- Extracto del libro Somos el 99%, una historia, una crisis, un movimiento (Capitán Swing Libros) del antropólogo y activista estadounidense David Graeber
El 26 de abril de 2012, unos treinta activistas de Occupy Wall Street se congregaron en las escalinatas del Federal Hall de Nueva York, frente al edificio de la Bolsa, al otro lado de la calle.
Habíamos pasado más de un mes tratando de restablecer un bastión en el bajo Manhattan para sustituir la acampada del Zuccotti Park, de donde nos habían desalojado seis meses antes. Esperábamos al menos encontrar un espacio donde celebrar asambleas con regularidad e instalar nuestra biblioteca y las cocinas, aunque no consiguiéramos montar una acampada nueva. La gran ventaja del Zuccotti Park era que toda persona interesada en lo que estábamos haciendo sabía que podía acudir a vernos en cualquier momento para enterarse de próximas acciones o, sencillamente, hablar de política; la falta de un lugar así era por entonces una fuente inagotable de problemas. De cualquier forma, las autoridades de la ciudad habían decidido que ya no íbamos a disponer nunca más de otro Zuccotti. Cada vez que encontrábamos un sitio donde instalarnos legalmente, se limitaban a cambiar las leyes y nos echaban. Cuando intentamos establecernos en Union Square, las autoridades de la ciudad cambiaron la normativa sobre parques. Cuando un grupo de ocupantes comenzó a dormir en la acera de Wall Street –acogiéndose a una sentencia judicial que afirmaba explícitamente que los ciudadanos tienen derecho a dormir en las calles de Nueva York como forma de protesta política–, el Ayuntamiento declaró esa parte del bajo Manhattan «zona de seguridad especial» donde la ley no tenía aplicación.
Al final, nos instalamos en la escalinata del Federal Hall, una amplia escalera de mármol culminada por una estatua de George Washington que custodia el acceso al edificio donde, hace 223 años, se ratificó la Declaración de Derechos. Esa escalinata no está bajo la jurisdicción municipal, sino que es espacio federal y depende de la administración del National Park Service. Los representantes de la U. S. Park Police nos dijeron –conscientes quizá de que este espacio se considera un monumento a las libertades civiles– que no tenían objeciones a que ocupásemos la escalinata, siempre que nadie durmiese allí. La escalinata es lo bastante amplia para albergar sin problemas a un par de cientos de personas y, al principio, fue más o menos ese número de ocupantes el que se presentó.
Sin embargo, el Ayuntamiento no tardó en intervenir y en convencer al National Park Service de que le permitiera asumir el control efectivo; así, colocaron unas vallas de acero para cercar el perímetro y otras para dividir la escalinata en dos secciones, que empezamos a llamar en seguida las «jaulas de la libertad». A la entrada, había apostada una patrulla de las fuerzas especiales del SWAT y un comandante de policía vestido con camisa blanca (es decir, uno de los agentes al mando) controlaba rigurosamente a cualquier persona que intentara acceder, informándole además de que, por razones de seguridad, no estaba permitido que hubiera más de veinte personas por jaula a la vez. De cualquier forma, un puñado de firmes convencidos persistió. Mantenían una presencia constante las veinticuatro horas, organizaron turnos, hacían seminarios participativos durante el día, se enfrascaban en debates espontáneos con inversores de Wall Street que, aburridos, se pasaban por allí en sus descansos, y, por las noches, montaban guardia en la escalinata de mármol. Al poco, se prohibieron las pancartas grandes y después, cualquier cosa hecha con cartones. A continuación, comenzaron las detenciones aleatorias.
