El este de la República Democrática del Congo es el campo de batalla de una guerra sucia en la que el pillaje ha sustituido en buena medida los objetivos políticos de los grupos rebeldes. Pero también es el hogar de miles de jóvenes dispuestos a movilizarse para conseguir cambios sociales.
Para Jonathan Mwamba, un adolescente de 16 años, luchar era una manera de satisfacer su sed de venganza. Durante tres años, Mwamba patrulló los bosques del este de la República Democrática del Congo con un kaláshnikov al hombro y la esperanza de encontrar a los guerrilleros que mataron a sus padres. Su objetivo: matarlos sin miramientos. Los rebeldes Maï–Maï Kirikicho se convirtieron en su nueva familia. Enseguida se ganó su confianza. En los campamentos, escondidos entre la vegetación, mientras fumaban toda clase de plantas para soportar mejor las picaduras de los mosquitos y olvidar por un momento los fantasmas del pasado, hablaban sobre los motivos que les empujaron a elegir ese estilo de vida, según relata el joven.
“Quiero proteger a mi gente de los ‘interahamwe’”, dijo uno. Mwamba asintió con la cabeza. “Interahamwe” es el nombre popular de las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda (FDLR), una milicia que nació del anhelo de los cabecillas del genocidio de Ruanda de 1994 por recuperar el poder político en su país natal. Ellos mataron a los padres de Mwamba. Aunque su número de combatientes ha decaído durante los últimos años, todavía son uno de los grupos armados más fuertes de la región. El pasado miércoles, el Gobierno congoleño les acusó de asesinar al embajador italiano en ese país, Luca Attanasio, durante un ataque contra un convoy de la ONU.
El humo de los cigarrillos caseros se mezclaba con la humedad de la selva. Las conversaciones continuaban entre bocanadas. Otros guerrilleros tenían objetivos menos solidarios. En una región arrasada durante más de dos décadas de guerras, donde el Estado ni siquiera garantiza al pueblo los servicios sociales más básicos y las oportunidades económicas escasean, muchos identifican a los grupos rebeldes como una opción para sobrevivir: usan las armas para controlar el comercio de minerales, o para exigir un porcentaje de las cosechas de los campesinos e impuestos especiales a todos los vehículos y transeúntes.
En la actualidad, el este del Congo es el campo de batalla de al menos 122 grupos armados, según el recuento de un grupo de expertos de la Universidad de Nueva York. Y su violencia está lejos de terminar. La Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) alertó de una cifra récord de ataques a civiles el pasado año, con más de 2.000 civiles asesinados en manos de las milicias.
A Félix Mudekere (nombre ficticio para proteger su identidad), de 18 años, uno de los excompañeros de Mwanda, no le cuesta trabajo admitir que ha matado, aunque asegura que está arrepentido. También dice que ha violado a mujeres. Después, encoge los hombros. Según él, a menudo, se limitaba a seguir las órdenes de sus comandantes sin pensar demasiado en las consecuencias de sus acciones. En otras ocasiones, dice que lo hacía para conseguir un plato de comida caliente.
Mudekere y Mwanda abandonaron la guerrilla en 2018, cuando sus líderes perdieron el control de su territorio. Otros grupos más poderosos los expulsaron. Después de nomadear durante varias semanas por la selva, el hambre les obligó a rendirse. Ambos regresaron a su pueblo, Karasi, un puñado de casas de barro rodeadas de colinas verdes.
“Nadie liberará al Congo por nosotros”
A unas pocas decenas de kilómetros del bosque donde Mwamba y Mudekere lucharon durante años, la activista Grâce Maroy, de 22 años, reconoce su desazón. Le “duele mucho” admitir que su pueblo es uno de los más empobrecidos del planeta, a pesar de que reside en un país “con un potencial enorme”.
Ocho de cada diez congoleños intentan sobrevivir con menos de 1,25 dólares diarios, a pesar de que su subsuelo esconde un tesoro estimado hace una década en 24 billones de dólares: oro, coltán, cobalto, estaño, cobre, diamantes… minerales que nutren la tecnología mundial. Maroy habla en una orilla tranquila del lago Kivu. Según ella, es el momento de transformar esa frustración en “energía para luchar por la justicia social”.
LUCHA (Lutte pour le changement), el movimiento ciudadano al que pertenece Maroy, se ha transformado en la plataforma de una sociedad que anhela cambios profundos. Sus miembros han declarado una guerra no violenta a las injusticias de su país. Después de lamentar el asesinato del embajador italiano, los activistas de LUCHA identificaron el incidente como otra prueba de la creciente inseguridad en el este del Congo. “No fue un suceso aislado. Necesitamos medidas urgentes para mejorar la seguridad”, destacaron en sus redes sociales.
“Efectivamente, el Congo tiene muchos problemas. Pero también tiene a muchas personas interesadas en encontrar soluciones”, dice la fotógrafa Raïssa Karama Rwizibuka, de 24 años. “Los jóvenes hemos comprendido que nunca conseguiremos cambios sociales si no nos esforzamos por conseguirlos. Nadie liberará al Congo por nosotros”.
Los miembros de LUCHA saben que tienen mucho trabajo por delante. También comprenden que recorren un camino peligroso. Algunos activistas estuvieron detenidos durante meses y denuncian que fueron torturados a manos de las fuerzas de seguridad. Otros están muertos. Las autoridades congoleñas no dudaron en responder con gases lacrimógenos e incluso munición real a las manifestaciones contra el gobierno.
En diciembre de 2018, la tenacidad de esas protestas obligó al gobierno congoleño a celebrar unas elecciones generales. El expresidente Joseph Kabila, una de las personas más poderosas del Congo, que había adoptado todo tipo de estratagemas para mantener su cargo más allá de los límites constitucionales, abandonó el gobierno. La presión social le forzó a improvisar. En medio de acusaciones de fraude electoral, las autoridades congoleñas nombraron a su sucesor: Félix Tshisekedi, un político impopular que, para muchos analistas, permite al expresidente controlar sus intereses desde la sombra. Fueron unos comicios amargos pero los expertos coinciden en que, sin los esfuerzos de los movimientos ciudadanos, las votaciones se hubiesen postergado indefinidamente.
“Esas elecciones abrieron los ojos de muchos congoleños”, dice Maroy. “Nos marcaron el camino a seguir. Fueron el primer paso de nuestra revolución. Demostraron que, si permanecemos unidos, podemos influir en las agendas políticas. Estamos preparados para tomar las riendas de nuestro país y cambiar su futuro”.