En ningún caso puede decirse que la situación en los países que conforman el Sahel occidental fuera envidiable cuando Francia puso la zona en su punto de mira, pero tampoco puede decirse que lo haya dejado en mejores condiciones tras décadas de intervencionismo político, económico y militar. Ni durante su colonización, ni luego con su independencia, ninguno de ellos ha logrado alcanzar niveles de bienestar y seguridad aceptables para la mayoría de sus poblaciones y, más allá de la responsabilidad que recae en las espaldas de sus propios gobernantes, también París (y el resto de metrópolis europeas colonizadoras) figura como uno de los principales responsables de esa dura realidad.
En un principio, la motivación principal de Francia para hacerse presente en la región se enmarcaba en el juego por el poder entre las potencias europeas que competían entre sí para aumentar su peso internacional. Se hacían con territorios que servían para situar en ellos a colonos encargados de explotar los recursos locales en beneficio propio y de la metrópoli, sin apenas atención a las necesidades o expectativas de las poblaciones locales. Más adelante, cuando París optó decididamente por la energía nuclear como elemento fundamental de su seguridad energética, el interés por garantizar el suministro del uranio de Níger hizo que los elementos geopolíticos y geoeconómicos pasaran a ocupar un lugar preferente en su agenda. Todo ello encajado en lo que se ha conocido como la Françafrique, el controvertido esquema que todavía define las relaciones establecidas entre Francia y la veintena de sus antiguas colonias africanas.
Desde entonces, con la colaboración de gobernantes locales más interesados en preservar los lazos con la antigua metrópoli que en las demandas de sus propias poblaciones, lo que les garantiza unos beneficios nada desdeñables, el foco de atención principal de París ha sido el mantenimiento de un statu quo del que resulta el principal beneficiario, entendiendo que cualquier cambio podría ser perjudicial para sus intereses. Y, sin perder de vista ese interés, ha ido adaptando su nivel y modalidad de injerencia a una evolución regional que identifica ya desde hace años a los efectos desestabilizadores de los flujos descontrolados de población y al auge del terrorismo yihadista como las amenazas que más claramente pueden perjudicar sus planes.
Es eso lo que explica que, en paralelo a un notable desinterés por el deterioro de las condiciones de vida de la inmensa mayoría de la población regional, la agenda haya estado dominada por un enfoque securitario. Este se ha traducido en la presencia permanente de contingentes militares en algunos puntos de la zona y en el despliegue de operaciones policiales y militares como Serval, Barkhane y Takuba. Un esfuerzo al que se suma el intento de instruir a las fuerzas policiales y militares locales para que puedan asumir más tareas y la puesta en marcha de esquemas, igualmente militares, como la fuerza G5 Sahel (de la que las nuevas autoridades malienses han decidido retirarse).
Qué hace falta
En términos realistas, no se trata tanto de concluir que todas esas decisiones hayan sido equivocadas, dado que la inseguridad regional demanda que todo plan integral de acción deba contemplar la vertiente de la defensa, sino de señalar que, si ese plan no va acompañado de un esfuerzo equivalente en el terreno social, político y económico, no cabe esperar una mejora sustancial de la situación. Y es en ese punto en el que se pone de manifiesto la falta de voluntad francesa (y de otros actores internacionales) para satisfacer las necesidades básicas de la población y ofrecerle oportunidades para desarrollar una vida digna, para promover la emergencia de una sociedad civil fuerte, la consolidación del Estado de derecho, el respeto de los derechos humanos y la legitimidad de los gobiernos. Cuestiones estructurales, todas ellas, que si se dejan al margen acaban traduciéndose tanto en intensos flujos migratorios como en activismo terrorista.
Precisamente lo ocurrido en Malí, de donde recientemente fue expulsado el embajador francés y de donde Francia acaba de retirar todos sus efectivos militares, es una buena muestra de los límites del modelo adoptado, en el que Francia ha pecado además de un nacionalismo anacrónico. Hoy ese país es un campo de acción preferente de grupos ligados tanto a Al Qaeda como al Dáesh, con capacidad para contaminar al resto de sus vecinos, y la labor liderada por Francia no ha servido ni para eliminar su presencia ni para mejorar las condiciones de vida y de seguridad de sus pobladores.
En resumen, el problema no es que Francia abandone el Sahel. No lo va a hacer y, de hecho, ya está reforzando sus posiciones en Níger como nuevo punto focal en la región. El verdadero problema es que nada apunta a que haya aprendido la lección, tanto para evitar resabios nacionalistas (que no son bien recibidos por el resto de los miembros de la Unión Europea) como para entender que la insistencia en el enfoque militar, dejando en un muy segundo plano el resto de variables de la ecuación, lleva inevitablemente a tropezar de nuevo en la misma piedra. Y, como decía Einstein, locura es hacer una y otra vez lo mismo esperando resultados diferentes.