Doce años después de las revueltas contra los líderes árabes más longevos, sólo uno de ellos permanece en el poder, el sirio Bashar al Assad, tras una guerra de alcance internacional. Mientras, en Libia y en Yemen, el derrocamiento de sus líderes llevó a una lucha encarnizada por el poder y a conflictos que continúan hoy en día, sin vistas de una pronta solución. Los generales egipcios –que sacrificaron al presidente Hosni Mubarak en 2011– han restablecido en los pasados años un régimen más restrictivo todavía; y la última esperanza de la Primavera Árabe, Túnez, ha dado un giro autoritario desde 2021.
Las primeras fichas del dominó
Los primeros que bajaron a la calle y pidieron “la caída del régimen” fueron los tunecinos, en diciembre de 2010. La llamada “revolución de los jazmines” triunfó rápidamente y el dictador Zin Al Abidine Ben Ali dejó el poder después de 23 años y huyó del país. Los árabes de países vecinos, sobre todo los jóvenes –que son más del 50% de la población–, se inspiraron en los acontecimientos de Túnez y el efecto dominó dio comienzo.
El 25 de enero de 2011 estallaron las primeras protestas contra el dictador egipcio, que llevaba en el poder 30 años. El 11 de febrero, 18 días después, Mubarak entregó el poder al Ejército, al que él mismo pertenecía y que ha sido la columna vertebral del régimen egipcio desde el fin de la monarquía en 1952. Dos años más tarde, los militares dieron un golpe de Estado contra el primer presidente de la república civil elegido en las urnas (el islamista Mohamed Mursi), reafirmando su poder y control sobre el país.
“Estamos viendo una tendencia autoritaria en ambos países, las libertades se han restringido, las fuerzas de seguridad llevan a cabo violaciones de los derechos humanos a gran escala con impunidad absoluta”, explica Hussein Baoumi, miembro de Amnistía Internacional para Norte de África y Oriente Medio en la UE.
“Túnez está en transición hacia un sistema más autoritario, mientras que en Egipto existe un régimen militar muy consolidado que controla todos los aspectos de la vida”, detalla Baoumi. En su país, Egipto, “el régimen ha conseguido silenciar todas las formas de disenso y la sociedad civil está en riesgo de desaparecer”. “En Túnez todavía hay espacio: los medios no están controlados por completo, hay partidos de oposición y la judicatura no está en manos del presidente Kais Said”, agrega. El mandatario, que en julio de 2021 asumió poderes extraordinarios, “está intentando hacer lo mismo que hizo el presidente Abdelfatah al Sisi en Egipto en 2014 y 2015” para controlar todas las instituciones.
Las elecciones legislativas, convocadas por Said para elegir un nuevo Parlamento tras haberlo suspendido hace un año y medio, han registrado los índices de abstención más altos de todas las citas electorales desde la marcha de Ben Ali. En la segunda ronda, el pasado 29 de enero, la participación volvió a quedarse por debajo del 12% y la oposición ha pedido la renuncia del presidente porque carece de “legitimidad”.
Baoumi cree que aún es posible “cambiar el rumbo en Túnez (…), pero los Gobiernos europeos y la UE no están haciendo todo lo posible para presionar al presidente Said y su régimen”. “Sin una postura fuerte y coordinada en contra del autoritarismo en Túnez, nos arriesgamos a que se vuelva tan represivo como Egipto”, advierte desde Bruselas.
El peor balance lo hacen los egipcios, con un régimen mucho más severo que el de Mubarak, que en los últimos años de su gobierno permitió cierta oposición en el Parlamento y en la prensa, y un espacio limitado para la sociedad civil, los sindicatos y otros grupos de base.
“Los sueños y las esperanzas de millones de jóvenes en Egipto y Túnez han sido hecho añicos”, dice amargamente el representante de Amnistía Internacional. “No ven ninguna perspectiva ni posibilidad real de una mejora política, social o económica” y las principales causas de las revueltas –que llevaron a prenderse fuego al vendedor de frutas ambulante Mohamed Bouazizi en Túnez– siguen afligiendo a la población.
Conflictos armados enquistados
Pocos días después de los egipcios, los yemeníes empezaron a protestar contra Ali Abdalá Saleh, que había ocupado por primera vez la presidencia en 1978. La entrega del poder a su vicepresidente, en febrero de 2012, no trajo la estabilidad al país, que ya en aquel entonces era el más pobre del mundo árabe. La toma de la capital por los rebeldes hutíes chiíes llevó en marzo de 2015 a una intervención militar de Arabia Saudí y sus aliados, que exacerbó el conflicto y dio lugar a una grave crisis humanitaria.
“La población está sufriendo los efectos de casi ocho años de conflicto: pocos tienen ahorros y muchas familias venden lo que les queda para poder comer, y muchos sobreviven con una comida al día”, relata a elDiario.es el portavoz del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) para Yemen, Ali Daoudi. Se estima que más de 17 millones de personas (más del 50% de la población) se encuentran al borde la hambruna. “El CICR busca que los yemeníes puedan tener una fuente de ingresos estable y sustentarse de manera independiente, protegiéndoles y ayudándoles a reconstruir sus vidas devastadas por la guerra”, afirma Daoudi, pero para que eso ocurra “Yemen necesita una solución pacífica duradera”, algo que parece cada vez más lejano a medida que el conflicto se va enquistando.
