Montado en la cresta de la ola que él mismo ha creado, Vladímir Putin ha decidido olvidarse de la vía diplomática para apostar todas sus cartas a la opción militar. La guerra en Ucrania entra así en una nueva fase de final muy incierto, en la que no solo está en juego, sobre todo, la vida de los ucranianos, sino también la viabilidad de Ucrania como Estado soberano y el orden de seguridad en toda Europa.
Al hilo de las primeras fases de una ofensiva que ya afecta no solo al Donbás sino incluso a la propia capital, cabe apuntar ya algunas ideas sobre el significado de lo que ocurre sobre el terreno:
- Putin está decidido a evitar a toda costa que Ucrania se salga de la órbita rusa. El ataque que ha ordenado busca, como mínimo, lograr el control total de todo el Donbás (actualmente sus aliados separatistas tan solo controlan un tercio del total) para garantizarse un corredor terrestre que una a Rusia con Crimea. Adicionalmente, pretende echar abajo al Gobierno liderado por Zelenski, para colocar en su lugar a un subordinado más manejable. En todo caso, sigue siendo muy improbable que decida finalmente lanzar una invasión en toda regla porque, dada la hostilidad con la que sería recibida por buena parte de la población, se metería en un escenario en el que se empantanaría sin remedio.
- Rusia pierde la posibilidad de negociar un nuevo orden de seguridad en el continente europeo, una de las exigencias planteadas en su ultimátum del pasado 17 de diciembre. Más allá de Ucrania, la pretensión de Rusia es corregir en su favor el desequilibrio actual en Europa, con una OTAN que no tuvo dudas en aprovechar el vacío de poder creado con la implosión de la Unión Soviética en 1991. Y, al menos en principio, la Alianza Atlántica y EEUU se habían mostrado ya dispuestos a tratar esos asuntos, conscientes de que, en definitiva, Moscú también tiene legítimas preocupaciones de seguridad. Ahora esa opción ha quedado desbaratada, sin que las capacidades militares rusas sirvan para imponer su dictado por la fuerza en toda Europa, salvo que nos adentremos en un escenario nuclear apocalíptico.
- Las sanciones no van a doblegar a Putin. No lo han hecho las que se le han impuesto desde 2014 y no lo van a hacer las que ahora se decidan en su contra por duras que sean. A fin de cuentas, para algo le sirve ahora el haberse dedicado durante años a eliminar toda oposición parlamentaria, todos los medios de comunicación independientes y toda sociedad civil crítica con su dictado. Y eso le da margen de maniobra suficiente para desarrollar su agenda sin los contratiempos que un Gobierno democrático tendría cuando su población comienza a sufrir las consecuencias de los delirios de sus gobernantes.
- Ucrania sabe que, en el fondo, está sola por mucho que se sucedan las condenas internacionales y los ofrecimientos de ayuda. Por lo que respecta a EEUU y a la OTAN, poca duda puede haber de que no habrá un solo soldado occidental enfrentándose directamente a soldados rusos en defensa de Ucrania. En el mejor de los casos, Zelenski recibirá ayuda humanitaria y económica, y hasta suministro de armas; pero por muchas apelaciones que se hagan al artículo 5 de la OTAN hay que recordar que Kiev no es miembro de la Alianza y que dicho artículo tampoco implica una respuesta militar automática, ni siquiera para sus 30 miembros. Por otro lado, a tenor de la velocidad con la que las tropas rusas están avanzando sobre Kiev, parece claro que las fuerzas armadas ucranianas no están en condiciones de responder eficazmente a la ofensiva, ni siquiera en defensa de su propia capital.
- La crisis de refugiados está a la vuelta de la esquina. En su intento por ponerse a salvo de los combates ya hay señales bien visibles de movimientos de huida desde las zonas próximas a los combates hacia los países vecinos del oeste. Queda por ver si en esta ocasión los gobiernos afectados reaccionan de manera más positiva que en 2015, cuando Erdogan decidió chantajear a la Unión Europea abriendo la puerta a personas desesperadas por escapar de la violencia que estaban sufriendo.
- La Unión Europea se enfrenta a uno de los desafíos más notables de su historia. Lo que está en juego no es solamente el futuro de Ucrania, un país al que los Veintisiete hicieron creer irracionalmente que deseaban integrar en su seno, sino también su propia seguridad. Hasta hoy la Unión no tiene una voz única en el escenario internacional ni cuenta con las capacidades necesarias para defender sus propios intereses y la próxima brújula estratégica, que se dará a conocer el próximo mes de marzo, deberá fijar cuál es su nivel de ambición para terminar de aprender “el lenguaje del poder”, tal como reclamaba recientemente Josep Borrell. Si da la espalda a Kiev y deja que el orden de seguridad continental se siga decidiendo en Washington o en Moscú, se confirmaría que no hay voluntad real para ir más allá de un mercado común y poco más.
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