Putin cumple 25 años en el poder: ¿por qué Occidente sigue sin saber interpretar al presidente ruso?
El White Rabbit de Moscú es el restaurante “neorruso” por excelencia. Situado bajo una cúpula acristalada en lo alto de un imponente centro comercial próximo a la torre de estilo gótico estalinista del Ministerio de Asuntos Exteriores, es el tipo de local en el que colocan pequeñas sillas extra junto a las comensales para que dejen sus bolsos, en el que la abultada cuenta se presenta dentro de una matrioska y en el que la fusión de cocina rusa tradicional e internacional se extiende hasta los helados con aromas de pino. Personalmente no me entusiasma —soy demasiado pobre y mis gustos, demasiado sencillos—, pero es un local vistoso y de prestigio donde conviene que te vean.
No debería haberme extrañado, por tanto, que un antiguo funcionario de la Administración Presidencial (el Departamento de Presidencia de Vladimir Putin y la institución más poderosa de Rusia) escogiera el White Rabbit cuando lo invité a elegir un restaurante para ir a comer. Ni siquiera una comida de precio desorbitado y con abundante vino —de Crimea, naturalmente— bastaron para tirarle realmente de la lengua, pero una de las partes más reveladoras de la conversación fue su larga y moderadamente grosera diatriba sobre la continua torpeza de Occidente a la hora de interpretar las intenciones del “jefe”.
—En serio, cuando leo la mierda que publican sus periódicos, lo que dicen sus políticos y escriben sus “expertos”, francamente no sé de dónde sacan todo eso. No me extraña que hayamos acabado metidos en este berenjenal. Y ¿sabe qué? —dijo blandiendo la copa de vino casi vacía y fulminándome con la mirada como si viera en mí a un representante de toda la clase periodística, política y de expertos de Occidente—. Eso dificultaba mi trabajo.
—¿En qué sentido? —pregunté.
—¿Qué tipo de relación podremos mantener con todos ustedes mientras sigan sin vernos realmente tal como somos, mientras sigan sin escucharnos e interpreten como les venga en gana todas y cada una de las palabras del presidente y hasta su último pedo? Mi tarea consistía en intentar comunicar, pero, dijéramos lo que dijéramos, pusiéramos lo que pusiéramos en los discursos del jefe, todo el mundo daba simplemente por sentado que ya sabía cuál era el verdadero significado, qué era lo que en verdad estábamos diciendo. Todos creen conocer ya a Vladimir Vladimirovich.
Tenemos que hablar sobre Putin. Es verdaderamente necesario. No solo porque, nos guste o no, es una de las personas más importantes del planeta, ni tampoco por el impacto de la batalla geopolítica que está librando con Occidente con fanfarronadas y engaños, con memes y dinero, sino también porque se ha convertido en un símbolo planetario que cada cual define a su gusto.
A pesar de sus 25 años de presencia permanente en la política mundial, a pesar de las abundantes biografías que narran su vida y de los calendarios que reproducen sus gestas a pecho descubierto, y a pesar de haberse convertido en tema habitual para los humoristas y los expertos, seguimos sin saber realmente quién es Putin.
Putin es empecinadamente celoso de su privacidad —no solo la personal, sino también la familiar—, tanto por inclinación personal como por cálculo político: su reserva permite que cada cual se construya su propio Putin particular. Parte de la motivación que me ha impulsado a escribir este libro nace de la frustración ante las caricaturas simplistas a las que tan a menudo se recurre —y no solo en Occidente— para intentar entenderlo. Recuerdo haber oído afirmar alegremente a un embajador europeo recién acreditado en Moscú que “para entender a Putin, basta estar al corriente de su formación como agente del KGB”. Si la cosa es tan sencilla, ¿por qué seguimos equivocándonos al interpretarlo?
Las principales causas impulsoras del actual proceso de distanciamiento de Rusia tal vez hayan sido otras, pero no deja de ser deprimente que la diplomacia occidental haya fallado con tanta frecuencia, dejando que un potencial aliado a principios de la década de 2000 llegara a irritarse hasta tal punto que en 2007 Putin empezara a prepararse para una confrontación. La tibia reacción de Occidente ante la invasión rusa de Georgia en 2008 se esgrimió en 2014 en Moscú como prueba de que su injerencia en Ucrania suscitaría tan solo una breve protesta simbólica. Incluso llegó a convencer a Putin, y a muchos integrantes de su clase dirigente, de que Occidente era demasiado débil para temerlo y demasiado peligroso para ignorarlo. Sobre todo, no hemos logrado convencerles de que no les odiamos a ellos, de que no odiamos ni a su país ni a su cultura. Todo lo que ha ocurrido no se debe únicamente —ni siquiera principalmente— a nuestra torpeza a la hora de tratar con Putin y con Rusia, pero lo cierto es que hemos conseguido tratar mal a ambos, y en gran parte por incomprensión.
