La Unión Europea no vive su mejor momento. Ha perdido protagonismo en la gran escena internacional. Ya no es el socio preferente de Estados Unidos. Y tiene problemas internos. Algunos inquietantes. Pero no está en declive. Y, más allá de sus enormes trabas burocráticas, sigue funcionando bastante bien. El ejemplo más claro e impresionante de su capacidad es el fondo de 750.000 millones de euros que ha habilitado para hacer frente a las secuelas de la pandemia. Los problemas hay que buscarlos en otros apartados. Y, sobre todo, en algunas tendencias políticas que podrían consolidarse en un futuro.
En el panorama político interno de la Unión se ha registrado una novedad en los últimos tiempos. La de que la de que el centro-derecha pierde posiciones a favor de la socialdemocracia y, al tiempo, la de que la ultraderecha nacionalista y en buena medida antieuropeísta gana peso cada vez con más fuerza. La derrota del partido de Ángela Merkel en Alemania y la dimisión del líder del centro-derecha austriaco Sebastian Kurz son las dos noticias más recientes en esa dirección. Además, el fin de la era Merkel supone que la Unión se ha quedado sin su líder de la última década y media. Sin que en el horizonte se vislumbre a nadie que pueda ejercer ese papel.
Pero, además de en Alemania y de Austria -donde, sin embargo, el signo de las cosas puede cambiar a medio plazo- el centro-derecha clásico -Macron es otra cosa- lo tiene muy mal en Francia y en Italia y está en la oposición en la mayoría de los países escandinavos. Holanda y Grecia, con gobiernos encabezados por la derecha, escapan a esta tendencia, así como la mayoría de los países del este europeo, encabezados por los gobiernos muy derechistas de Hungría y Polonia.
Y lo que ocurre en Budapest y en Varsovia, capitales de dos de los países que más se han beneficiado de su adhesión a la UE, casi tanto o más que España hace 40 años, entronca casi directamente con el otro proceso que marca la realidad política europea de este momento: el de la fuerte presencia de una ultraderecha antieuropea y antiinmigración en algunos importantes países del continente.
Y no tanto porque alguno de esos partidos amenace con hacerse el poder. Sea cual sea el resultado final de las elecciones francesas del año que viene, parece descartado- al menos así lo que cree la mayoría de los expertos- que el candidato ultra sea el ganador: por cierto, que es muy probable que la cabeza de esa lista no sea Marine Le Pen sino la nueva estrella ascendente de ese mundo, Eric Zemmour. También el líder de la ultraderecha italiana, Matteo Salvini, está de capa caída y no de prevé que ni él ni su Liga puedan remontar. Al menos a medio plazo.
No es su proximidad al poder lo que hace peligrosos a los ultras europeos, sino su influencia creciente en el discurso político general. Particularmente en lo que se refiere a la política en relación con la inmigración, que seguramente será el gran tema del debate político europeo de los próximos años. Por ahora, diez países europeos, ninguno de ellos gobernado por la ultraderecha, aunque partidos de ese signo estén en algunos ejecutivos, acaban de mostrarse partidarios de que construyan muros antiinmigrantes en las fronteras. Croacia, Grecia y Rumanía están entre ellos.
El centro-derecha europeo se resiente mucho de esa presión. Pero el problema principal de ese bloque es que se ha quedado sin discurso. El de la austeridad y la ideología liberal neoconservadora se ha visto arrumbado en buena medida por las políticas de aumento del gasto público y de intervención del estado en la economía a las que ha obligado el desastre de la pandemia. La nueva situación de los poderes financieros -capaces hasta hace poco de imponer sus criterios a los gobiernos y ahora necesitados de ayuda para salir del agujero- contribuye no poco a ese cambio de escena, en el que los partidos de centro-izquierda se sienten más a su gusto, a pesar de las muchas concesiones a la derecha que han hecho en el pasado reciente.
Ciertamente, la situación de Europa en el mundo ha cambiado mucho respecto de la que existía hace quince o veinte años. París y Berlín ya no son tan puntos neurálgicos de la escena internacional como antes. Por no hablar de Londres que, si logra salir del infierno en que se ha convertido la aplicación concreta del Brexit a la realidad -y si sale será gracias a la benevolencia de la UE, que está por ver-, no podrá aspirar a mucho más que a ser un disciplinado seguidor de Estados Unidos en el plano internacional.
La UE no está dispuesta a jugar ese papel. Y se tendrá que esforzar por encontrar un espacio autónomo en un mundo en el que lo que manda es la pugna entre Washington y Pekín. Por la primacía a escala planetaria y por la defensa de sus intereses como países. Europa no juega en ese tablero y no va a jugar en un horizonte previsible.
¿Es eso tan horroroso? Seguramente no. Quedan otros espacios para poder actuar. Las relaciones con el gigante ruso representa uno de ellos. Latinoamérica es otro, aunque ahí Estados Unidos tiene la mano. El mayor problema de estar alejada del epicentro de la política mundial es que la UE puede pagar las consecuencias negativas que pueden derivarse de esa pugna, sobre todo en términos comerciales y financieros, sin poder intervenir para paliarlas. Pero quien sabe si los políticos de Bruselas nos van a sorprender y estarán a la altura de ese desafío.