El comandante de policía quería dejarnos claro que, aunque no pudiese detenernos a todos, sí que tenía la capacidad de arrestar a cualquiera de nosotros por prácticamente cualquier motivo y en cualquier momento. Durante un solo día, vi cómo le ponían las esposas a un activista y se lo llevaban por cantar consignas infringiendo la ley de ruido, y cómo detenían a un veterano de la guerra de Irak acusado de un delito de obscenidad pública por usar insultos en un discurso; quizá fuese porque ese acto se había anunciado como una «charla». El agente responsable parecía estar dejándonos algo claro: incluso en la cuna misma de la Primera Enmienda, tenía la potestad de arrestarnos por participar de un discurso político.
El acto en cuestión lo había organizado un amigo mío, Lopi –muy conocido por asistir a las manifestaciones en un triciclo gigante adornado con un letrero colorido que decía «Jubilee!»–, y lo anunció como una «Charla debate sobre reivindicaciones contra Wall Street: Una asamblea pacífica en la escalinata del Federal Hall Memorial Building, cuna de la Declaración de Derechos, actualmente bajo la custodia del ejército del 1%».
Yo, personalmente, nunca he sido un agitador de masas. Durante el tiempo que he estado implicado en Occupy, no he dado discursos, así que esperaba estar allí más que nada como testigo, para ofrecer mi apoyo moral y organizativo. Casi toda la primera media hora del acto la pasé en los aledaños tratando de charlar con la policía, mientras un ocupante tras otro se ponía al frente de la jaula ante un grupo espontáneo de cámaras de vídeo que grababan desde la acera, para hablar sobre la guerra, la devastación ecológica o la corrupción gubernamental.
—Así que eres miembro de una patrulla del SWAT –le dije a un muchacho de semblante serio que custodiaba el acceso a las jaulas con un fusil de asalto enorme al lado–. ¿Y qué significa SWAT? ¿Special Weapons…?
—… and Tactics –me contestó rápidamente, antes de que yo tuviese la oportunidad de mencionar el nombre original de esa unidad, es decir, Special Weapons Assault Team.
—Ya. Oye, una preguntilla: ¿qué clase de armas especiales creen tus comandantes que se pueden necesitar para manejar a treinta ciudadanos desarmados durante una asamblea pacífica en una escalinata que es además territorio federal?
—Es una medida de precaución –contestó incómodo.
Yo ya había renunciado a dos invitaciones para salir a hablar, pero Lopi fue muy insistente, así que, al final, pensé que sería mejor decir algo, aunque fuese breve. Ocupé mi sitio delante de las cámaras, le lancé una mirada a George Washington (quien observaba fijamente el cielo que cubre la Bolsa de Nueva York) y empecé a improvisar.
«No deja de sorprenderme lo oportuno de nuestra reunión hoy aquí, en la escalinata del mismo edificio donde se ratificó la Declaración de Derechos. Es curioso: la mayoría de los estadounidenses cree que vive en un país libre, en la mayor democracia del mundo. Esas personas consideran que son nuestros derechos y libertades constitucionales, estipulados por nuestros padres fundadores, los que nos definen como nación, los que nos hacen ser lo que realmente somos e incluso, si uno escucha a los políticos, los que nos dan derecho a invadir otros países más o menos a voluntad. Pero la realidad es que los hombres que redactaron la Constitución no querían incluir en ella ninguna Declaración de Derechos. Por eso son solo enmiendas, porque no estaban en el documento original.
La única razón de que todas esas frases grandilocuentes sobre la libertad de expresión y la libertad de reunión terminaran apareciendo en la Constitución fue que antifederalistas como George Mason y Patrick Henry se cabrearon tanto al ver el borrador final que empezaron a movilizarse contra la ratificación del documento si no lo modificaban e incluían, entre otras cosas, el derecho de participar en ese tipo de movilización popular. Aquello aterró a los federalistas, y es que, para empezar, uno de los motivos de haber convocado la Convención Constitucional era eludir el peligro derivado de movimientos populares aun más radicales que venían exigiendo la democratización de las finanzas e incluso la cancelación de la deuda. Lo último que querían eran asambleas públicas masivas o el surgimiento de un debate popular como los que habían visto durante la revolución. Así que, al final, James Madison recopiló en una lista más de doscientas propuestas y las utilizó para redactar el texto actual de lo que ahora llamamos Declaración de Derechos.
