Desde que Israel y la milicia libanesa de Hizbolá aceptasen –a instancias de la resolución 1701 del Consejo de Seguridad de la ONU– el cese de hostilidades tras la guerra de 2006, la frontera israelí-libanesa ha vivido “una calma sin precedentes”, explica a este diario Andrea Tenenti, portavoz de Unifil, la fuerza de paz de la ONU que vigila desde entonces el cumplimiento del alto el fuego entre las partes y asiste a las Fuerzas Armadas libanesas en el sur del país.
Es un periodo de “tranquilidad” interrumpido por frecuentes violaciones del espacio aéreo libanés por parte de Israel. En febrero cazas israelíes entraron desde Líbano para bombardear posiciones sirias e iraníes en Siria, una vez que un dron de supuesta fabricación iraní fuera lanzado desde este territorio y penetrase en Israel, según fuentes del Ejército israelí.
En una de las incursiones uno de esos aviones fue alcanzado por baterías antiaéreas sirias y terminó estrellándose en los Altos del Golán después de que la tripulación tuviera que abandonarlo.
Días antes la tensión volvió a dispararse cuando el Gobierno israelí autorizó la construcción del nuevo tramo de la barrera que Israel está levantando en al menos cuatro puntos de su frontera con Líbano, entre ellos el que recorrerá la distancia entre el kibbutz de Misgav Am –en el extremo norte de la Alta Galilea– y la ciudad de Metula –en el Distrito Norte del país y al sur de la llamada Línea Azul, la demarcación virtual trazada por la ONU en 2000 para vigilar la retirada efectiva de Israel del sur del Líbano.
“Por el momento la parte que se ha construido (unos 300 metros) está en el lado israelí de la línea azul, en el area de Ras Naqura”, comenta Tenenti.
Recorrer una treintena de los 120 kilómetros de esta demarcación y denunciar cualquier posible violación de la frontera –ya sea por parte del Ejército israelí o de Hizbolá– es una de las tareas asignadas a los efectivos de Unifil, si bien su labor se presenta harto difícil en cuanto que dos de los principios de su mandato se quebrantan con regularidad: ni Hizbolá se ha desarmado ni Israel ha dejado de invadir el espacio aéreo libanés.
“Hace unas semanas pensamos que habría una nueva escalada, pero ahora las cosas parece que se han calmado”, explica Oren Kurt, una joven israelí residente en Metula. “Aun así la tranquilidad no creo que dure mucho. En la zona sentimos que algo va a pasar”, apostilla Kurt con la naturalidad de quien ha crecido en un entorno en alerta constante.
Hormigón como medida preventiva
Desde el extremo noroeste de esta ciudad eminentemente agrícola, donde tractores van y vienen junto a la demarcación fronteriza, se puede ver las casas de la ciudad libanesa de Hiyam, testigo de los combates entre Hizbolá y el Ejército israelí en la guerra de 2006.
Al este de Metula, el verde de las extensas tierras de cultivo de la zona fronteriza es interrumpido por el gris del hormigón del muro que Israel ya contruyó hace 15 años en la zona conocida como good fence (“buena valla”), la frontera que fue cerrada tras la retirada del Ejército israelí del sur del Líbano (2000) y por la que hasta entonces maronitas libaneses solían pasar al país vecino para trabajar o recibir asistencia médica.
“Después se convirtió en un punto de fricción porque los palestinos de Líbano solían conmemorar allí la Nakba” (catástrofe en árabe), cuenta Kobi Maron, coronel del Ejército israelí en la reserva y analista de seguridad. “Construimos el muro y las provocaciones se acabaron”, apunta.
Marom prefiere utilizar el término “obstáculo” antes que el de “muro” porque la barrera puede adoptar la forma de valla electrónica con tecnología muy avanzada en algunos tramos, como la que Israel ya construyó a partir de 2003 en Jerusalén Este y Cisjordania o la que ha levantado en su frontera con el Sinaí.
No es el caso de la barrera de hormigón que se yergue entre el kibbutz de Misgav Am y la ciudad de Metula y que, según estimaciones del Gobierno israelí, debería estar terminada antes de finales de año para lo que contará con un presupuesto de 35 millones de dólares (unos 27 millones de euros). “El Ejército analizó el terreno y decidió que aquí era necesario porque en caso de un futuro conflicto las fuerzas especiales que Hizbolá tiene en el lado libanés podrían atacar estas comunidades ”, añade el israelí.
Desde las imponentes vistas del mirador de Misgav Av, Rose, residente de este kibutz fundado en 1945 por jóvenes de las brigadas Palmaj –unidad de élite integrada a la Haganá, el ejército no oficial de la comunidad judía durante el Mandato Británico de Palestina–, reproduce la misma idea casi como un mantra.
“Es uno de los lugares por donde ellos podrían entrar con vehículos en la comunidad”, cuenta la israelí mientras a su espalda, a unos pocos cientos de metros más allá, se ven las ventanas de las casas de la aldea libanesa de Adaissé, aislada del kibbutz por dos vallas metálicas, separadas entre sí por unos cuantos pasos.
