Refugiada en una embajada, con colchones en el suelo y en 'shock': así viví a mis 15 años el golpe militar contra Allende
Los 15 años que había cumplido hacía ocho días no los celebré con una fiesta de amigos en casa como estaba previsto, sino en el salón de baile de la residencia del embajador argentino en Chile, durmiendo junto a mi numerosa familia en dos colchones en el suelo, durante dos semanas, y entre otros cientos de refugiados. Mi primer viaje en avión fue en el Hércules del Ejército Argentino que nos rescató del golpe militar contra el presidente Salvador Allende, del que ahora se cumplen 50 años, y nos llevó de vuelta desde Santiago a mi ciudad natal de Buenos Aires. Todavía humeaba La Moneda, la casa de Gobierno, por los bombardeos de la aviación chilena.
Era mi segundo exilio de niña, había llegado a Santiago a principios de los 70, dejando familia, amigos, colegio, identidad y una Argentina en ese momento en dictadura. La represión por la militancia de mis padres nos había llevado a un Chile alegre, participativo, en el que pudimos reconstruir de a poco nuestra vida mientras se estrenaba el primer gobierno socialista. Como novedad, en el colegio nos daban un kilo de leche en polvo al mes, porque en la campaña se había prometido medio litro diario para paliar la extendida desnutrición infantil. La burla contra las ayudas sociales ya existía entonces, la oposición decía que los pobres utilizaban el polvo blanco para marcar canchas de fútbol en los barrios.
Tiempo de alegría y aprendizaje
Enseguida pasé a la educación pública secundaria, al liceo. Esas aulas recibieron con fiesta de democracia a una preadolescente que por primera vez escuchaba hablar de un gobierno estudiantil elegido entre las candidaturas de las juventudes de cada partido político nacional. Los recreos eran un hervidero de discusiones, las asambleas se convocaban a menudo en la cafetería. Así te informabas sobre todo tipo de convocatorias, por ejemplo de trabajos voluntarios para descargar trenes que llegaban a la capital con sacos de alimentos que habían sido almacenados ilegalmente para presionar al gobierno. La oposición orquestaba desabastecimiento y descontento, llegó un momento en el que había una cola para comprar productos que escaseaban en cada calle de Santiago. Faltaba azúcar, café, papel higiénico, pasta de dientes, pan, combustible, faltaba todo menos los productos perecederos.
Los chicos volvíamos a casa exhaustos de la expedición a descargar trenes, pero contentos por formar parte de la vida más activa del país y con el cuerpo cubierto de azúcar porque alguna mínima parte de los sacos se había destinado a una especie de guerra de almohadas. No dejábamos de ser adolescentes, ni de estudiar, que conste. Ligábamos y ensayábamos nuestros primeros amores en las manifestaciones, en los trabajos voluntarios, en las tomas pacíficas del liceo, casi siempre en las calles y sin necesidad de discotecas.
Mi padre había conseguido trabajo como jefe de Promoción y Ventas de Quimantú, la gigantesca editorial chilena Zigzag que el Gobierno acababa de nacionalizar y rebautizar, mi madre trabajaba en el departamento de ediciones. En solo cinco meses de gestión pública, Quimantú había vendido un millón de libros a precios populares. En el desayuno, antes de salir a clases, los niños asistíamos en casa a la crónica de los furibundos debates políticos de la última noche de asamblea para decidir los títulos que iban a entrar en las diferentes colecciones.
Eso que para una preadolescente fue un tiempo de alegría y aprendizaje sin parangón, y que los analistas chilenos describen como el periodo de actividad más intenso de la vida colectiva del país en todos los aspectos, terminó en la temprana mañana de un 11 de septiembre de 1973.
“Baja, que hay golpe”
Ese martes salí de mi casa adosada, a los pies del Cerro San Cristóbal, hacia el liceo a las 7:30 horas. Cogí el autobús de todas las mañanas, que pasaba por el lateral de la sede del Gobierno, y me sorprendí al ver la Casa de la Moneda entera rodeada por tanques y camiones militares. Lo comenté con mis compañeros cuando entré en clase, minutos antes de que llegara el profesor. Hablamos sobre la amenaza de golpe de Estado, cualquier día ocurrirá y deberíamos estar preparados, concluimos tan sabihondos como nos sentíamos con esos pocos años. Media hora después un amigo gritó desde el patio: “Mirta, baja, que hay golpe”. Enseguida alguien entró al aula para suspender las clases.
Unos centenares de estudiantes nos quedamos “esperando instrucciones del Gobierno” para salir en su defensa, y así en cada instituto y universidad y centro de trabajo, escondiéndonos si pasaban helicópteros militares volando bajo. Cuando se acercaba el toque de queda a primera hora de la tarde ya sabíamos que el golpe había triunfado y que tocaba volver a casa. Como no me daba tiempo a volver a la mía, me quedé en la de un compañero de colegio. Con sus padres y otros amigos alojados seguimos atónitos por el televisor en blanco y negro los bandos militares. El toque se levantó a los dos días, cogí la misma línea de autobús y pasé otra vez por una Moneda esta vez coronada por un humo negro que se elevaba muy alto en el cielo a causa de los bombardeos del 11 de septiembre. El día anterior, en una corta interrupción de la prohibición de circular, había salido a avisar a mi familia de que estaba en una casa amiga.
