No ha sido la primera –antes fueron Dinamarca, Arabia Saudí, Malta y Suiza– y tampoco será la última, aunque no se ha dado a conocer quién será el anfitrión ni la fecha de la próxima. En todo caso, si se va un poco más allá de los rimbombantes titulares que la han definido como la Cumbre de la Paz, la reunión que se ha celebrado este pasado fin de semana en Suiza ofrece inevitablemente un balance agridulce para sus promotores.
Ha sido, sin duda, el mayor esfuerzo diplomático realizado por Kiev, con el respaldo de sus aliados occidentales, para visibilizar el generalizado apoyo a la fórmula de paz presentada por Volodímir Zelenski en 2022. Pero, aunque sea cierto que han logrado la presencia de representantes de un centenar de países (se habían enviado 160 invitaciones), también lo es que la otra mitad de los que constituyen la comunidad internacional no ha estado presente, con el añadido de que solo unos 60 de ellos han estado representados por sus jefes de Estado o de Gobierno, y que incluso una docena de los asistentes ha declinado firmar el comunicado final. Con todo, la lectura inmediata, ya conocida de antemano, es que el conjunto de los gobiernos occidentales está con Zelenski y los suyos –sin que eso signifique que todos ellos están decididos a apostar por Ucrania hasta el final– y que Rusia no está sola.
Por otra parte, resulta chocante manejar (aunque sea informalmente) la idea de que se trataba de una Cumbre de la Paz, cuando ni siquiera el formato de la reunión permitía imaginar que se iba a negociar (y mucho menos a firmar) un acuerdo que ponga fin a la guerra. A esa conclusión se llegaba de inmediato en cuanto se reparaba en que Rusia no había sido invitada y que China –el único país que ahora mismo tiene una influencia real en lo que pueda hacer Vladímir Putin– había decidido finalmente quedarse al margen de la convocatoria.
A eso se añade, por si hubiera alguna duda sobre su nulo interés por alcanzar la paz, el prepotente gesto del propio Putin haciendo coincidir la cita suiza con su “nueva propuesta de paz”, resumida en su supuesta disposición a un acuerdo siempre que Ucrania renuncie definitivamente a los cuatro oblast (Lugansk, Donetsk, Jerson y Zaporiyia) que Rusia se ha anexionado –un territorio que nunca ha llegado a controlar de manera efectiva– y a formar parte algún día de la OTAN, en un nuevo ejemplo de la soberanía limitada que ya preconizaba Leónidas Breznev hace 50 años.
Escenificar el apoyo a Ucrania
En lugar de la búsqueda de la paz, el verdadero objetivo de la reunión, más allá de las referencias del comunicado final a la seguridad alimentaria o a la recomendación de llevar a cabo un intercambio total de prisioneros, era pasar lista a los gobiernos que se alinean con Kiev en su defensa de la integridad territorial y que rechazan las pretensiones rusas derivadas de la invasión ucraniana. Un objetivo que viene acompañado de la reciente decisión de los miembros del G7, de la OTAN, de la Unión Europea y, antes, de Estados Unidos para renovar sus compromisos de ayuda económica y militar para permitirle resistir el empuje ruso. Ahora, una vez que Joe Biden ha logrado superar los obstáculos internos que impedían aprobar nuevos fondos para ayudar a Ucrania, se multiplican las noticias que dan a entender que son muchos los gobiernos que también están dispuestos a hacer lo propio.
Y aunque parece que esto coloca a Ucrania en mejor situación, cuando en el campo de batalla empiezan a ser muy evidentes las limitaciones de sus fuerzas armadas frente a unos invasores que parecen recobrar impulso, el panorama futuro puede resultar menos optimista.
Por una parte, porque nada garantiza a Kiev que llegue a disponer de los 486.000 millones de dólares que el Banco Mundial estima que son necesarios en los próximos diez años para reconstruir todo lo que ya se ha destruido en estos años de guerra. Los anuncios sobre la ayuda que se están dando a conocer estos días no deben confundirse todavía con compromisos firmes que permitan a Zelenski saber con cuántos fondos cuenta para sostener el esfuerzo bélico, mantener la paz social en circunstancias tan dramáticas y recuperar a un país que antes del estallido estaba en plena crisis económica y con un serio problema de corrupción.
Por otra, porque los mismos que dicen estar decididos a respaldar a Kiev son los que insisten que la guerra no se puede prolongar indefinidamente. Un comportamiento contradictorio que, en primer lugar, no permite saber si se trata de apoyos para resistir hasta un cierto punto o para vencer militarmente a Rusia; y el matiz es determinante, sobre todo para los ucranianos, inmersos en una guerra existencial. Además, dando por hecho que la prolongación del conflicto es precisamente la apuesta de Rusia –tratando de hacer valer su superioridad demográfica, industrial y económica–, precisamente poner más medios en manos de Zelenski supone alimentar su sueño (imposible) de expulsar a todas las tropas invasoras del territorio ucraniano. O, lo que es lo mismo, le aleja de realidad, resistiéndose a aceptar la necesidad de abrir una vía de negociación que asuma la pérdida de parte del territorio nacional y el coste político por las muertes y la destrucción registradas.
Nadie querría estar en la piel de Zelenski, obligado a depender de los cálculos de otros que dicen ser sus aliados, sin saber hasta dónde quieren llegar, y enfrentado a un enemigo que no va a cejar en su intento de someter a Ucrania a su dictado. Sea como sea, la paz sigue hoy tan lejana como antes de la cita suiza.