Putin es un yudoka, no un jugador de ajedrez
Después de la nieve, los osos y el vodka, el ajedrez ocupa uno de los primeros lugares entre los clichés irritantemente perdurables que utilizamos para describir a Rusia y los rusos. Piensen en los típicos malvados rusos de las películas: entre ellos encontramos al bruto matón, como es lógico, pero también al jugador de ajedrez impasible, capaz de anticiparse diez jugadas a su rival.
Los políticos estadounidenses parecen apreciar especialmente esta metáfora. Durante la presidencia de Barack Obama, el presidente de la Comisión de Inteligencia del Congreso, Mike Rogers, se lamentó de que “Putin juega al ajedrez y tengo la impresión de que nosotros estamos jugando a las canicas”. Y, más recientemente, Hillary Clinton declaró que Donald Trump “juega a las damas mientras Putin está jugando una partida tridimensional de ajedrez”.
Evidentemente, en el fondo esto no va de ajedrez. La tendencia imperante a ver a Putin como un gran cerebro maquiavélico conecta con el temor occidental que lo identifica como responsable de todo lo que va mal e interpreta cualquier contratiempo como parte de una compleja estrategia rusa. La elección de Donald Trump, el Brexit, el auge del populismo en Europa, la crisis migratoria e incluso la violencia en los campos de fútbol se han atribuido todos, en algún momento, a la acción de Moscú.
Como resultado, corremos el riesgo de otorgarle demasiado poder. Buena parte del aventurerismo internacional de Putin es un bluf, al estilo de la reacción de un animal que al topar con un depredador hincha el cuerpo o eriza el pelaje para adquirir una apariencia lo más voluminosa e intimidante posible. Tenemos tendencia a no mirar qué hay debajo del pelo erizado.
Es innegable que Moscú a menudo intenta manipular las elecciones y ensanchar la brecha social en Occidente, aunque raras veces con consecuencias ni siquiera remotamente próximas a lo que solemos temer. Pero lo más importante es que todo ello presupone implícitamente la existencia de algún plan hostil y sigiloso a largo plazo para irse apropiando poco a poco del mundo; un plan que Putin querría llevar a cabo a la manera del villano arquetípico de James Bond, aunque sin una guarida en un volcán extinguido.
Carecemos de pruebas que indiquen que Putin juega al ajedrez y, en cualquier caso, es un juego que no le va. El ajedrez es una competición intelectual transparente con unas normas inflexibles y donde las posibles alternativas están rigurosamente acotadas. Todo el mundo comienza la partida con las mismas piezas y todo el mundo sabe qué puede hacer un peón y cuándo le toca mover pieza. Putin no quiere tener tan restringidas sus alternativas. En cambio, domina el yudo. Cinturón negro, ha estado perfeccionando su técnica desde que empezó a practicarlo en la adolescencia, y su actuación como estadista parece reflejar ese dominio.
Un yudoka seguramente se habrá preparado para anticipar los movimientos habituales de un rival y habrá practicado con antelación su respuesta, pero buena parte de la técnica consiste en utilizar la fuerza del oponente en su contra y aprovechar la oportunidad cuando se presenta. En este sentido, tanto en geopolítica como en el yudo, Putin es un oportunista. Sabe captar la ocasión favorable, pero carece de una ruta predeterminada para llegar hasta ella.
Más que en una estrategia cuidadosamente estudiada, confía en su capacidad para aprovechar con rapidez cualquier ventaja que detecte. Como resultado, a menudo resulta impredecible, como también lo es el Estado ruso que ha configurado; uno y otro incluso actúan a veces de manera contradictoria, sobre todo en política exterior. Muchos “éxitos” aparentes a corto plazo se acaban convirtiendo a la larga en un lastre por la ausencia de un atento análisis previo o de un posterior seguimiento. Esto contribuye a explicar, no obstante, por qué tantas veces somos incapaces de anticipar los movimientos de Putin: ni él mismo sabe cuál será su siguiente paso.
En cambio, se dedica a acosarnos moviéndose en círculos por el ring. Es consciente de que, en conjunto y si permanece unido, Occidente es mucho más poderoso que Rusia, con un producto interior bruto veinte veces superior, una población seis veces mayor y tropas que triplican las suyas. Pero se mantiene al acecho a la espera de que cometamos un error que le brinde una oportunidad aparentemente favorable para atacar.
Anhela tener poder, estabilidad en casa y reconocimiento fuera. Para conseguirlo necesita tranquilidad en el país, manteniendo en silencio o amordazado cualquier tipo de oposición, pero también que la economía rusa funcione, al menos a su manera. Lo cual requiere mantener relaciones comerciales con Occidente, que le proporciona mercados insustituibles para su petróleo y su gas natural, además de las inversiones y la tecnología que necesita para la modernización de su país. Pero a la vez también somos el principal obstáculo que le impide lograr sus objetivos geopolíticos, negándonos a otorgar a Rusia la consideración que él reclama e interponiéndonos cuando intenta reafirmar su dominio sobre países vecinos, como Georgia y Ucrania.