«El poder nunca cede nada de forma voluntaria. Nuestras libertades, en la medida en que las tenemos, no nos las garantizaron unos padres fundadores grandiosos y sabios. Las tenemos porque gente como nosotros insistieron en el ejercicio de esas libertades, haciendo exactamente lo que nosotros estamos haciendo aquí, antes de que nadie estuviese dispuesto a reconocerles dichas libertades.
«En ningún punto de la Declaración de Independencia ni de la Constitución se dice nada de que Estados Unidos sea una democracia. Y eso tiene un motivo. Hombres como George Washington se oponían abiertamente a la democracia, así que resulta un poco extraño que estemos aquí hoy bajo su estatua. Aunque lo mismo puede decirse de todos los demás: de Madison, de Hamilton, de Adams… Ellos escribieron explícitamente que estaban intentando crear un sistema que pudiera eludir y controlar los peligros de la democracia, aunque de primeras fuesen los partidarios de la democracia quienes hicieran la revolución que les dio a ellos el poder. Y, sin duda, la mayoría de nosotros está aquí porque seguimos sin pensar que vivamos en un sistema democrático en ningún sentido importante del término.
Basta con mirar a nuestro alrededor. La patrulla esa del SWAT ya nos dice todo lo que necesitamos saber. Nuestro Gobierno se ha convertido en poco más que en un sistema de sobornos institucionalizados en el que, solo por decirlo, pueden terminar llevándote a rastras a la cárcel. A lo mejor, ahora mismo solo pueden mantenernos encerrados uno o dos días, en la mayoría de los casos, pero seguro que están haciendo lo posible por cambiarlo. Si no supieran que tenemos razón, no se dedicarían a encarcelarnos. No hay nada que asuste más a quienes gobiernan Estados Unidos que la perspectiva de que estalle la democracia. Y la existencia de esa perspectiva, la existencia de personas herederas de aquellas que estuvieron dispuestas a tomar las calles para exigir una Declaración de Derechos, depende en gran medida de nosotros.»
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Antes de que Lopi me hiciera subir a escena, no había pensado realmente en Occupy Wall Street como un movimiento enraizado en ninguna gran tradición de la historia estadounidense. Me había interesado más hablar sobre sus raíces en el anarquismo, el feminismo e incluso el Movimiento por la Justicia Global. Sin embargo, al mirar atrás, creo que lo que dije era cierto. Después de todo, hay una extraña incoherencia en el modo en que nos enseñan a pensar sobre la democracia en Estados Unidos. Por un lado, no dejan de insistirnos en que la democracia es solo cuestión de elegir qué políticos manejarán el gobierno. Por el otro, somos conscientes de que la mayoría de los estadounidenses ama la democracia, odia a los políticos y es escéptica respecto a la idea misma de gobierno. ¿Cómo puede ser cierto todo eso a la vez?
Obviamente, cuando los estadounidenses abrazan la democracia, solo pueden estar pensando en algo mucho más amplio y profundo que la mera participación en unas elecciones (en las que, de todos modos, la mitad no se molesta en votar). Ha de ser una suerte de combinación de un ideal de libertad individual con la noción –hasta el momento, nunca materializada– de que las personas libres deben ser de verdad capaces de sentarse juntas como adultos razonables y dirigir sus propios asuntos. De ser así, poco sorprende que quienes gobiernan actualmente Estados Unidos tengan tanto miedo a los movimientos democráticos. Llevado a sus últimas consecuencias, el impulso democrático solo puede conducir a que ellos se conviertan en innecesarios.