La algarabía de esos años dio un giro abrupto a calles vacías y silenciosas, que apenas se pisaban apresuradamente en los intervalos de los toques de queda. Llegué a casa a tiempo para presenciar el allanamiento en busca de mi padre, que además de trabajar en la editorial dirigía el periódico socialista La aurora de Chile. Ese día aprendí que no todas las sirenas vienen a casa para salvarte, la cuadrilla del Ejército llegó en una ambulancia, porque seguramente escaseaban los vehículos militares ante la desaforada actividad represora de esos días. Vi desfilar hacia esa ambulancia una parte de los libros de nuestra biblioteca, los que los soldados desde su ignorancia consideraban sediciosos y los que les cabían en tan poco espacio. Por suerte mi padre no estaba en casa, desde el día del golpe no sabíamos nada de él.
Refugiados en la embajada
Esa tarde cerramos la puerta de nuestra casa como si nos fuésemos a dar un paseo y nos fuimos los cinco hermanos con mi madre a alojarnos con unos vecinos y unos días después a tentar suerte para poder entrar a la Embajada Argentina en Chile. Ante un portón custodiado por fuerzas de seguridad armadas que en una ocasión llegaron a matar a tiros a un chileno que intentaba exiliarse, como argentinos de origen dio resultado el argumento de que íbamos a hacer unos trámites. Eso más la complicidad y la solidaridad del personal de la embajada que por ese entonces ya representaba a un gobierno democrático. Así eran esos años en los países de América del Sur, un vaivén de dictaduras entre breves periodos de paz.
Después de atravesar un inmenso jardín y cruzar la puerta de la residencia, vimos de frente a mi padre, agachado y con los brazos abiertos para abrazarnos. Había estado en casa de un vecino que lo acompañó a su vez a la embajada unos días antes. Alguien le había avisado que íbamos a intentar entrar. Los siete ya estábamos por fin a salvo.
La alegre vida de niña que asomaba a la vida terminó bruscamente durmiendo en dos colchones en el suelo del salón de baile, junto a mi madre y mis cuatro hermanos, porque había lugar solo para mujeres y niños, y comiendo por turnos en la cocina de la embajada. Mi padre dormía de día, como el resto de los hombres, cuando quedaban libres los colchones o los sitios en las alfombras. La vida en un paréntesis de angustia e incertidumbre, pero en un silencio tronador, anestesiados por el shock. Un bolso con mi diario, un cuaderno con notas y poesías cursis, la libreta escolar y un botón del abrigo de un exnovio como toda pertenencia. Nunca recuperamos el resto de cosas de la casa, ni muebles, ni ropa, ni libros, ni nada. Nada.
Aterrizamos dos semanas después en Buenos Aires, gracias a los salvoconductos negociados por Acnur que nos permitieron partir en el primer contingente que salió de la embajada temprano rumbo al aeropuerto de Santiago. El golpe contra un gobierno democrático, con la muerte de su presidente el mismo día, habían generado un movimiento internacional que obligó a la junta militar a dejar salir de a poco a los miles de refugiados en diversas embajadas. El autobús que nos llevaba atravesó las calles vacías por el toque de queda, custodiado por vehículos militares que formaban una siniestra caravana.
Pisar las calles de Santiago nuevamente
Así terminó el primer intento democrático para cambiar a mejor la vida de la gente desde un gobierno legalmente formado. Así empezó un periodo de represión violenta que se fue replicando rápidamente en casi todos los países de la región, dando lugar a una época oscura de persecución, secuestros, muertes y debacle económica para la mayoría de la población.
Así nos quedamos los niños sin el televisor que llevábamos meses esperando. El fuerte incremento de la calidad de vida de la población había provocado tal aumento de demanda que no llegó a tiempo. Aunque hubiera llegado a tiempo, se hubiera perdido junto al resto de nuestra vida.
Parafraseando la canción de Pablo Milanés, he querido pisar “las calles de Santiago nuevamente” en este 50º aniversario, para rendir un homenaje íntimo a los que hicieron posible esos años de esperanza que hoy siguen ratificando que es posible una vida digna para todos si un gobierno legisla en consecuencia.
He recorrido nuevamente los salones de la embajada que me acogió en esos días de miedo. Gracias a la comprensión del embajador argentino en Chile, Rafael Bielsa, y de su equipo, he podido estar de pie por unos instantes en el mismo lugar en el que hace 50 años tuvimos que dormir seis personas en dos de los 90 colchones que se habían acomodado en el suelo. Desde hace unos años en la embajada luce una placa que conmemora esos días. El desgarro que por fin pude sentir en la piel al entrar nuevamente, lejos del shock que actuó hace 50 años como sedante del dolor, demuestra lo importante que es cualquier ejercicio de memoria histórica, para que los que fuimos víctimas podamos reparar y seguir adelante, para que todos podamos jurarnos que “nunca más”.
Estoy pisando nuevamente las calles de Santiago estos días con esos compañeros del Liceo Experimental Darío Salas con los que me asomé a la cultura, a la política social y a la vida, en todos los sentidos. En lugar de pasar en autobús sorprendida por el despliegue militar, caminé esta vez en torno a la Casa de la Moneda a la noche, junto a miles de mujeres con velas, en una manifestación simbólica para que jamás una casa de Gobierno pueda volver a verse rodeada por tanques y bombardeada.
He pisado nuevamente el frente de la que fue mi casa y por fin he podido llorar desconsolada por la vida que ahí se detuvo, por lo duro que fue volver a empezar.
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Mirta Drago, directora de Comunicación de Mediaset España durante 20 años y hasta hace unos pocos meses, trabajó también en Antena 3, El Mundo y El País. En 2017 produjo en colaboración con el comité español de ACNUR, 'La niña bonita', documental sobre la crisis de refugiados sirios dirigido por Julieta Cherep.
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