La guerra ha tenido un gran impacto en las pobres infraestructuras del país, dejando fuera de servicio más de la mitad de las instalaciones sanitarias y muchas escuelas. “Los yemeníes mueren cada día por enfermedades curables debido a la falta de servicios médicos” y los niños no reciben una “educación adecuada”, agrega el portavoz, alertando de que de esta “generación perdida” dependerá el futuro del país. Según la ONU, en 2023 más de 21 millones de yemeníes (de una población de unos 33) necesitarán ayuda humanitaria, mientras la guerra en Ucrania ha desviado la atención y los fondos internacionales.
La violencia también ha asolado Libia, donde la revolución del 17 de febrero de 2011 degeneró rápidamente en un conflicto armado debido a la represión del régimen de Muammar al Gadafi, en el poder desde 1969. El país quedó dividido entre el este, que se levantó en armas contra el dictador, y el oeste. Tras el asesinato de Al Gadafi a manos de los rebeldes, en octubre de 2011, la lucha por el poder hizo que el país se fracturara aún más. Actualmente, existe una línea divisoria en Sirte, dos autoridades enfrentadas en el este y el oeste, un frágil alto el fuego y una miríada de grupos armados con intereses y lealtades cambiantes. Además, los dos bandos cuentan con el apoyo político y militar de terceros países, incluida Rusia, con los milicianos de Wagner sobre el terreno.
“Las hostilidades a gran escala han cesado desde mediados de 2020, gracias al alto el fuego entre las partes beligerantes; sin embargo, la incertidumbre política y los enfrentamientos armados esporádicos ensombrecen la vida diaria de la población, en un entorno inseguro desde 2011”, explica a elDiario.es el portavoz del CICR para Libia, Basheer al Selwi. “Libia está sufriendo las consecuencias de una crisis prolongada, con menos emergencias (humanitarias) pero muchas necesidades para poder adaptarse a esas consecuencias”, agrega.
Según la ONU, unas 300.000 personas (de unos siete millones de habitantes) necesitan asistencia y más de 140.000 no han podido volver a sus hogares, que abandonaron en la pasada década. “Los desplazados internos y los que han regresado son los más vulnerables, pero la vida diaria es difícil para todo el mundo, en una economía que depende del petróleo”, dice Al Selwi. Las infraestructuras petrolíferas, así como las sanitarias y otras básicas se han visto muy dañadas.
Además, el caos y el vacío de poder han convertido a Libia en un importante punto de partida para los migrantes africanos hacia Europa. Unos 680.000 residen en el país, entre los que esperan cruzar el Mediterráneo y los que intentan buscarse la vida, según el portavoz. “Aquellos que están en tránsito son particularmente vulnerables y sus necesidades, múltiples y agudas”, destaca. Ellos también sufren las consecuencias del conflicto y se encuentran a merced de los grupos armados y mafias.
Siria, el único superviviente
Doce años después de la Primavera Árabe, Bashar al Assad es el único dictador (excluyendo reyes y emires) que sigue en el poder, al que se aferró desde el estallido de las protestas en Siria en marzo de 2011. Al año siguiente, la revuelta desembocó en un conflicto armado y la situación degeneró con el auge de grupos armados radicales, como el Estado Islámico, que llegó a ocupar amplias áreas del noreste de Siria. Actualmente sigue activo en el país pero no domina ningún territorio, mientras que la única región que escapa al control del régimen –la de Idlib, en el noroeste del país– está en manos de otras milicias, incluida la exfilial de Al Qaeda en Siria.
Para ganar la guerra, Al Assad ha contado con la fundamental ayuda militar de Moscú, sin embargo, el conflicto no resuelto y sus consecuencias han hecho que Siria presente hoy “una de las emergencias humanitarias más complejas del mundo”, según el último informe de la OCHA. Es el país con el mayor número de desplazados internos (6,8 millones) y este año alcanzará su cifra más alta de personas que necesitan ayuda (15,3 millones de una población de 22 millones). La agencia de la ONU explica que se debe al deterioro de la economía, con el encarecimiento de los bienes básicos y la falta de fondos internacionales por la guerra en Ucrania. Añade que los servicios básicos y las infraestructuras sanitarias están “al borde del colapso” y los combates esporádicos, ataques y bombardeos contra civiles afectan a la seguridad y a la salud mental de los sirios.
“Por primera vez, los sirios de todos los distritos del país están sufriendo algún tipo de estrés humanitario”, afirma el informe, también los que residen en los bastiones del régimen. Ante la grave crisis, Al Assad busca restablecer y mejorar sus relaciones con países poderosos de la zona, como Turquía y Emiratos, ahora que los dos aliados que le han mantenido a flote –Rusia e Irán– tienen que ocuparse de sus propios problemas.