más opción que seguir obedientemente el curso de los acontecimientos.

El camino de Aznar hasta las Azores comenzó en firme tras su victoria electoral por mayoría absoluta en el año 2000. Libre de ataduras de socios molestos en la política española, y con más desenvoltura en los laberintos de la Unión Europea, el presidente comenzó a ejecutar su plan de imprimir un giro copernicano a la política exterior de España. Su objetivo era sacudir a España de la “vieja Europa”, construida en torno al eje franco-alemán, y abanderar una “nueva Europa” con vocación trasatlántica, junto a Reino Unido –que no encontraba acomodo en la UE- y otros dos países que aspiraban a una mayor relevancia en el proyecto europeo: la Italia de Berlusconi y la Polonia de Kwasniewski. Desde Washington se veían con buenos ojos estos movimientos del presidente español, por cuanto podían debilitar la influencia del núcleo más autonomista de Europa, tradicionalmente reacio a los dictados de Washington. Con los atentados del 11 de septiembre de 2001, Aznar subió un nuevo peldaño en su relación con Bush, al ponerse incondicionalmente de su parte, antes que la mayoría de los líderes europeos, para castigar a los autores de la matanza y a sus protectores.

Uno de los sueños más acariciados entonces por Aznar era meter a España en el G-8, lo que constituiría el broche de oro al supuesto milagro económico que él y su ‘superministro’ Rodrigo Rato habían regalado a España. Las circunstancias eran propicias: España casi igualaba el PIB de Italia y contaba con la simpatía del mandatario más poderoso del club. El 25 de junio de 2002, en una reunión del G-8 en la Montañas Rocosas canadienses a la que acudía en su calidad de presidente de turno del Consejo europeo, el presidente español aprovechó para solicitar el ingreso de España. Su petición no fue atendida, pero de aquel encuentro quedó otra imagen para la posteridad: Aznar y Bush juntos en un sofá durante un receso, ambos con los pies sobre la mesa y el primero fumando un puro, mientras el canciller alemán Schröder y el premier japonés Koizumi permanecen con las piernas cruzadas en sendas butacas. “Cuando estás en una reunión y descansas, pones los pies en la mesa”, comentó Aznar aquel episodio en una entrevista con Jordi Évole hace un par de años. Sin embargo, la foto quedó anclada en la memoria de muchos españoles como símbolo de la pretenciosidad del exmandatario.

En distintos momentos, Bush y Blair han reconocido errores en relación con la invasión de Irak. En mayo de 2022, el exmandatario estadounidense tuvo incluso un lapsus revelador de un asomo inconsciente de culpabilidad, al referirse en un discurso a “la decisión de un hombre de lanzar una invasión totalmente injustificada y brutal de Irak –quiero decir, de Ucrania”. Aznar, por su parte, ha optado por el malabarismo de seguir defendiendo sin fisuras el apoyo de España a la invasión, como un asunto de interés estratégico para el país, y, al mismo tiempo, intentar minimizar el alcance de la implicación española en la guerra. Algo así como tirar la piedra y esconder la mano.

En su libro Todos los cielos conducen a España. Cartas desde un avión, que publicó en 2015 siendo ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo reproduce al respecto un llamativo intercambio epistolar con Aznar sobre Irak. “Ya sabes que no comparto la decisión que tuvo el Gobierno de entonces. El pueblo español no entendió, ni se le supo explicar, el porqué de aquella decisión”, escribe Margallo. A lo que el expresidente responde que “en términos de influencia y de apoyo internacional a nuestros objetivos, España salió ganando”, sin ofrecer detalles sobre esos presuntos logros. Y a continuación alega que España “no participó en ninguna guerra”, con el argumento de que las tropas españolas llegaron a Irak cuando la ONU ya había aprobado una resolución que establecía las obligaciones de las potencias ocupantes.