“El Ejército patrulla entre medias para asegurarse de que nada va a pasar y que podemos seguir con nuestras vidas”, afirma la joven. A su derecha, valle abajo, una carretera de tierra (en el lado israelí) y otra contigua de cemento (en el libanés) circundan la ciudad de Metula y el este del fértil valle de Hula. “Cerrándolo están los picos del monte de Hermón y a la derecha los Altos del Golán”, explica Rose. “Es fácil comprobar que nuestros vecinos están muy cerca, sabemos que tenemos que defendernos porque en el pasado ya hubo problemas ”, apostilla.
Esta residente del kibbutz recuerda lo sucedido en abril de 1980 cuando cinco hombres armados entraron en la comunidad, se hicieron con el control de la guardería –tradicionalmente en los kibutzim israelíes los niños eran separados de sus padres a edad muy temprana para ser criados en comunas– matando a un niño y al guardia de seguridad que custodiaba el centro. “Al Ejército le llevó toda la noche recuperar el control, pero finalmente los rehenes fueron liberados y los terroristas de Hizbolá, neutralizados”, afirma.
Rose identifica a los asaltantes como miembros de la milicia libanesa, pero lo cierto es que el grupo chií no había nacido aún. El comando que asaltó el kibbutz pertenecía al Frente de Liberación Arabe (FLA), un partido socialista palestino que disponía de su correspondiente brazo armado en aquella época y apoyaba la creación de una gran nación panárabe, liderada por Irak y cuyo principal enemigo eran las fuerzas del colonialismo y del sionismo a las que había que combatir desde una perspectiva regional.
Al cuestionar la autoría del ataque, la israelí responde: “Puede ser, pero aquellos y los de ahora buscan lo mismo, echarnos de aquí”, espeta. “¿Ves esa bandera amarilla justo ahí abajo? Es fácilmente reconocible, ¿no?”, añade señalando un estandarte de fondo amarillo, con el clásico logo en verde del grupo chií. “La ponen allí para asegurarse de que todo el mundo vea quién tiene el poder en esa parte del valle”.
La experiencia de Hizbolá en Siria
Para el Ejército israelí, la milicia libanesa está presente en casi todo el sur del Líbano –a excepción de algunos pueblos suníes de la zona– donde además colabora con el Ejército libanés. “Si estás en Metula y miras hacia allá ves que desde el fin de la guerra Hizbolá ha cambiado su estrategia”, cuenta el analista Kobi Marón. “En lugar de asentarse en la frontera, se han instalado unos kilómetros más lejos para construir búnkeres y bases de lanzamiento de misiles junto a las poblaciones civiles”.
Para este reservista del Ejército, la milicia chií tiene hoy mayor poder que hace una década. “Disponen de fuerzas especiales en la frontera, tienen 130.000 misiles que pueden alcanzar cualquier punto de Israel y han ganado una enorme experiencia combatiendo en Siria”, continúa.
“Sabemos que tienen planes de atacar a comunidades israelíes como Metula o Misgav Am en caso de guerra, por eso nos estamos preparando con el muro y otras capacidades”, añade.
Según explica Marom, Hizbolá no solo tiene más misiles o mejores sistemas de comunicación hoy, sino que además ha fortalecido su relación con el Ejército libanés, porque ambos se han enfrentado a la amenaza de ISIS en áreas cercanas a la frontera siria como Qalamún, Zabadani o el valle de la Beká. “Hizbolá ha estado presente en casi cada frente de la guerra en Siria, ha perdido hombres (se estima que más 1.700), atacar a Israel no es ahora mismo su prioridad”.
El primer ministro israelí, Binyamín Netanyahu, advirtió hace unos días, durante la Conferencia de Seguridad de Múnich, de las líneas rojas que podrían generar un nuevo conflicto en la región. “La política israelí es muy clara”, dice Maron. “Lo primero es que no vamos a permitir a Hizbolá y a los iraníes estar en la frontera de los Altos del Golán donde sabemos que están. Tampoco que la milicia chií se haga con tecnología avanzada iraní o que se construyan bases en Siria desde las que se puedan alcanzar centros estratégicos de Israel”.
El líder de Hizbolá, Hasan Nasralá, amenazaba recientemente al Estado israelí de las posibles consecuencias que tendría efectuar un ataque contra el Líbano o continuar con la construcción del muro. “Si nos atacáis, os atacaremos; si nos bombardeáis, os bombardearemos”, dijo en una de sus proclamas televisadas a comienzos de mes.
Amenazas mutuas azuzadas además por la disputa, de momento verbal, que Israel y Líbano mantienen por la explotación marítima (de gas y petróleo) de una franja de mar de unos 860 kilómetros cuadrados situada en el Mar Mediterráneo, en la “línea azul” marina que ambos países se disputan. Un contencioso sobre el que los principales líderes, encabezados por el presidente Michel Aoun y respaldados por el Ejército, han acordado “responder de forma unida”.
Esas advertencias podrían desembocar en una futura contienda en la que ninguna de las partes parece hoy interesada, en cuanto que sigue vivo el trágico balance de la Segunda Guerra del Líbano: 1.200 libaneses (más de la mitad de ellos eran civiles) y 157 israelíes, la mayoría soldados, fallecieron. Un coste humano que provocará que, tanto en Tel Aviv como en Beirut, se lo piensen dos veces antes de enzarzarse en un nuevo enfrentamiento, cuando los residentes de un lado y otro de la frontera disfrutan de una “tranquilidad” que dura ya más de una década.