Putin es consciente de que Occidente, cuando se mantiene unido, es más poderoso que Rusia en casi todos los aspectos, pero considera, al mismo tiempo, que nuestra debilidad reside en el hecho de ser una constelación de democracias, a menudo díscolas. Quiere vernos divididos, desmoralizados y desconcertados hasta el extremo de estar dispuestos a llegar a un trato con él o, cosa más probable, reducidos a un estado de ánimo poco idóneo para desafiarlo. Pero Putin no tiene un plan maestro sobre el camino que debe seguir para lograr su propósito. En su lugar ha encontrado, por casualidad o deliberadamente, una manera de sacar partido de las ambiciones y fantasías de toda suerte de personas, instituciones y organizaciones, desde periodistas y diplomáticos hasta espías y empresarios.
La corte real de Putin
A primera vista, Rusia parece un país como cualquier otro. Cuenta con todas las instituciones de rigor: un consejo de ministros y ministerios, un parlamento bicameral, una constitución, tribunales y consulados. En la práctica, la situación es muy distinta. El predecesor y patrocinador de Putin, Boris Yeltsin, bombardeó su propio parlamento para superar una crisis constitucional e imponer un Gobierno hiperpresidencialista; Putin ha ido incluso más lejos con la creación de un sistema que funciona de un modo muy parecido a una corte real, por lo menos en la cúspide.
Los organismos gubernamentales se solapan y compiten entre ellos, las cadenas de mando formales tienen menos peso que las relaciones personales, algunos favoritos prosperan, otros caen en desgracia, y el estatus y el poder dependen más de los servicios prestados para atender a las necesidades del Kremlin que de ninguna consideración institucional formal o social.
En esta “adhocracia”, la categoría profesional no siempre cuenta, ni tampoco siquiera la condición oficial de funcionario del Estado. En fin de cuentas, desde que el multimillonario Mijaíl Jodorkovski, casi de la noche a la mañana, pasó de ser el hombre más rico de Rusia a ser un convicto, incluso los llamados oligarcas, los hombres con las mayores fortunas de Rusia, saben que su riqueza depende del poder del Estado.
Los adhócratas se definen, en cambio, por su lealtad, su relación con el jefe y los servicios que pueden prestarle. El ministro de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, por ejemplo, era una figura legendaria en los círculos diplomáticos, pero desde 2014 ha quedado relegado en gran parte a un segundo plano y ni siquiera fue invitado a asistir a la reunión donde se decidió la anexión de Crimea. Sigue ocupando su despacho en el ministerio de Asuntos Exteriores, pero hasta sus subordinados leales reconocen que ya no forma parte de la “cocina”, el gabinete extraoficial de Putin, y solo puede intentar sacar el mejor partido posible de políticas iniciadas por otros.
Dando muestras de un admirable dominio del doble sentido, un diplomático me explicó que Lavrov había “adoptado un modelo de actuación básicamente reactivo para abordar las situaciones a medida que se le presentan, en un contexto complejo y a menudo impredecible”. Por mi parte, lo interpreto como un reconocimiento de que Lavrov ya no monta el elefante en el desfile y ni siquiera participa en su conducción, sino que más bien camina detrás, con una pala en la mano para recoger la porquería que el paquidermo va dejando a su paso.
La dependencia de las relaciones personales y de los acuerdos tácitos —poniátiye en ruso, una expresión que curiosamente también se utiliza mucho en el submundo del hampa— ha llegado a ser un elemento central del estilo de gobierno de Putin. Él mismo (y cada vez con mayor frecuencia también sus altos mandos) raras veces da instrucciones directas, solo define objetivos generales e insinúa el resultado deseado.
En palabras del periodista Mijaíl Zigar: “Nunca dirán: 'Roben esos billones de dólares, por favor' o 'les ruego que maten a esos periodistas'. [En vez de eso] dicen: 'Hagan lo que tienen que hacer. Ya saben cuáles son sus obligaciones; cúmplanlas, por favor'”. Los adhócratas se convierten así en emprendedores políticos, dedicados a buscar oportunidades para poner en práctica las ideas que creen que complacerán al jefe, basándose en insinuaciones y conjeturas.
Si aciertan, serán recompensados, pero si se equivocan, el Kremlin puede desautorizarlos y marginarlos. Ser capaz de predecir hoy lo que el jefe querrá mañana ha pasado a ser, en muchos sentidos, una habilidad vital en la Rusia de Putin.
Este texto es un fragmento del libro 'Tenemos que hablar de Putin: por qué Occidente se equivoca con el presidente ruso' (Capitán Swing), del analista británico Mark Galeotti, autor de otros libros como ''Una historia breve de Rusia' o 'Las guerras de Putin: de Chechenia a Ucrania'.
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