Que España no se hubiera implicado más en las operaciones bélicas pudo obedecer a una petición de Aznar para calmar a la opinión pública española, pero también a una decisión del comando estadounidense de limitar la participación a ejércitos anglófonos –EEUU y Reino Unido, además de una presencia menor de Australia- por razones de eficacia operativa. La excepción fue Polonia, que tuvo una participación casi simbólica. Sea como fuere, el presidente español le era ya bastante útil a Bush dinamitando el corazón de la UE, donde los díscolos Gerhard Schröder y Jacques Chirac -cuyo país es además miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU- se oponían tozudamente a los designios de Washington. Y esa tarea de zapa era fundamental para los planes de EEUU.

Es posible que, con su aproximación a Bush y su posterior apoyo incondicional a la invasión de Irak, Aznar hubiera actuado guiado sinceramente por una vocación atlantista y el deseo de beneficiar a España mediante un aumento de su influencia de la mano de Washington. Lo inadmisible es que lo hiciera despreciando la voluntad de los españoles y minando un proyecto europeo que, con todos sus defectos, había consolidado el mayor espacio de democracia y bienestar del mundo. Pero es que, además, existen motivos para creer que el expresidente actuó guiado también por un interés personal, para saciar lo que muchos han calificado de delirios de grandeza de un líder que ya había apuntado maneras con la fastuosa boda de su hija en el monasterio de El Escorial en septiembre de 2002.

En diciembre de 2003, consumada ya la impopular invasión de Irak y con unas elecciones en España a la vuelta de la esquina, el Gobierno contrató por dos millones de dólares a Piper Rudnik, el mayor bufete de abogados del mundo, para que hiciera una operación de lobby en EEUU que incluiría una invitación a Aznar para intervenir en un encuentro conjunto del Senado y la Cámara de Representantes y la concesión de la Medalla de Oro del Congreso, honores ambos reservados a pocos líderes extranjeros. El primer objetivo se consiguió: el 4 de febrero de 2004, el presidente español pronunció el anhelado discurso en el Capitolio, si bien la ausencia de un buen número de congresistas obligó a llenar sus escaños con funcionarios.

En cuanto a la medalla, la iniciativa caducó en diciembre de 2004 sin que sus promotores se esforzaran por presentar un nueva. El PP justificó el contrato con Piper Rudnick -del que se llegaron a desembolsar 1,6 millones- dentro de una estrategia para reforzar la imagen de España, pero resultaba evidente que la inversión estaba también concebida para mayor gloria de Aznar. En 2013, el expresidente fue contratado como asesor para Latinoamérica por DPL Rudnick, la compañía donde se había integrado el bufete que le gestionó sin éxito la Medalla de Oro. Cinco años más tarde dimitió con la salida del vicepresidente que lo había fichado.

Mientras Aznar aspiraba a la medalla, Madrid fue sacudida el 11 de marzo de 2004 por el peor ataque terrorista en la historia de España, que dejó 193 muertos y 2.057 heridos. Como hiciera un año antes con las armas de destrucción masiva de Sadam, el presidente mintió, atribuyendo los atentados a ETA cuando todos los indicios apuntaban ya al terrorismo islámico. El siguiente paso, desde un PP ya en la oposición, fue intentar desvincular el ataque en Madrid del apoyo de España a la invasión de Irak, con el argumento de que la planificación del primero había comenzado en los primeros meses de 2001, es decir, antes de la invasión. Sin embargo, ello no excluye la posibilidad de que la guerra de Irak hubiera dado alas a los planes terroristas. En un audio de abril de 2004, Osama bin Laden explicó el 11M como un “castigo” a España “por Irak y Afganistán”. Por lo demás, la mayoría de los españoles percibió desde el primer momento una conexión entre la guerra de Irak y la masacre en Madrid, y así lo hizo saber tres días después en las elecciones al castigar al partido de Aznar en las urnas.

No está nada claro qué beneficios concretos obtuvo España con su apoyo activo a la invasión de Irak. Lo único que sabemos con certeza es que Aznar fardó mucho de su amistad con Bush, que embarcó a España en una invasión ilegal en contra de la voluntad de los ciudadanos y que aquel juego dejó cientos de miles de muertos. Incluyendo, muy problemente, a las víctimas del 11M.