Policías y miembros del ejército sí pueden entrar en los colegios electorales de Colombia, de hecho el referéndum es para ellos un día de trabajo, pero la ley les impide votar.
Esta norma que hunde sus raíces en la atribulada historia de manejos electorales del país se vuelve especialmente paradójica el día que toca respaldar los acuerdos de paz con la guerrilla de las Farc. Su medio millón de votos nunca llegarán a las urnas en un plebiscito en el que la otra parte, los guerrilleros, sí han podido depositar su papeleta.
Suena raro, como muchas de las cuestiones que han rodeado a unas horas que pueden cambiar la historia de Colombia.
Esta paradoja se multiplica por muchas en Medellín, la ciudad en la que he vivido una jornada electoral que no parece haber despertado el entusiasmo de sus moradores (apenas un 38% de participación).
Será el buen tiempo, que ha invitado al paseo o serán quizá los efectos de la dura campaña del expresidente Álvaro Uribe, que conserva intacta su influencia en la capital de Antioquia, la ciudad en la que nació el hoy senador y acérrimo enemigo de los acuerdos con las Farc y del actual presidente (que fue su ministro de Defensa) Juan Manuel Santos.
#SalvaElPaísVotaNo es el mensaje que Uribe ha lanzado a sus más de cuatro millones de seguidores en Twitter de manera permanente. En Colombia ha triunfado por muy poco, pero ha calado plenamente en su ciudad, que con un 63% se convierte en la capita del no frente Bogotá, capital del sí con el 56% de los votos.
Medellín fue descrita por Francis Fukuyama, el famoso politólogo del fin de la historia, como la ciudad del medio milagro. Logró salir de una época de tremenda violencia protagonizada por el narco, la guerrilla y los paramilitares en diferentes momentos, pero tras un barniz de tranquilidad e indudable pujanza, se oculta, según casi todos, un entramado criminal que controla una parte importante de su economía.
Uribe votó NO al proceso de paz a las nueve y media de la mañana, en la mesa número 1 del patio Tomás Mosquera del Congreso. A esa misma hora, Alonso Salazar, exalcade de Medellín, votó SÍ. Y lo hizo en la mesa número 7 del Liceo Héctor Abad Gómez, que recuerda a una de las víctimas de la violencia, en este caso de los paramilitares. El doctor Abad fue asesinado en Medellín en agosto de 1987 por su tenaz defensa de los derechos humanos, una historia que cuenta su hijo, el escritor Héctor Abad Faciolince, en el emocionante libro El olvido que seremos.
Alonso Salazar es importante en la vida reciente de Medellín. Él, junto a Sergio Fajardo -ahora preparando su candidatura a la presidencia-, protagonizaron los años que cambiaron de manera radical la historia de la ciudad. Se invirtió en urbanismo, en centros educativos, zonas deportivas, y en movilidad, poniendo en marcha el metrocable, una red de funiculares que da acceso a las comunas antes aisladas. La vida cotidiana de la gente mejoró. Salazar, tras depositar la papeleta, me enseña orgulloso alguno de sus logros. Un gran parque en Moravia, donde antes había una escombrera contaminada. Unas escaleras mecánicas que trepan por la Comuna 13, donde antes había un precipicio. Un campo de rugby de hierba artificial, donde antes había una explanada de tierra.
Sin embargo no es todo como parece. El propio Salazar lo reconoce. Justo un día antes de la votación hablamos largamente con Fernando Quijano. Un exguerrillero de un pequeño grupo maoísta que se desmovilizó en los 90 y que ahora se ha convertido en el azote de la ilegalidad. Él dice ser tan incómodo para los poderes (tanto los legales como los ilegales) que va siempre rodeado de siete guardaespaldas. “Vivo encerrado, me quieren matar por denunciar a las mafias criminales que operan aquí y que, en connivencia con algunos poderes, han montado un gran entramado empresarial que se mueve en todos los sectores”. Y empieza a recitar una serie de nombres: La oficina de Envigado o del valle de Aburrá, los Triana, el cártel del Golfo... y a describir alguno de los “negocios”, como el paga diario, un sistema de usura que emplea la violencia como sistema de cobro y que parece ser tan de dominio público como cualquier sucursal bancaria en una ciudad española.
Ni Alonso Salazar, ni el actual alcade de Medellín son capaces de desmentir absolutamente que esto sea verdad. Hablé un momento con el actual regidor, Federico Gutiérrez, que lleva desde enero en el cargo, un ingeniero expansivo, hijo político de Uribe, pero que en el último momento también se decidió por el sí, quizá pensando en no hundir su prometedora carrera política, y que está convencido de que la experiencia que su ciudad tiene en el tratamiento de la violencia va a ser útil en el inmediato futuro de una Colombia en paz.
Si han llegado hasta aquí habrán comprobado que estoy a punto de batir un récord, once párrafos hablando sobre Colombia y Medellín y aún no ha aparecido Pablo Escobar. Pues ya está dicho. El ahora más conocido en todo el mundo como protagonista de una serie de Netflix existió. Y fue un criminal aberrante. Nada parecido a la imagen almibarada que nos ofrece la serie Narcos. Alguien mucho menos atractivo y mucho más sanguinario. No lo digo yo, lo asegura su propio hijo, testigo de excepción.
Hoy en Medellín hay varias empresas que rivalizan para guiar a los turistas por las rutas del famoso narcotraficante. Aunque si hacemos caso a Quijano, otro de los atractivos más boyantes de Medellín es el del turismo sexual: todas las posibilidades, incluida la droga de buena calidad y a un precio sin competencia.
Termino abrumado contemplando frescos aún los resultados del referéndum. Los colombianos están divididos. El presidente Santos ha perdido a los puntos su batalla frente a Uribe, pero en Medellín su derrota ha sido por KO: más del 60% de los ciudadanos ha rechazado los acuerdos de paz. Nada que ver con lo que he vivido durante toda la mañana de este domingo de sol. Subí a los cerros en el metrocable y me encontré a cientos de familias que, aprovechando la gratuidad del transporte público por la votación, se lanzaron a recorrer con jolgorio y algarabía los cielos de la ciudad jugando dentro de las cabinas. Nada que ver con el concierto de Natalia Lafourcade, que cerró el Festival Gabo, en honor del Nobel colombiano, una fiesta alejada del temor y la violencia. Quizá ese es el medio milagro de Medellín.
Festival Gabo,