¿Puede ir la economía de un país demasiado bien? La respuesta es sí. A Alemania se la suele poner de ejemplo. En Berlín, preocupa el superávit comercial germano, más allá de los problemas del sur de Europa y del lento ritmo de crecimiento del continente– un 1,3% previsto para 2015, según la Comisión Europea. El año pasado ese superávit alcanzó el 7% del PIB. Hay quien piensa que ese indicador representa un problema para Europa y hasta para la economía mundial.
Alemania, cuya robusta economía está asentada en una potente estructura industrial exportadora, vende mucho más a otros países de lo que compra fuera de sus fronteras. En euros, el superávit comercial registrado en 2014 rondó los 230.000 millones. Semejante montante no puede pasar desapercibido y, de hecho, el que fue hasta el año pasado presidente de la Reserva Federal estadounidense, Ben Bernanke, recordaba recientemente en su blog que ese superávit “es un problema” económico de primer orden. Según Bernanke, que Alemania esté “vendiendo tantísimo respecto a lo que está comprando” no contribuye a una mayor producción ni a generar empleo en otros países.
Dentro de Alemania, también hay quien se preocupa por el superávit, pero por otros motivos. “El exceso de exportaciones refleja un exceso de ahorro en la inversión doméstica, así se exporta capital al resto del mundo en lugar de invertirlo en Alemania”, explica a eldiario.es Simon Junker, subdirector del área de Previsiones y Política Económica del Instituto Alemán para la Investigación Económica (DIW), con sede en Berlín. “El superávit es preocupante en la medida en que existe un flujo hacia el exterior de capital, que es una señal de que existe un problema estructural en la economía alemana”, agrega.
Llama la atención que el ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, obviara mencionar esta preocupación en un artículo publicado en The New York Times dedicado a la economía internacional y a las posiciones que ha defendido Alemania en la salida de la crisis. Tal vez no lo vea como un síntoma inquietante, al igual que Nils Jannsen, economista del Instituto para la Economía Mundial de la ciudad de Kiel. “Nosotros no vemos que sea preocupante la falta de inversiones en la economía doméstica ni que se prefiera invertir en el extranjero. El superávit resulta de muchas decisiones individuales, de hogares y de empresas, y en cualquier caso, no es algo en lo que el Gobierno tendría que actuar”, dice Jannsen en declaraciones a este diario.
En realidad, el Gobierno de Angela Merkel lleva tiempo actuando para frenar esa tendencia. Lo está haciendo, eso sí, de puntillas. Según Michael C. Burda, profesor de economía en la Universidad Humböldt de Berlín, el Gobierno está llevando a cabo “una política que consiste en hacer menos competitivo a su país”. “Nadie en el Gobierno admitirá nunca esto, pero cuando uno habla en privado con la gente del Ejecutivo dicen: 'Estamos ahora rindiendo demasiado bien, no es bueno para nosotros, porque no queremos ser criticados por Estados Unidos ni por el Fondo Monetario Internacional cada seis meses'”, señala Burda a este diario.
Salario mínimo y pensiones
En este contexto hay que enmarcar medidas como la creación del salario mínimo (de 8,5 euros por hora) o la mejora de las pensiones aprobadas en 2014. Además, mejoras salariales ya registradas en algunos sectores, o que haya huelgas por la mejora de las condiciones económicas de los trabajadores como la llevada a cabo por la Deutsche Bahn –el mayor actor ferroviario del país–, están contribuyendo a que crezcan los costes laborales en Alemania. En 2014, el aumento de los salarios fue del 2,5%, mientras que en el resto de la zona euro fue del 1,3%.
Después de años de contención salarial, y de reformas que redujeron los estándares sociolaborales hasta el punto de que se ha hecho habitual escuchar a políticos germanos defender que Alemania no practica el “dumping social”, “la gente ahora quiere otra cosa”, estima el profesor Burda. “Hasta el 85% de la población quería el salario mínimo. Ningún político puede oponerse a esto, por mucho que a uno le guste el libre mercado”, añade.
Fuera de Alemania, el aumento del nivel adquisitivo germano resulta interesante porque cabe pensar que su crecimiento traerá consigo el consumo de productos de otros países europeos. Sin embargo, de momento, parece imponerse que, “dada la evolución demográfica del país, donde la gente cada vez es más mayor, en Alemania se busca ahorrar más para las jubilaciones”, recalca Jannsen. Además, resulta más interesante para los inversores germanos poner su dinero en proyectos situados en “los mercados emergentes”, pues éstos “ofrecen más rendimiento”.
Simon Junker, el responsable del DIW, sostiene que, para contrarrestar la tendencia de la economía que lleva a generar un excesivo superávit comercial, se podría “estimular la inversión doméstica a través de incentivos a las empresas privadas o a través de una mayor inversión pública” e incluso “estimulando el poder adquisitivo de los hogares menos favorecidos rebajando los impuestos para este colectivo”. No obstante, discutir esas medidas no es algo compatible con mantener el interesado silencio respecto a una política de Merkel y compañía que, sólo a largo plazo, comenzará a generar riqueza para el resto de socios europeos, según algunos expertos.
“Llevará unos años, pero acabará ocurriendo que los productos alemanes sean menos atractivos, y que los productos extranjeros resulten más atractivos para los alemanes, que a su vez tendrán más dinero para ir, por ejemplo, más tiempo de vacaciones a España o a Grecia, comprar más vino de Portugal o, incluso, que vuelvan a construir fábricas en esos países”, pronostica Burda. “Es un proceso lento, hay que ser paciente”, concluye.