Llegados a este punto, se podría objetar que, incluso si todo eso fuese cierto, la mayoría de los estadounidenses se opondría seguramente a llevar dicho impulso democrático a algún punto cercano a sus últimas consecuencias. Sin duda, su parte de razón tienen, y es que la mayoría de los estadounidenses no es anarquista. Por mucho que afirmen detestar el Gobierno o, en numerosos casos, la sola idea de tener uno, muy pocos apoyarían de verdad su desmantelamiento, aunque quizá sea porque no tienen idea de qué podría sustituirlo.
Lo cierto es que a muchos estadounidenses se les ha enseñado desde una edad muy temprana a tener unos horizontes políticos increíblemente limitados, una idea increíblemente limitada del potencial humano. Para la mayoría, la democracia es en última instancia una especie de abstracción, un ideal, no algo que haya practicado o experimentado alguna vez. Es por eso por lo que muchos, cuando empezaron a participar en las asambleas generales y en otras formas de procesos horizontales de toma de decisiones que empleábamos en Occupy, percibieron –como me ocurrió también a mí al integrarme en la Direct Action Network de Nueva York, en el año 2000– que su idea global de lo políticamente posible se había transformado de la noche a la mañana.
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El presente libro, por tanto, no versa solo sobre Occupy, sino sobre la posibilidad de la democracia en Estados Unidos y, lo que es más, sobre la apertura de la imaginación radical que hizo posible Occupy.
Basta con comparar el entusiasmo generalizado que recibió los primeros meses a Occupy con el estado de ánimo vivido un año después, durante el periodo electoral presidencial. Ese otoño de elecciones presenció cómo dos candidatos (uno, un presidente en funciones impuesto como hecho consumado a las bases del Partido Demócrata, a las que con frecuencia había defraudado; el otro, endilgado por el puro poder del dinero a las bases del Partido Republicano, que dejaron claro que habrían preferido a casi cualquier otra persona) invertían buena parte de sus energías en cortejar a multimillonarios, hecho constatado de cuando en cuando en la televisión por un público totalmente consciente de que, a no ser que resultaran estar entre el 25% aproximado de ciudadanos que viven en estados dudosos, sus votos no marcasen la más mínima diferencia, pasara lo que pasara. Incluso aquellas personas cuyo voto sí contaba asumían, sin más, que su elección consistía en determinar cuál de los dos partidos iba a desempeñar el papel principal a la hora de llegar a un acuerdo sobre el recorte de las pensiones, el Medicare y la Seguridad Social; porque, por supuesto, habría que hacer sacrificios, y las realidades del poder son tales que nadie se plantea siquiera la posibilidad de que esos sacrificios puedan recaer sobre los ricos.
En un artículo publicado recientemente por la revista Esquire, Charles Pierce señala que, con frecuencia, las intervenciones de los comentaristas de televisión durante ese ciclo electoral parecían poco más que celebraciones sadomasoquistas de la impotencia del pueblo, algo similar a los programas de telerrealidad en los que nos gusta ver cómo jefes agresivos avasallan a sus acólitos:
No hemos hecho nada para evitar quedar atrapados en los hábitos de la oligarquía, como si no hubiese otros políticos posibles, ni siquiera en una república supuestamente autogobernada, y la resignación es uno de los más evidentes entre esos hábitos. Nos estamos acostumbrando al hábito de que nuestros políticos actúen por nosotros, en vez de insistir en que están a nuestras órdenes. Las estrellas televisivas nos dicen que las estrellas políticas van a romper el Gran Pacto y entonces nosotros les aplaudiremos por tomar las «decisiones difíciles» en nuestro nombre. Así es como se inculcan los hábitos de la oligarquía en una «common- wealth política». En primer lugar, desengañas a la gente de la idea de que el Gobierno es la expresión última de esa commonwealth y después eliminas o capas cualquier centro de poder ajeno a tu asfixiante influencia —como, por ejemplo, los sindicatos—, para así dejar bien claro quién está al mando. Yo soy el jefe. Idos acostumbrando.
Charles Pierce, «Why Bosses Always Win if the Game Is Always Rigged», Esquire.com, 18 de octubre de 2012.
Este es el tipo de política que nos queda cuando se tira por la borda toda noción de la posibilidad misma de democracia, aunque también es un fenómeno fugaz. Haríamos bien en recordar que estas mismas conversaciones se dieron en el verano de 2011, cuando la clase política solo era capaz de hablar sobre lo que era una crisis orquestada artificialmente en torno al «techo de deuda» y al «gran pacto» (de nuevo, para hacer recortes en el Medicare y en la Seguridad Social) que conllevaría inevitablemente. Entonces, en septiembre de ese año, surgió Occupy y, con él, cientos de auténticos foros políticos en los que los estadounidenses de a pie hablaban sobre sus preocupaciones y problemas reales, y de golpe dejó de oírse la típica charla de comentaristas. No era que los ocupantes presentaran ante los políticos exigencias y propuestas específicas; por el contrario, habían creado una crisis de legitimidad en el seno del sistema al ofrecer una imagen de cómo sería la democracia real.
Por supuesto, son esos comentaristas quienes llevan declarando muerto el movimiento Occupy desde los desalojos de noviembre de 2011. Lo que no entienden es que, una vez que los horizontes políticos de las personas se han ensanchado, el cambio es permanente. Cientos de miles de estadounidenses (y no solo, claro, sino también de griegos, españoles y tunecinos) tienen ahora experiencia directa en autoorganización, acción colectiva y solidaridad humana. Eso hace casi imposible para cualquier persona volver a su vida anterior y ver las cosas como antes.
Mientras que las élites financieras y políticas de todo el mundo patinan a ciegas hacia la próxima crisis a los niveles de la de 2008, nosotros seguimos llevando a cabo ocupaciones de edificios, fincas, casas con hipotecas ejecutadas y lugares de trabajo —de forma temporal o permanente— y organizando huelgas de impago de alquileres, seminarios y asambleas para deudores, sentando con todo ello las bases de una cultura auténticamente democrática e introduciendo así las destrezas, los hábitos y la experiencia que darían vida a un concepto completamente nuevo de la política. De este modo, ha resurgido la imaginación revolucionaria que la opinión ortodoxa había dado por muerta hacía mucho.
Todas las personas implicadas reconocen que crear una cultura democrática tendrá que ser un proceso a largo plazo. Después de todo, estamos hablando de una transformación moral profunda. Sin embargo, somos también conscientes de que cosas como esta han ocurrido ya antes. En Estados Unidos, han existido movimientos sociales que han generado transformaciones morales profundas (de inmediato, vienen a la mente el abolicionismo y el feminismo), aunque hacerlo les costase un periodo de tiempo considerable. Al igual que Occupy, esos movimientos también funcionaban en gran medida fuera del sistema político formal, recurrían a la desobediencia civil y a la acción directa, y nunca imaginaron que podrían alcanzar sus objetivos en solo un año. Por supuesto, ha habido muchos otros que han intentando provocar transformaciones morales igual de profundas y han fracasado. Aun así, existen muy buenas razones para creer que se están produciendo cambios fundamentales en la naturaleza de la sociedad estadounidense –los mismos que posibilitaron en primera instancia el despegue de Occupy– que ofrecen una oportunidad real de éxito a ese resurgimiento a largo plazo del proyecto democrático.
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El argumento social que voy a plantear es bastante sencillo. Lo que se viene denominando Gran Recesión no ha hecho más que acelerar una transformación profunda en el sistema de clases estadounidense que ya llevaba décadas produciéndose. Analicemos las dos siguientes estadísticas: mientras redacto esto, uno de cada siete estadounidenses está perseguido por una empresa de cobro de deudas; al mismo tiempo, y según un reciente sondeo, por primera vez solo una minoría de estadounidenses (45%) se describen a sí mismos como «clase media». Es difícil pensar que estos dos datos no guarden relación.
En los últimos tiempos, se ha debatido mucho sobre la erosión de la clase media estadounidense, aunque por lo general se obvia el hecho de que la «clase media» de este país nunca ha sido principalmente una categoría económica. Siempre ha estado relacionada con esa sensación de estabilidad y de seguridad ligada a la capacidad de asumir sencillamente que –se piense lo que se piense de los políticos– las instituciones que te rodean en el día a día, como la policía, el sistema educativo, los centros de salud e incluso los proveedores de crédito, están de tu parte. Por tanto, resulta difícil imaginar cómo alguien, tras sufrir la ejecución hipotecaria de su hogar familiar a manos de un «robot firmante» ilegal, podría sentirse clase media, razonamiento aplicable independientemente de su horquilla de ingresos o nivel educativo.
La creciente sensación entre los estadounidenses de que las estructuras institucionales que les rodean no están en realidad ahí para ayudarles –e incluso que son fuerzas adversas en la sombra– es consecuencia directa de la financiarización del capitalismo. Quizá esta afirmación parezca extraña, porque estamos acostumbrados a pensar en las finanzas como algo muy alejado de nuestras preocupaciones cotidianas. La mayoría de la gente es consciente de que gran parte de los beneficios de Wall Street ya no se obtiene de los frutos de la industria ni del comercio, sino de la pura especulación y de la creación de instrumentos financieros complejos, aunque la crítica más frecuente es que se trata de un mero asunto de especulación, o el equivalente a un elaborado truco de magia por el que la riqueza aparece de repente con solo decir que existe.
De hecho, la financiarización ha significado en realidad la connivencia entre el Gobierno y las instituciones financieras para garantizar que un porcentaje cada vez mayor de ciudadanos esté cada vez más endeudado. Es algo que ocurre en todos los niveles. Se exigen nuevas cualificaciones académicas para trabajos de farmacia y enfermería, por ejemplo, lo que obliga a quien quiera trabajar en esas industrias a pedir préstamos para estudios con apoyo gubernamental, y así se garantiza que un porcentaje considerable de sus salarios posteriores vaya directamente a los bancos.
La connivencia entre los asesores financieros de Wall Street y los políticos locales provoca la bancarrota (o casi) en unos distritos que, entonces, ordenan a la policía endurecer la aplicación de las normativas sobre césped, basura o mantenimiento, en perjuicio de los propietarios de las casas, de manera que el flujo resultante de multas aumente los ingresos para pagar a los bancos. En todo caso, parte de los beneficios resultantes termina desembocando en los políticos, a través de grupos de presión y comités de acción política. Dado que casi cualquier función del Gobierno local pasa a ser un mecanismo de extracción financiera, y que el Gobierno federal ha dejado claro que su prioridad es mantener elevados los precios de las acciones y asegurar el flujo de dinero hacia los propietarios de los instrumentos financieros (por no mencionar el hecho de no dejar caer nunca a ninguna gran institución financiera, sea cual sea su comportamiento), cada vez resulta más difícil vislumbrar la diferencia real entre el poder financiero y el poder estatal.
Por supuesto, esto es precisamente lo que pretendíamos decir cuando decidimos calificarnos como «el 99%». Y, con ello, hicimos algo sin precedentes: logramos situar de nuevo los problemas no solo de clase, sino del poder de cada clase, en el centro del debate político en Estados Unidos. Creo que eso solo fue posible gracias a los cambios graduales que se venían produciendo en la naturaleza del sistema económico (en OWS empezamos a denominarlo «capitalismo de mafias»), que hacían inviable imaginar que el Gobierno estadounidense tuviera algo que ver con la voluntad del pueblo, ni siquiera con el consenso popular. En momentos como estos, cualquier despertar del impulso democrático no puede ser más que un deseo revolucionario.